Aquel
era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en
mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se
quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se
hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas
presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de
“cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración
de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El
baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El
hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque
tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.
Me
senté sobre la litera. Tuve la impresión de que todos me miraban,
que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día
se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro
hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el
turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era
la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la
cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre
se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los
ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón
del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un
montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme
decisión de dormirme.
Conté
hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan.
Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un
pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato
percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé
caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua,
y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron.
Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la
uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía
y chupaba aquellas migas de pan.
Y
me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.
Relatos de Kolymá. Varlam Shalámov.
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