Un
señor que poseía un caballo de excepcional elegancia, una mansión
fortificada, tres criados y una viña, creyó entender, por la manera
como se habían dispuesto los cirros en torno al sol, que debía
abandonar Cornualles, en donde siempre había vivido, y dirigirse a
Roma, en donde, suponía, tendría ocasión de hablar con el
Emperador. No era un mitómano ni un aventurero, pero aquellos cirros
le hacían pensar. No empleó más de tres días en los preparativos,
escribió una vaga carta a su hermana, otra todavía más vaga a una
mujer que, por puro ocio, había pensado en pedir por esposa, ofreció
un sacrificio a los dioses y partió, una mañana fría y despejada.
Atravesó el canal que separa la Galia de Cornualles y no tardó en
encontrarse en una zona llena de bosques, sin ningún camino; el
cielo estaba agitado y él con frecuencia buscaba abrigo, con su
caballo, en grutas que no mostraban rastros de presencia humana. El
día decimosegundo encontró en un vado un esqueleto de hombre, con
una flecha entre las costillas: cuando lo tocó, se pulverizó, y la
flecha rodó entre los guijarros con un tintineo metálico. Al cabo
de un mes encontró una miserable aldea, habitada por aldeanos cuya
lengua no entendía. Le pareció que le prevenían de alguna cosa.
Tres días después encontró un gigante, de rostro obtuso y tres
ojos. Le salvó el velocísimo caballo y permaneció oculto durante
una semana en una selva en la que no penetraría jamás ningún
gigante. Al segundo mes cruzó un país de poblados elegantes,
ciudades llenas de gente, ruidosos mercados; encontró hombres de su
misma tierra, supo que una secreta tristeza arruinaba aquella región,
corroída por una lenta pestilencia. Cruzó los Alpes, comió lasagna
en Mutina y bebió vino espumoso. A mediados del tercer mes llegó a
Roma. Le pareció admirable, sin saber cuánto había decaído los
últimos diez años. Se hablaba de peste, de envenenamientos, de
emperadores viles o feroces, cuando no ambas cosas a un tiempo.
Puesto que había llegado a Roma, intentó vivir allí al menos un
año; enseñaba el córnico, practicaba esgrima, hacía dibujos
exóticos para uso de los picapedreros imperiales. En la arena mató
un toro y fue observado por un oficial de la corte. Un día encontró
al Emperador que, confundiéndolo con otro, lo miró con odio. Tres
días después el Emperador fue despedazado y el gentilhombre de
Cornualles aclamado emperador. Pero no era feliz. Siempre se
preguntaba qué habían querido decirle aquellos cirros. ¿Los había
entendido mal? Estaba meditabundo y atormentado; se tranquilizó el
día en que el oficial de la corte apuntó la espada contra su
garganta.
Centuria, cien breves novelas-río. Giorgio Manganelli, 1982.
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