Ni
lobo, ni gordo, ni feroz.
Era
hembra. Preñada.
Y
en un claro del nevado bosque, entre aullidos de primeriza
parturienta, yo me quito la caperuza roja y ejerzo de comadrona.
Entonces,
estalla el Apocalipsis.
Disparos,
golpes, gemidos de lobeznos agonizando, mi nariz rota…
Y,
mientras la sangre que brota de ella dibuja puntos suspensivos en la
nieve, yo veo, aterrada, cómo el cazador baja lentamente la
cremallera de su pantalón.
En
ese preciso instante descubro, con una certeza absoluta, que las
peores bestias del bosque caminan erguidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario