Querido diario:
Hoy
destapé el WC con soda cáustica; lavé la ropa a mano (máquina
descompuesta) y la planché. Preparé niños envueltos para diez
familiares que me visitaron; los atendí, oí sus logros, penas,
frustraciones; me maldije por no tener diez floreros para los diez
ramos de flores. Lavé los platos, serví el postre y el café.
Algunos durmieron siesta: los cubrí con una frazada. Más tarde, se
fueron dejando una estela de migas, servilletas, restos de niños
debajo de las alfombras. Las flores estaban hediondas; el tacho de
basura estaba repleto. Tuve que trapear el piso con cloro, mientras
el perro se cagaba en la entrada de la casa.
Estoy
cansada. No sobró comida.
Ay, ya se me estaba olvidando,
¡qué cabeza!: debo deshacerme del veneno. Y a ti, querido, tendré
que quemarte.
jueves, 12 de octubre de 2023
Día de la madre. Lilian Elphick.
lunes, 9 de octubre de 2023
Pereza. Kalton Bruhl.
“Vaya -se dice con desgano-, lo que me faltaba”. El llanto del bebé le ha hecho detenerse en el rellano de las escaleras. Se pregunta por qué ha tenido que llorar en ese momento. No se decide a regresar. El ascensor está descompuesto y hace un calor de los mil demonios. Se encoge de hombros y sigue bajando. El crío tendrá que arreglárselas solo. Además, ya no le quedan balas.
domingo, 8 de octubre de 2023
Rebajas. Isabel Mellado.
Fui a comprarme un abrazo en las rebajas, pero no tenían mi talla. Sólo había uno rosado y tupido que me quedaba ancho. La vendedora trató de persuadirme para que lo comprara, argumentando que era calentito y muy práctico, porque me permitía llevar mucho sentimiento puesto. Además, por la compra de uno, me regalaban un apretón de manos u otras partes del cuerpo. Sonaba tentador, pero debía pensarlo. Entretanto, fui a otro mostrador a oler las sensaciones de la temporada otoño-invierno, que este año son de tendencia claramente bucólica derrotista, con un dejo de minimalismo bélico. Ojalá me alcance el dinero para alguna mala intención, un par de sospechas y al menos una corazonada.
sábado, 7 de octubre de 2023
Todo es predecible. Charles Simic.
Todo es predecible. Todo ha sido previsto. Lo que estaba destinado no
se puede evitar. Incluso esta patata cocida. Este tenedor. Este
pedazo de pan negro. Incluso este
pensamiento…
Mi abuela, que barre
la acera, lo sabe. Dice que no hay dios, sólo un ojo aquí y allá
que ve con claridad. Los vecinos están demasiado ocupados viendo la
televisión como para quemarla por bruja.
El mundo no se acaba, 1990.
jueves, 5 de octubre de 2023
Domingo de lluvia. Donald Ray Pollock.
Era la una de la madrugada de un
domingo de lluvia y Sharon estaba sentada a la mesa de la cocina,
debatiéndose entre si meterse o no en la boca otra loncha de queso
procesado de supermercado, cuando su tía Joan la llamó para
suplicarle que la acompañara al pueblo.
—¿Te
importa que lo intentemos una vez más? —le preguntó su tía.
Su
voz sonó pastosa y poco clara por el teléfono, y Sharon supuso que
había vuelto a tomarse unas pastillas que no eran para ella. La tía
Joan llevaba desde la muerte de su padre trabajando en un geriátrico
de Meade, cambiando pañales y metiendo cucharadas de papilla en la
boca a unos viejos a quienes ya hacía tiempo que nadie quería en
este mundo. Y consideraba que tomarse la medicación de los viejos
era uno de los beneficios extra de su empleo.
Sharon
apartó la cortina y miró por la ventana. Bajo el resplandor de la
luz de seguridad, vio que en el camino frente a la casa había un par
de palmos de agua.
—Dios
bendito, mujer —le dijo a su tía—, pero si todavía está
diluviando.
No
quería volver a salir. Aquel día ya se había calado hasta los
huesos persiguiendo a Dean, su marido trastornado, por el jardín. Le
dolía la garganta y sentía que estaba pillando un resfriado. El
tiempo lluvioso era lo que más miedo le daba a Sharon en el mundo.
—Por
favor, cariño, esta noche me siento muy sola. Te juro por Dios que
no volveré a pedírtelo.
