lunes, 16 de marzo de 2020

Instrucción para deshacerse de un cadáver de tamaño medio. Fernando León de Aranoa.

Independientemente de los motivos que inspiraran el asesinato y del modo en que éste se haya llevado a cabo, expertos consultados recomiendan, como la fórmula más eficaz y segura de deshacerse de un cadáver de tamaño medio, introducirlo en una maleta grande, acercarse al aeropuerto más cercano y facturarla en cualquier compañía aérea hacia un destino del que le separen al menos tres escalas internacionales. La maleta y su contenido desaparecerán en el trayecto sin que nadie acierte a dar con su paradero, y a cambio usted recibirá una compensación económica nada desdeñable.
Este procedimiento puede ser empleado también para deshacerse de un cadáver de tamaño grande, con el único inconveniente de que en ese caso deberá abonar una penalización por exceso de peso.

 

domingo, 15 de marzo de 2020

El sentido de la vida. Neus Aguado.

Siempre afirmo y no soy la única, decía la Sra. Estocolmo, que la vida tiene el sentido que uno le quiera dar, o sea, no tiene ninguno. Después de esta declaración la gente se removía en sus asientos y se escuchaba alguna que otra tosecilla nerviosa. Claro, claro, decía alguien en lontananza. El malestar que provocaba duraba bastante más que la frase y a menudo había alguien que atajaba y casi no dejaba concluir la perfecta dicción de la Sra. Estocolmo con un: Bueno, bueno, o cualquier coletilla conciliadora. En una de esas sesiones de terapia de grupo se alzó la Sra. Dinamarca y dijo: La vida no tiene ningún sentido ni siquiera el que uno le pueda otorgar, porque incluso cuando se le otorga un sentido éste no deja de ser falso, no deja de ser un sucedáneo del posible sentido verdadero que desconocemos absolutamente. La gente ya empezó a bramar: eso es un sofisma, y cosas por el estilo.
...
La Sra. Estocolmo retomó el mando y dijo: estamos aquí para darnos fuerzas no para quitárnoslas, recuerden el sentido último, ese sí, de nuestra terapia. Se hizo un silencio sepulcral en la sala, aunque casi todos habían pedido ser incinerados al acabar la terapia.
Yo viví atormentada la pubertad, dijo la Sra. Noruega, porque mi hermano pequeño era un psicópata de tomo y lomo y siempre pensaba que nos iba a asesinar a mi madre y a mi durante la noche y porque muchas mañanas mi madre me confesaba que había estado a punto de dejar el gas encendido para que todos muriéramos sin darnos cuenta. Y yo le contestaba: Oh no, yo quiero vivir, quiero vivir, tal era mi ingenuidad de entonces pobre pajarillo aún en el nido de la locura cotidiana de un hogar aparentemente normal.
...
El Sr. Finlandia se levantó indignado y dijo: si vamos a entrar en cuestiones personales…
Entremos, entremos, agregó la Sra. Estocolmo, ¿por qué no? Hable, por favor, Sr. Finlandia. Pues yo el día nacional patrio estuve a punto de tirarme por el balcón después de haber ingerido barbitúricos y otras drogas legales. La Sra. Estocolmo dijo con suavidad: estamos aquí para darnos ánimos, Sr. Finlandia. Alguien más quiere explicar su experiencia fallida. No, se oyó la vocecilla de una anciana, sólo quiero saber a qué hora va a ser porque ya me he olvidado. Otra vez el silencio era de hielo y se necesitaba un abremares para cortarlo. Esta vez la Sra. Estocolmo se limitó a sonreír con la más convincente de sus sonrisas y dijo: Vamos a cenar, querida Sra. Suecia, y después todo se cumplirá según han dejado escrito en sus cláusulas. Y tomaron una exquisita y última cena y cuentan que a nadie le tembló el pulso, quizá porque el vino era muy bueno y el champagne excelente.

sábado, 14 de marzo de 2020

Osácar. Gabriel de Biurrun.