Sharon
suspiró. La última vez le había dicho a su tía que no volvería a
hacerlo. No sólo era peligroso, sino que también la hacía sentirse
sucia. Además, si Dean se enteraba, no volvería a darle ni uno de
sus cheques de la seguridad social. Pero aquella noche no podía
pensar con claridad. Dean tenía la tele a todo trapo en la sala de
estar, donde vociferaba un predicador bocazas con un pelo rubio y
crespo que le rodeaba la cabeza como un halo, y no importaba a qué
parte de la diminuta casa se fuera ella: no podía librarse del ruido
de la religión televisada. Todo eran Puertas del Paraíso y Fosos
Hirvientes. Así que, entre Dean agitando los brazos como un ángel
que intentara volar bajo el techo, el predicador suplicando que le
dieran más dinero y la tía Joan prometiendo que esta vez sería la
última, terminó por rendirse.
—Escucha,
es la última vez —advirtió Sharon—. ¿Seguro que puedes
conducir?
—Dentro
de diez minutos estoy ahí —respondió la tía Joan, con la voz ya
más animada—. Y cariño, no te pongas esa estúpida gorra de
béisbol. Necesito que estés guapa.
Sharon
colgó el teléfono y le quitó el envoltorio de plástico a otra
loncha de queso ceroso. Volvió a gritarle a Dean que bajara el
volumen de la tele. Después se metió en el cuarto de baño y empezó
a maquillarse. En el último año le había encontrado cinco hombres
a su tía, pero según ésta ninguno se había quedado el tiempo
suficiente para probar las salchichas con salsa del desayuno. Cuando
Sharon le pedía más detalles, su tía se cerraba en banda y se
negaba a hablar. No había nada que hacer. Aunque sólo tenía
cuarenta y pico años, se ponía vestidos de vieja que colgaban como
sábanas fláccidas de su cuerpo gordo y chanclos de goma por encima
de los zapatos ortopédicos negros, incluso cuando no llovía.
Llevaba el pelo gris recogido de cualquier modo encima de la cabeza
en un moño del tamaño de una pelota de tenis y no había probado a
pintarse los labios en la vida. Sharon también era corpulenta, pero
con los años había aprendido los secretos del maquillaje y a
camuflar su cuerpo grueso con chándales de colores vivos. Tampoco
era tan difícil conservar a un hombre si una se cuidaba un poco.
Justo
cuando se estaba terminando los ojos, oyó que Dean gritaba algo
sobre una tortuga gigante y salía corriendo por la puerta de atrás.
Estaba demasiado cansada y desanimada para perseguirlo, por mucho que
detestara que la gente lo viera en medio de uno de sus episodios,
especialmente su tía. Para cuando ésta llegó, ya estaba liado a
hachazos con la alta antena de televisión que había apoyada en un
lado de la casa. Mientras Sharon se subía al coche, la tía Joan
dijo:
—¿Qué
demonios está haciendo ahora?
—¿Quién
sabe? —contestó Sharon. Empujó unas cuantas latas de refresco
vacías y envoltorios de comida rápida debajo del asiento a fin de
hacer sitio para los pies—. Esta lluvia lo tiene desquiciado.
Al
arrancar con rumbo al pueblo, esperó a que su tía le largara el
sermón de costumbre acerca de casarse con un hombre que tenía una
placa de acero dentro de la cabeza, pero no fue el caso; lo que hizo
Joan fue ponerse a contar historias de su hermana Bessie, la madre de
Sharon.
—Cuando
tu madre y yo estábamos creciendo, los chavales de Knockemstiff nos
llamaban las Cavernícolas. —Sharon había oído casi todas las
historias de la tía Joan un centenar de veces, y las odiaba todas,
pero aquélla más que ninguna. Siempre le venía a la cabeza la
imagen de dos criaturas peludas, encorvadas y simiescas—. Tu madre,
sin embargo —continuó, mirando la carretera mojada y oscura por el
parabrisas resquebrajado del New Yorker—, no se merecía que la
insultaran así, ella no era como yo. Era guapa, igual que tú.
—Sí,
pero mira cómo acabó. —Sharon le gorreó un Kool, pensando que
tal vez el mentolado le aliviaría el dolor de garganta—. Al final
quizá te ha ido mejor a ti.
—¿El
qué? ¿Ser la fea? ¿Pasarme tantos años cuidando a mi padre como
una esclava? —Se frotó la nariz y se limpió algo en el abrigo—.
No, no lo creo. Por lo menos tu madre se divirtió.