Osácar era azul marino, suave, medio calvo y del tamaño de un niño de dos años. Más que un oso, parecía un cordero maltrecho, hijo de tortuga y gusarapo. Guiñaba un ojo desde que perdió el botón, y la tela de su cabeza tenía bolsas de besos sobados, de mordiscos contenidos.
El día que aprendió a no volar, alguien se asustó al verlo salir por la ventana, expulsado de las camas y de las colchas por ser foco de pulgas. Tocó el suelo con la levedad del peluche, con el ruido que haría un puñado de arroz; mientras la gente sonreía aliviada. Luego miró alrededor y reventó hastiado en un millón de litros de mocos, de babas y de lágrimas nuestras, que había guardado con todo el cariño.

 

viernes, 13 de marzo de 2020

El ratón cambiado en niña. Fábula hindú.

Un brahmán se paseaba en cierta ocasión por los alrededores de una fuente, y vio caer, inmediato a sus pies, un ratón desprendido del pico de un cuervo. Lo cogió y lo llevó a su casa; después suplicó a los dioses que lo transformaran en una niña, gracia que le fue concedida. Algunos años después, viendo que la niña había llegado a la edad apropiada para casarla, dijo a la joven: “Elige de toda la Naturaleza el ser que más te guste; prometo casarte con él”. —“Quiero, dijo la joven, un marido que sea tan fuerte que nunca pueda ser vencido”. —“Es el Sol, entonces, lo que quieres”, dijo el brahmán.
Y al día siguiente, dijo al Sol:
“Mi hija desea un esposo que sea invencible; ¿querrías casaros con ella?”. Pero el Sol le respondió: “La nube destruye mi fuerza; dirigíos a ella”.
El brahmán hizo la misma pregunta a la nube. “El viento, dijo ésta, me hace ir adonde mejor le parece”.
El anciano no se desanimó: y rogó al viento que se casara con su hija; pero como el viento le hizo saber que su fuerza era detenida por la montaña, se dirigió a la montaña: “El ratón es más fuerte que yo, puesto que me agujerea por todas partes y penetra en mis entrañas”.
El anciano fue, pues, en busca del ratón, que consintió en casarse con su hija, diciendo que hacía tiempo buscaba mujer.
El brahmán, cuando entró en su casa, preguntó a su hija si quería casarse con el ratón y ella aceptó, puesto que el ratón vencía a la montaña, la cual detenía al viento, dueño de la nube que oculta al sol. El buen hombre se dijo entonces: “Para llegar a este fin, ¿qué falta hacía haber cambiado al ratón en niña?”. Y rogó al dios que la joven volviera su primitivo estado de ratón, gracia que obtuvo.


 

martes, 10 de marzo de 2020

La muerta. Carmen Laforet.

El señor Paco no era un sentimental. Era un buen hombre al que le gustaba beber, en compañía de amigos, algunos traguitos de vino al salir del trabajo y que sólo se emborrachaba en las fiestas grandes, cuando había motivo para ello. Era alegre, con una cara fea y simpática. Debajo de la boina le asomaban unos cabellos blancos, y sobre la bufanda una nariz redonda y colorada.
Al entrar en la casa esta nariz quedó un momento en suspenso, en actitud de olfatear, mientras el señor Paco, que se acababa de quitar la bufanda, abría la boca, con cierto asombro. Luego reaccionó. Se quitó el abrigo viejo, en una de las mangas le habían cosido sus hijas una tira negra de luto, y lo colgó en el perchero que adornaba el pasillo desde hacía treinta años. El señor Paco se frotó las manos, y luego hizo algo totalmente fuera de sus costumbres. Suspiró profundamente.
Había sentido a su muerta. La había sentido allí, en el callado corredor de la casa, en el rayo de sol que por el ventanuco se colaba hasta los ladrillos rojos que pavimentaban el pasillo. Había notado la presencia de su mujer, como si ella viviese. Como si estuviese esperándolo en la cálida cocina, recién encalada, tal como sucedía en los primeros años de su matrimonio… Después las cosas habían cambiado. El señor Paco había sido muy desgraciado y nadie podría reprocharle unos traguitos de vino y algunas aventurillas que costaron, es verdad, sus buenos cuartos… Nadie podría reprochárselo con una mujer enferma siempre y dos hijas alborotadas y mal habladas como demonios. Nadie se lo había reprochado jamás. Ni la pobre María, su difunta, ni su propia conciencia. Cuando las lenguas de sus hijas se desataron en alguna ocasión más de lo debido, la misma María había intervenido desde su cama o desde su sillón para callarlas, suavemente, pero con firmeza. En la soledad de la alcoba, cuando algunas noches había estado él, malhumorado, inquieto, revolviéndose en la cama, María misma lo había compadecido.
-¡Pobre Paco!
Bien podría compadecerle. Ella bien feliz había sido siempre… No le faltó nunca su comida, ni le faltaron sus medicinas, porque Paco trabajó siempre bien, como un burro de carga. Alguna vez, la verdad, había él especulado con la muerte de su mujer. Y esto lo sentía hora. Pero… ¡había estado desahuciada tantas veces!… Se avergonzaba de pensarlo, pero no pudo menos de hacer proyectos, en una ocasión, con una viuda de buenas carnes, que vivía en la vecindad, y que le dejaba sin respiración cuando le soltaba una risa para contestar a sus piropos… Esto fue en época en que María estaba paralítica… “Cosa progresiva -decían los médicos-, llegará el día en que la parálisis ataque al corazón y entonces… hay que estar preparados”.
El señor Paco estuvo preparado. Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando el tumor en el pecho, cuando… La vida de María en los últimos veinte años había sido un ir de una enfermedad mala a otra peor… Y ella tan contenta. ¡Con tal de tener sus medicinas! Y hasta sin eso; porque a la hija casada había llegado a darle el dinero de sus medicinas, muchas veces para comprarles cosas a los niños… Pero lo que era seguro es que, sufrir, lo que decían los médicos que estaba sufriendo… no, María no notaba aquellos padecimientos. Nunca se quejó. Y cuando uno sufre se queja. Esto lo sabe todo el mundo… Entre una enfermedad y otra, ayudaba torpemente a las hijas a poner orden en aquella casa descuidada, donde, continuamente, resonaban gritos y discusiones entre las dos hermanas, que no se podían ver… Esto sí mortificaba a la pobre, aquellas discusiones que eran el escándalo de la vecindad y nunca, ni en su agonía, pudo gozar de paz.
El señor Paco, durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido aquellos secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar a las hijas como fuera y quedarse con el piso… No faltaba más… Y luego, a vivir… Alguna compensación tenía que ofrecerle el destino.
Todos los días acechaba la cara pálida y risueña de María, que hundida en su sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las rodillas paralíticas al nieto más pequeño, o cosía, con sus manos aún hábiles, sin dar importancia a aquello que al señor Paco le ponía de tan mal humor: que la cocina estuviese sucia, con las paredes negras de no limpiarse en años, y el aire lleno de humo y de olor a aceite malo.
María levantaba hacia él sus ojos suaves, aquella boca pálida donde siempre flotaba la misteriosa e irritante sonrisa, y el señor Paco desviaba los ojos; él notaba que ella le compadecía, como si le adivinara los pensamientos, y desviaba los ojos. Podía compadecerle todo lo que quisiera; pero el caso es que no se moría nunca; aunque por la vida que llevaba, como decía él a sus amigos, cuando el vino le soltaba la lengua, para la vida que llevaba la pobre mujer, mejor estaría ya descansando…
Un día el señor Paco sintió derrumbarse todos sus proyectos. Al volver del trabajo, cuando abrió la puerta de la cocina, encontró a la mujer de pie, como si tal cosa, fregando cacharros. La sonrisa con que le recibió fue un poco tímida.