No
había casi nadie en el condado que no hubiera oído hablar de Big
Bessie. Se había ido de casa nada más cumplir los dieciocho y se
había pasado la vida entera trabajando de camarera en Meade. Los
hombres se enamoraban de su cara y cuando se la llevaban a la cama
trataban de imaginarse un cuerpo distinto, más delgado. Una noche no
volvió a casa después del trabajo, pero Sharon dio por sentado que
se habría largado con alguno de sus amigos camioneros. Era algo que
Bessie hacía de vez en cuando, desde que Sharon fue lo bastante
mayor como para cuidar de sí misma; se limitaba a dejar un trabajo y
a largarse un par de semanas a Florida o a Texas. Solamente llevaba
tres días fuera cuando a Sharon la llamó un detective de Milton,
West Virginia. Habían encontrado el cadáver de su madre en un
contenedor de basura detrás de una cafetería. Todavía hoy, diez
años más tarde, la tía Joan seguía llamando al departamento de
policía de aquel lugar para ver si habían detenido a alguien.
—La
echo mucho de menos —dijo la tía Joan.
Mientras
se acercaban al puente de cemento de Knockemstiff que pasaba por
encima del pequeño arroyo que llamaban Shady Glen, Sharon advirtió:
—Ten
cuidado.
—Oh,
siempre dices lo mismo —dijo la tía Joan con una risa, pero aun
así pisó un poco el freno.
—Ya
lo sé, pero no puedo evitarlo.
Ya
no confiaba en nadie que fuera al volante. Hacía cuatro años, Dean
había estrellado el coche contra un puente, justo cuando estaban a
punto de casarse. Unos compañeros de la formación profesional le
habían montado una despedida de soltero, y la policía de carreteras
calculó que iba a 130 kilómetros por hora cuando salió volando a
través del parabrisas. A la mañana siguiente, después de que las
ambulancias se marcharan, uno de los chavales de los Myers de la
hondonada encontró en la hierba unas bragas negras y un cacho de
cerebro rosado. Nadie creyó que fuera a sobrevivir, y sin embargo,
ocho meses más tarde salía caminando con muletas del centro de
rehabilitación. Llevaba la placa de acero de la parte de atrás de
la cabeza cubierta con una fina capa de piel que le habían sacado
del culo. Sharon todavía se acordaba de vez en cuando de aquellas
bragas y trataba de imaginarse a aquella chica que llevaba una talla
36. Ella no llevaba ropa interior tan pequeña desde tercero de
primaria.
—Creo
que has tardado demasiado en llamar —dijo Sharon mientras pasaban
lentamente por delante del Tecumseh Lounge a oscuras.
Era
el último tugurio en el que había trabajado su madre. El
propietario seguía teniendo una fotografía de Big Bessie en la
pared detrás de la caja registradora. Ella y la tía Joan habían
ligado dos veces allí.
—Mierda,
confiaba en llegar justo antes de las últimas rondas —dijo la tía
Joan—. Los borrachos son los más fáciles.
Detuvo
el coche al borde del aparcamiento vacío y se puso a rebuscar en el
bolso un paquete de cigarrillos sin abrir. Aunque durante el largo
trayecto al pueblo prácticamente había dejado de llover, ahora
volvía a empezar. Sharon se preguntó si Dean habría conseguido
entrar en casa de nuevo.
—En
fin —suspiró la tía Joan—. ¿Por qué no vamos a por unas
rosquillas? A mí siempre me apetece un dulce, ¿a ti no?
Aparte
de la camarera bizca, sólo había una persona en el Crispie Creme:
un joven de aspecto consumido que parecía estar hablando solo.
Mientras esperaban para pedir delante del mostrador de cristal, la
tía Joan susurró que era el mismo tipo que habían visto allí la
última vez que habían ido al pueblo.
—¿Te
acuerdas? Estaba con un tipo que tenía la boca partida.
—Creo
que sí —respondió Sharon.
—Parece
que quiere compañía.
El
tipo levantó la vista de su taza y las miró con los ojos entornados
bajo la potente luz de los fluorescentes. Les sacó la lengua
manchada de café.
—Estás
de broma, ¿verdad? —dijo Sharon.
—¿Qué
quieres decir?
—Joder,
tía Joan, que parece un puñetero asesino en serie.
—A
mí no me parece peor que los demás, Sharon. Además, no creo que
vayamos a encontrar a ninguna estrella de Hollywood a estas horas.
—Contó las monedas exactas para dárselas a la silenciosa
camarera—. Venga, vamos a sentarnos.
—Maldita
sea —masculló Sharon.
Había
tenido la esperanza de que su tía se olvidara de encontrar a un
hombre aquella noche. Con sus chocolates calientes y su caja de
rosquillas, se sentaron en un reservado próximo al tipo. Las saludó
con la cabeza, parpadeó con los ojos inyectados en sangre y les
enseñó todos los dientes amarillos. La tía Joan le dedicó una
sonrisa tímida y se puso a darle patadas en la espinilla a Sharon
hasta que por fin su sobrina lo invitó a sentarse con ellas.
El
tipo les dijo que se llamaba Jimmy mientras se sentaba ansiosamente
en el reservado, al lado de Sharon. El pelo grasiento le colgaba por
delante de los ojos y una barba irregular le cubría el flaco cuello.
Tenía los nudillos decorados con letras azules descoloridas.
Fue
la tía Joan quien llevó el peso de la conversación, haciéndole
preguntas estúpidas sobre sus orígenes familiares y quejándose de
la lluvia. Sharon sabía que lo estaba analizando, intentando decidir
si aquél podía ser un hombre con quien no le importara despertarse
por la mañana. Por su parte, Jimmy se limitaba a repetir una y otra
vez las mismas expresiones. Daba la sensación de que las únicas
palabras que conocía eran «mola» y «¡fiesta!». A Sharon le
pareció obvio que era un completo descerebrado. A su tía le
parecería perfecto.
Por
fin la tía Joan le hizo una señal con la cabeza a Sharon y se
excusó. Miraron cómo se iba al lavabo y Sharon rezó en su fuero
interno por no llegar a tener nunca aquellos andares bamboleantes.
Jimmy se arrimó a ella y le sugirió que se deshicieran de aquella
vaca vieja, pero Sharon no le hizo caso. Para cuando la tía Joan
volvió, ya estaba rodeando con el brazo a su sobrina y metiéndole
la lengua en la oreja. Cinco minutos más tarde, se metían los tres
en el coche.
—Vosotros
dos sentaos atrás —dijo la tía Joan—. Ya conduzco yo.
En
cuanto salieron del aparcamiento, Jimmy se sacó una bolsa de
plástico y un bote de espray del bolsillo del abrigo.
—¡Fiesta!
—volvió a decir, y le dio un codazo a Sharon.
Miró
cómo llenaba la bolsa de espray, metía la cara en ella e inhalaba
profundamente varias veces. Fuera lo que fuese aquello, olía a éter,
y bajó la ventanilla a pesar de la lluvia. Por fin Jimmy dejó caer
el bote al suelo y se reclinó hacia atrás en el asiento. De la
barba sucia le colgaba un hilo de baba. Los ojos se le apagaron como
una tele al desenchufarse. Sharon levantó la vista y vio que su tía
le sonreía por el retrovisor.
El
efecto de lo que el tipo había esnifado no duró mucho, y tan pronto
como Jimmy salió de su estupor, la tía Joan se inclinó hacia el
otro asiento y abrió la guantera. Sacó un botellín de whisky,
desenroscó teatralmente el tapón y fingió dar un sorbo. En el
último semáforo de Meade, se lo pasó al tipo. Él dio un trago y
se lo ofreció a Sharon. Esta negó con la cabeza y dijo que ya había
bebido demasiado chocolate a la taza. Jimmy y la tía Joan se pasaron
el botellín varias veces, y cada vez que él daba otro trago, metía
la mano más adentro en los pantalones de chándal de Sharon. Por fin
la tía Joan dijo:
—Sharon,
¿qué te apuestas a que tu novio no puede acabarse la botella?
Jimmy
sostuvo el botellín en alto y se lo quedó mirando.
—Señora,
usted no conoce muy bien a Jimmy, ¿verdad que no?
Mientras
se lo llevaba a la boca, Sharon vio que su tía estiraba el brazo y
subía la calefacción al máximo. El coche se llenó de aire
caliente. Cuando terminó de engullir, Jimmy se relamió y dijo:
—Me
podría pasar la noche entera bebiendo así.
Luego
volvió a meterle la lengua en la oreja. Justo cuando a Sharon
empezaba a gustarle un poco, la mano de él dejó de moverse dentro
de sus pantalones. Ella se la sacó de golpe y él se dejó caer
contra la portezuela, murmurando algo así como que las gordas eran
unas estrechas.
—Muy
bien —dijo Sharon mientras se limpiaba la oreja de babas—. Para
el coche.
—¿Qué
pasa? —La tía Joan puso el intermitente y empezó a reducir la
velocidad.
—No
pasa nada. Pero no pienso quedarme aquí sentada todo el camino de
vuelta. Este tío huele a botiquín.