-¿Sabes?… Esta mañana vi que me podía lavar sola, que podía andar… Me alegré por las chicas… ¡Tienen tanto trabajo las pobres!…
Parece que también ha salido de esta.
El señor Paco no dijo nada. No pudo manifestar ninguna clase de alegría ni de asombro. Por otra parte, tampoco hacía falta. Las hijas, el yerno y hasta los nietos, tomaban la curación de la paralítica como la cosa más natural. Discutían lo mismo, cuando la madre estaba en pie y les ayudaba en la media de su fuerzas que cuando estaba sentada en un sillón de hule.
Al señor Paco con la imposibilidad de realizar el nuevo matrimonio que soñaba se le pasó el enamoramiento por la viuda frescachona y, en verdad, cuando, al fin, María cayó enferma de muerte, él no tenía ningún deseo del desenlace. Lo que le sucedió fue que hasta el último minuto estuvo sin creerlo. Lo mismo les sucedía a las hijas, que estaban acostumbradas a tener años y años a una madre agonizante. La noche antes de morir, sin poder ya incorporarse en la cama, María hilvanaba torpemente el trajecillo de un nieto… Y, como de costumbre, no pudo hacer nada para impedir las discusiones habituales de la familia, en su último día en la tierra.
El señor Paco se portó decentemente en su entierro, con una cara afligida. Pero al volver del cementerio ya la había olvidado. ¡Era tan poca cosa allí aquella mujer menuda y silenciosa!
Habían pasado ya más de tres semanas que estaba bajo tierra. Y ahora, sin venir a cuento, el señor Paco la sentía. Llevaba varios días sintiéndola al entrar en la casa, y no podía decir por qué. La recordaba como cuando era joven, y él había estado orgulloso de ella, que era limpia y ordenada como ninguna; con aquel cabello negro anudado en un moño, siempre brillante, y aquellos dientes blanquísimos. Y aquel olor de limpieza, de buenos guisos que tenía su cocina, que ella misma encalaba cada sábado, y aquella tranquilidad, aquel silencio que ella parecía poner en dondequiera que entraba...
Aquel día cayó el señor Paco en la cuenta de que era por eso… Aquel silencio… Hacía tres semanas que las hijas no discutían.
Ellas también, quizá, sentían a la muerta.
-Pero no… -el señor Paco se sonó ruidosamente- no… eso son cosas de viejo, de lo viejo que está uno ya.
Sin embargo, era indudable que las hijas no discutían. Era indudable que en vez de dejar las cosas por hacer, pretextando cada una que aquel trabajo urgente le pertenecía a la otra, en vez de eso, se repartían las labores, y la casa marchaba mejor. El señor Paco quizá por esto, o quizá porque se iba haciendo viejo, como él pensaba, estaba más en casa, y hasta se había aficionado algo a uno de los nietos.
Dio unos pasos por el corredor, sintió el calor de la mancha de sol en la nariz y en la nuca, al atraversarla, y empujó la puerta de la cocina, quedando unos momentos deslumbrado en el umbral.
La cocina estaba blanca y reluciente como en los primeros tiempos de su matrimonio. En la mesa estaban puestos los platos. El yerno estaba comiendo y, cosa nunca vista, lo atendía la hija soltera, mientras la hermana se ocupaba de los dos mocosos pequeños… Aquello era tan raro que le hizo carraspear.
-Esto parece otra cosa. ¿Eh señor Paco?
El yerno estaba satisfecho de aquella paredes blancas oliendo a cal.
El señor Paco miró a sus hijas. Le parecía que hacía años que no las miraba. Sin saber por qué, dijo que se le estaban pareciendo ahora a la madre.
-Ya quisieran. La señora María era una santa.
Esta idea entró en la cabeza del señor Paco, mientras iba consumiendo su sopa, lenta y silenciosamente. La idea apuntada por el yerno de que la muerta había sido una santa.
-La verdad, padre -dijo de pronto una de las hijas-, que a veces no sabe uno cómo viven algunas personas. La pobre madre no hizo más que sufrir y aguantar todo… Yo quisiera saber de qué le sirvió vivir así para morirse sin tener ningún gusto…
Después de esto, nada. El señor Paco no tenía ganas de contestar, ni nadie… Pero parecía que en la cocina clara hubiese como una respuesta, como una sonrisa, algo…
Otra vez suspiró el señor Paco, honda, sentidamente, después de limpiarse los labios con la servilleta.
Mientras se ponía el abrigo para irse a la calle de nuevo, las hijas cuchichearon sobre él en la cocina.
-¿Te has fijado en el padre?… Se está volviendo viejo. ¿Te fijaste cómo se quedó, así, helado, después de comer? Ni se dio cuenta cuando Pepe salió…
El señor Paco las estaba oyendo. Sí, él tampoco sabía bien lo que le pasaba. Pero no podía librarse de la evidencia. Estaba sintiendo de nuevo a la muerta, junto a él. No tenía esto nada de terrible. Era algo cálido, infinitamente consolador. Algo inexpresable. Ahora mismo, mientras se enrollaba al cuello la bufanda, era como si las manos de ella se la atasen amorosamente… Como en otros tiempos… Quizá por eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña, insignificante y magnífica. Santa… para poder volver a todo, y a todos consolarles después de muerta.