Llevando
el coche hasta la cuneta, la tía Joan preguntó:
—¿Pero
qué es el espray ese?
Sharon
buscó a tientas por el suelo hasta encontrar el bote. Lo sostuvo en
alto a la luz de los faros de un coche que pasaba.
—Bactine.
Muy bien, tía Joan, tú sí que sabes ligar.
—Tíralo
fuera. Dicen que esnifar ese mejunje te pudre el cerebro.
—Ya
es demasiado tarde para éste —dijo Sharon después de pasarse al
asiento delantero y cerrar la portezuela de golpe—. El Señor
Fiesta. Ja. Vaya cerdo.
La
tía Joan se rio.
—Oh,
no hables así de mi nuevo novio. Puede que me lo acabe quedando.
Un
camión con remolque pasó a toda pastilla antes de que el enorme
coche de la tía Joan pudiera volver a coger la carretera.
—No
tiene gracia —gritó Sharon—. Me estaba metiendo toda la mano.
—Cómete
una de esas rosquillas.
—No
quiero rosquillas. Lo que quiero es irme a casa.
—Cariño,
es la última vez, te lo prometo.
Sharon
se encendió un cigarrillo justo cuando el motor del coche empezó a
traquetear. El New Yorker estaba casi nuevo cuando el padre de la tía
Joan se lo había regalado, hacía tres años, pero ella nunca
cuidaba las cosas. John Grubb había dado su camioneta a cambio del
coche el mismo día en que los médicos le comunicaron que su
diabetes se había cobrado otra victoria. Esta vez las piernas, le
dijeron. Ya había perdido la mayor parte de los dedos de los pies.
Al salir del pueblo con su coche nuevo, se había parado en la
ferretería de Jack y había comprado un sombrero de vaquero de ala
ancha y una pistola del calibre 45 que venía con una pistolera de lo
más elegante. Luego había conducido de vuelta a la granja, se lo
había contado todo a su hija pequeña y había sujetado con cables
un cráneo de vaca a la rejilla delantera del coche. Durante los dos
meses siguientes se había dedicado a pasearse con el coche por todo
el condado bebiendo whisky, atracándose de bolsas de caramelos y
escuchando casetes de Jerry Lee Lewis. Sharon se sabía la historia
de memoria; su tía se la contaba cada vez que el vehículo se
averiaba.
Ya
estaban a medio camino cuando la tía Joan le dio un golpecito en la
pierna y le dijo:
—Cariño,
mira a ver cómo está este chico, ¿quieres?
Sharon
gimió y se volvió. Aunque el coche estaba a oscuras, le pareció
ver que Jimmy abría un ojo parecido a una moneda reluciente y se la
quedaba mirando. Ella se puso de rodillas, se inclinó por encima del
asiento y encendió el mechero.
A
él le parpadearon los ojos. Sharon nunca había visto nada parecido.
—¿Qué
le has echado en la botella? —preguntó.
—Lo
mismo que la última vez —respondió la tía Joan—. Esos
Percocets que me ha estado dando la señora Marsh.
—Bueno,
pues tiene los puñeteros ojos abiertos.
—¿Está
haciendo algo más? ¿Se está moviendo?
—No,
pero tiene los malditos ojos despiertos.
La
tía Joan se quedó callada un momento.
—Quémalo
un poco con el Zippo.
—¿Estás
chiflada o qué?
—Bueno,
no le pegues fuego. Solamente prueba a ver si le duele.
Sharon
miró una vez más a Jimmy de cerca y se dejó caer en el asiento.
—Tía
Joan, no pienso hacer eso.
El
traqueteo de debajo del capó terminó por apagarse y Sharon trató
de relajarse. Reclinó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando
cómo los limpiaparabrisas batían cansinamente de un lado a otro del
cristal.
Su
abuelo había vuelto por fin a casa después de perder la vista por
culpa del azúcar; ya no podía conducir. Había entrado renqueando
con sus piernas podridas, le había dado un beso en la mejilla a su
hija y le había entregado los dos juegos de llaves.
—Joanie,
es un buen coche. Cuídalo bien.
John
Grubb siempre había mantenido cerca de sí a su hija menor, tan
cerca que la gente de la hondonada había empezado a propagar
rumores, y la cosa no había hecho sino empeorar después de que Edna
se matara. Pero aquel día, mientras su hija estaba pelando patatas
para la cena, él salió al porche de atrás y se pegó un tiro
detrás de la oreja con la pistola del 45. Joan tenía cuarenta y
tres años y nunca había salido con nadie.
Sharon
y su tía salieron de la carretera y cogieron el Black Run, el camino
secundario que llevaba de vuelta a la hondonada.
—¿Te
ayudo a meterlo dentro? —preguntó Sharon.
La
tía Joan se frotó la barbilla y apagó la calefacción.
—No,
no hace falta. Ya has hecho bastante.
Al
cabo de diez minutos, paró el coche frente a la casa de su sobrina.
Las dos vieron a Dean caminar de un lado a otro de la sala de estar y
agitar las manos en el aire. Estaban todas las luces encendidas.
Parecía que allí viviera un centenar de personas. Había pedazos de
la antena de la tele esparcidos por el barro de la entrada para
coches.
—¿Dónde
están tus cortinas? —preguntó la tía Joan.
—No
tengo ni puñetera idea —respondió Sharon en tono aturdido.
Eran
las cuatro de la madrugada y Dean no había parado desde la tarde del
día anterior, cuando había empezado a llover. Habían visitado a
todos los médicos de Ohio, pero nadie era capaz de explicar por qué
la lluvia lo volvía tan loco.
—Tendrías
que hacer algo con este chico. Un día le dará un ataque de ésos y
le hará daño a alguien.
Sharon
puso los ojos en blanco. Por lo menos ella tenía un hombre fijo.
—El
último médico que lo vio dijo que probáramos a mudarnos al
desierto —dijo, mirando a su marido por las ventanas desnudas.
—¿Al
desierto? ¿Quieres decir con los camellos y los jeques y todo eso?
—No,
algo tipo Arizona.
—Ah.
A
la tía Joan se le puso una expresión muy seria. Estiró el brazo,
le cogió la mano a su sobrina y se la apretó.
—Sharon
—le dijo, mirándola a los ojos—. Dean no se merece que te mudes
por él, ¿me oyes? —Se volvió y miró la casa—. Si llega un
punto en que no puedes controlarlo, nosotras podemos encargarnos de
ello.
La
tía Joan siempre estaba sugiriendo que Sharon hiciera algo con Dean,
ya fuera divorciarse de él o meterlo en un hospicio. Escuchar sus
consejos había sido más un fastidio que otra cosa. Aquella noche,
sin embargo, mientras oía los resuellos húmedos de Jimmy en el
asiento de atrás, Sharon se puso a pensar en los otros hombres que
se habían traído a la hondonada y se volvió a preguntar por qué
la tía Joan se negaba a hablar de ellos.
Esta
se encogió de hombros.
—Lo
único que digo es que yo no querría vivir en un desierto.
Sharon
se dispuso a bajar del coche.
—No
te preocupes, es sólo algo que dijo el loquero.
—Ten,
llévate éstas —dijo la tía Joan, dándole la caja de rosquillas.
—Pensaba
que siempre te apetecía un dulce.
—Sí.
—Soltó una risita. Se volvió y le echó un vistazo a Jimmy—.
Pero no me refería a las rosquillas.
Cuando
entró en casa, vio que Dean no solamente había arrancado las
cortinas, sino que también había hecho trizas todas las cosas
bonitas que tenía colgadas de las paredes.
—Vas
a limpiar todo esto, amigo —le dijo ella.
Una
expresión confundida le nubló la cara. A continuación se acurrucó
en el sofá y empezó a rascarse la parte de atrás de la cabeza.
Escarbó más y más fuerte en el cuero cabelludo hasta que Sharon
tuvo que ir corriendo y sujetarle los brazos. La fina piel que le
cubría la placa de acero estaba toda irritada y sangrienta. Él se
calmó un momento; después se levantó de un salto y se puso a
cantar Row, Rozo, Row Your Boat a pleno pulmón con su voz de
batracio.
Sharon
se rindió y apagó todas las luces. En el suelo de la cocina había
una fotografía de los dos, con el marco roto, y ella la mandó de
una patada debajo de la mesa. Luego se alejó por el pasillo y abrió
la puerta del dormitorio con una llave que llevaba sujeta al cuello
con una cadenilla. Se quitó el chándal, se metió en la cama con la
caja de rosquillas y se cubrió la cabeza con las mantas. Sí, pensó,
estaba claro que estaba pillando un resfriado. Encendió la pequeña
radio que tenía en la mesilla de noche e hizo girar el dial hasta
encontrar una emisora de música melódica.
Sacó
una rosquilla de la caja y le dio un bocado; estaba rellena de crema
y chocolate. Las gotas de lluvia salpicaban la ventana. Se comió la
rosquilla y se preguntó cómo sería vivir en el desierto. Todo
sería nuevo. Podría ponerse a dieta y a Dean se le podría secar de
una vez la cabeza. Podrían hacer lo que fuera que hiciera la gente
que vivía en la arena.