 

sábado, 7 de marzo de 2020

¡Ahora que se escriben en piedra! Ginés S. Cutillas.

¡Qué raro que me llame Federico!
Lorca
..
Hasta los once años me llamé Federico, a pesar de que a mis padres no les convencía mucho el nombre. No está formado, decían. Cuando se le escriba en la cara, le pondremos uno más afín. Y así fue: a los doce, con el cambio de voz, decidieron que Federico ya no correspondía con mi talante, que el mejor nombre que me podía ir para la adolescencia recién estrenada era el de Francisco, Paco para los amigos. Este nombre me duró justo hasta la noche de bodas, cuando en pleno éxtasis, mi mujer me llamó Carlos. “Me casé con Paco y me desvirgó Carlos”, era la típica broma que solía hacer a los amigos.
Desde entonces, he cambiado de nombre en cuatro ocasiones más. A veces incluso solapando épocas: en la oficina y en el gimnasio me sentía Luis pero el cuerpo me pedía ser Raúl para echarme los faroles en la partida de póquer de los jueves.
Mis amigos, los de toda la vida, se confundían. Para no marearlos demasiado y evitar malentendidos, consentí en colgarme al cuello una medalla bien visible con el nombre vigente grabado. Aun así les costaba, decían que no era normal, que ellos habían nacido con uno y que el mismo les habría de durar toda la vida. Yo les decía que habían tenido suerte, que sus rostros se habían amoldado a sus nombres, que los habían aceptado. Para tranquilizarlos, les decía que algún día todos nos llamaríamos igual.


 

viernes, 6 de marzo de 2020

Los dos magos. Harold Kremer.

El empresario anunció el gran espectáculo: los dos magos realizarían sus actos al mismo tiempo.
Y lo hizo así: a un lado de la pista del circo se anunciaba con letras de neón al gran Salomón con sus secretos milenarios, y al otro lado, a la izquierda, separado por 30 metros, se encontraba el magnífico Ulises, heredero de Merlín.
Para no dar ventaja a ninguno de los dos el presentador tocaba la campana y los magos empezaban la función. El gran Salomón, levantaba a su ayudante por el aire y la hacía volar por encima del público para retornarla luego a su lado. El magnífico Ulises con sólo golpear su varita mágica sobre el sombrero, sacaba un elefante y también lo hacía volar por encima del público.
Los dos eran tan buenos que el público no sabía a quién mirar, a quién aplaudir ni a quién vitorear y bien pronto empezaron a dividir sus afectos, a boicotear, los del lado izquierdo, al gran Salomón, y los del lado derecho, a el magnífico Ulises.
Pronto la declaración de guerra tocó a los dos magos: una noche el elefante volador del magnífico Ulises golpeó accidentalmente a la ayudante del gran Salomón, dejándola con cuatro costillas rotas e innumerables heridas. Para vengarse el gran Salomón, en el siguiente acto, convirtió al elefante en un murciélago sin rumbo que se fue a estrellar contra uno de los postes de los malabaristas.
Al día siguiente cuando el público del lado izquierdo aplaudía y gritaba el nombre del magnífico Ulises por la aparición que hizo de un tren rodando sobre la pista, el gran Salomón con uno de sus pases mágicos los convirtió en gallinas que cacareaban y volaban por las graderías. Entonces el magnífico Ulises convirtió al público del lado derecho en gordos gusanos que fueron devorados rápidamente por las gallinas. Pero cinco gusanos olvidados fueron convertidos por el gran Salomón en cinco pumas hambrientos que devoraron a las gallinas, y una gallina que logró huir de las graderías fue convertida en un cazador que mató a los pumas, y el cazador fue fulminado por un rayo que le lanzó el gran Salomón.
Cuando el empresario salió a controlar la situación encontró la carpa vacía. Del lado del gran Salomón sólo quedaba una varita mágica y del lado del magnífico Ulises un sombrero de copa que giraba sobre sí mismo en la pista de arena.