Le
dio un bocado a otra rosquilla glaseada y se puso a pensar en Jimmy.
Le había metido la lengua en la oreja, algo que nunca le había
hecho nadie. Le olía mal el aliento, pero a Dean también. Ahora
deseó haberle preguntado, cuando estaban juntos en el asiento de
atrás, si había estado alguna vez en Arizona. Se preguntó si
tendría novia, o tal vez incluso esposa. No llevaba alianza, pero en
los tiempos que corrían eso no quería decir nada. Luego se acordó
de la tía Joan y decidió que era mejor no pensar más en Jimmy.
Además, ya estaba harta de todos aquellos asuntos.
Sharon
se lamió el azúcar glaseado de los dedos y cogió una rosquilla de
arándanos, una de sus favoritas. Al otro lado de la puerta oyó que
Dean estaba dando vueltas otra vez. Luego el locutor empezó a hablar
y mencionó que venían más precipitaciones. Estiró el brazo y
subió un poco el volumen de la radio. La lluvia se había asentado
en todo el valle de Ohio, dijo el hombre con su voz de madrugada. Y
no tenía intención de marcharse.
Knockemstiff, 2008.
miércoles, 4 de octubre de 2023
Un cuento. Daniil Jarms.
-Anda -dijo Vania, poniendo el
cuaderno encima de la mesa-. Vamos a escribir un cuento.
-Vale
-dijo Lénochka, sentándose en la silla.
Vania
cogió un lápiz y escribió: «Érase una vez un rey...».
En
ese momento Vania se quedó pensativo mirando al techo. Lénochka
echó un vistazo al cuaderno y leyó lo que había escrito Vania.
-Ese
cuento ya existe -dijo Lénochka.
-¿Y
tú cómo lo sabes? -preguntó Vania.
-Lo
sé porque lo he leído -dijo Lénochka.
-¿Y
de qué trata? -preguntó Vania.
-Pues
de un rey que estaba bebiendo té con manzana y de repente se
atragantó, y la reina empezó a darle golpes en la espalda para que
echara el trozo de manzana que se le había quedado en la garganta.
Pero el rey se creyó que la reina le estaba pegando y le dio un
golpe en la cabeza con un vaso. Entonces la reina se enfadó y golpeó
al rey con un plato. Y el rey golpeó a la reina con una escudilla. Y
la reina golpeó al rey con una silla. Y el rey pegó un salto y
golpeó a la reina con una mesa. Y la reina derribó un aparador
encima del rey. Pero el rey salió de debajo del aparador y le lanzó
la corona a la reina. Entonces la reina agarró al rey de los pelos y
lo tiró por la ventana. Pero el rey subió trepando y entró en la
habitación por otra ventana, agarró a la reina y la metió en la
estufa. Pero la reina escapó por el tubo y subió al tejado, después
bajó por el pararrayos hasta el jardín y se coló por la ventana en
la habitación. Mientras tanto, el rey había encendido la estufa
para quemar a la reina. La reina se acercó a hurtadillas y empujó
al rey por la espalda. El rey cayó en la estufa y se abrasó. Ese es
todo el cuento -dijo Lénochka.
-Qué
tontería de cuento -dijo Vania-. Yo quería escribir un cuento
completamente distinto.
-Muy
bien, pues escríbelo -dijo Lénochka.
Vania
cogió el lápiz y escribió: «Érase una vez un bandido...».
-¡Un
momento! -exclamó Lénochka-. ¡Ese cuento ya existe!
-No
lo sabía -dijo Vania.
-Anda,
claro -dijo Lénochka-. ¿De verdad no te sabes la historia de un
bandido, que, tras escapar de los guardias, intentó subirse a un
caballo de un salto, y saltó con tanta fuerza que fue a parar al
suelo por el otro lado? El bandido se enfadó y volvió a saltar
sobre el caballo, pero tampoco esta vez calculó bien el salto, así
que volvió a aterrizar en el suelo por el otro lado. El bandido se
levantó, hizo un gesto de amenaza con el puño, saltó al caballo y
otra vez se pasó de largo y voló hasta el suelo. Entonces el
bandido se sacó una pistola del cinto, disparó al aire y otra vez
saltó al caballo, pero con tanta fuerza que volvió a pasarse de
largo y fue a parar al suelo. Entonces el bandido se quitó el
sombrero, lo pisoteó y volvió a saltar al caballo, y otra vez se
pasó, cayó al suelo y se rompió una pierna. Y el caballo se alejó.
El bandido, cojeando, se acercó rápidamente al caballo y le dio un
puñetazo en la frente. El caballo escapó corriendo. Mientras tanto,
llegaron los guardias, pillaron al bandido y se lo llevaron a la
cárcel.
-Vaya,
entonces tampoco voy a escribir sobre un bandido -dijo Vania.
-¿Y
de qué vas a escribir? -preguntó Lénochka.
-Voy
a escribir un cuento sobre un herrero -dijo Vania.
Y
escribió Vania: «Érase una vez un herrero...».
-¡Pero
si ese cuento también existe! -exclamó Lénochka.
-¿Y
eso? -dijo Vania, y dejó el lápiz.
-Pues
verás -dijo Lénochka-. Érase una vez un herrero. Un día estaba
herrando un caballo, y sacudió el martillo con tanta fuerza que la
cabeza se desprendió del mango, salió volando por la ventana, mató
cuatro palomas, chocó con una torre de bomberos, rebotó, rompió
una ventana de la casa del jefe de bomberos, pasó volando por encima
de la mesa a la que estaban sentados el jefe de bomberos y su mujer,
hizo un boquete en la pared de la casa y fue a parar a la calle. Aquí
derribó una farola, chocó con la nariz de un vendedor de helados y
le dio en la cabeza a Karl Ivánovich Shusterling ¹, que se había
quitado el sombrero un momento para refrescarse el cogote. Tras
golpear en la cabeza de Karl Ivánovich Shusterling, el martillo
rebotó, volvió a chocar con la nariz del vendedor de helados, tiró
de un tejado a dos gatos que estaban enzarzados en una pelea, volcó
una vaca, mató cuatro gorriones volvió volando a la herrería y
fue a introducirse en su mango, que el herrero aún seguía
sosteniendo en su mano derecha. Todo esto ocurrió tan rápido que el
herrero no se dio ni cuenta y siguió herrando el caballo como si
nada.
-O
sea, que el cuento del herrero ya está escrito, así que escribiré
un cuento sobre mí mismo -dijo Vania.
Y
escribió: «Érase una vez un niño que se llamaba Vania...».
-También
hay un cuento que trata de Vania -dijo Lénochka-. Érase una vez un
niño que se llamaba Vania y un día se acercó a…
-Espera
-dijo Vania-, yo lo que quiero es escribir un cuento sobre mí.
-También
hay un cuento que trata de ti -dijo Lénochka.
-¡No
puede ser! -dijo Vania.
-Te
dijo yo que sí -dijo Lénochka.
-¿Y
dónde está escrito? -se sorprendió Vania.
-Pues
mira, compra el número 7 de la revista Chizh² y ahí puedes leer un
cuento que trata de ti -dijo Lénochka.
Vania
compró el número 7 de la revista Chizh y leyó este mismo cuento
que tú acabas de leer.
¹
Es uno de los muchos seudónimos que usó Jarms.
²
Revista ilustrada infantil publicada en Leningrado entre 1930 y 1941
donde colaboró Jarms.
Me llaman capuchino, 2006.
domingo, 1 de octubre de 2023
La espera. Susana Revuelta Sagastizábal.
En una butaca de escay, un
hombre masajea su cuello dolorido, bosteza varias veces, bajito, y se
quita con disimulo una legaña. Son gestos estos últimos
innecesarios: ninguno de los otros tres pacientes, enfrascados como
están en las pantallas luminosas de sus móviles, advierte ni
advertirá su presencia. Lleva más de una hora esperando a que le
hagan un escáner.
Se
incorpora y camina hacia la puerta. Se detiene, presiona con los
dedos sus lumbares, va y vuelve, vuelve y va. Se acerca a la ventana
y mira aburrido las cagadas de paloma en el alféizar junto al
esqueleto de un geranio. Estira todo lo que puede el pescuezo hasta
distinguir una plaza. Allí ve una anciana encorvada echando migas de
pan a las palomas, pitas pitas, que picotean el suelo, ávidas. Al
principio son unas pocas, después comienzan a llegar de todos lados,
por docenas, en bandadas. Las provisiones de la vieja se acaban y las
aves, hambrientas, se posan en su cabeza, le clavan las garras en los
hombros, los brazos, y terminan derribándola. Entonces el hombre da
un respingo, se aparta incómodo de la ventana, vuelve a sentarse en
su butaca de escay y coge de la mesa una revista cualquiera.