domingo, 15 de marzo de 2020

El sentido de la vida. Neus Aguado.

Siempre afirmo y no soy la única, decía la Sra. Estocolmo, que la vida tiene el sentido que uno le quiera dar, o sea, no tiene ninguno. Después de esta declaración la gente se removía en sus asientos y se escuchaba alguna que otra tosecilla nerviosa. Claro, claro, decía alguien en lontananza. El malestar que provocaba duraba bastante más que la frase y a menudo había alguien que atajaba y casi no dejaba concluir la perfecta dicción de la Sra. Estocolmo con un: Bueno, bueno, o cualquier coletilla conciliadora. En una de esas sesiones de terapia de grupo se alzó la Sra. Dinamarca y dijo: La vida no tiene ningún sentido ni siquiera el que uno le pueda otorgar, porque incluso cuando se le otorga un sentido éste no deja de ser falso, no deja de ser un sucedáneo del posible sentido verdadero que desconocemos absolutamente. La gente ya empezó a bramar: eso es un sofisma, y cosas por el estilo.
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La Sra. Estocolmo retomó el mando y dijo: estamos aquí para darnos fuerzas no para quitárnoslas, recuerden el sentido último, ese sí, de nuestra terapia. Se hizo un silencio sepulcral en la sala, aunque casi todos habían pedido ser incinerados al acabar la terapia.
Yo viví atormentada la pubertad, dijo la Sra. Noruega, porque mi hermano pequeño era un psicópata de tomo y lomo y siempre pensaba que nos iba a asesinar a mi madre y a mi durante la noche y porque muchas mañanas mi madre me confesaba que había estado a punto de dejar el gas encendido para que todos muriéramos sin darnos cuenta. Y yo le contestaba: Oh no, yo quiero vivir, quiero vivir, tal era mi ingenuidad de entonces pobre pajarillo aún en el nido de la locura cotidiana de un hogar aparentemente normal.
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El Sr. Finlandia se levantó indignado y dijo: si vamos a entrar en cuestiones personales…
Entremos, entremos, agregó la Sra. Estocolmo, ¿por qué no? Hable, por favor, Sr. Finlandia. Pues yo el día nacional patrio estuve a punto de tirarme por el balcón después de haber ingerido barbitúricos y otras drogas legales. La Sra. Estocolmo dijo con suavidad: estamos aquí para darnos ánimos, Sr. Finlandia. Alguien más quiere explicar su experiencia fallida. No, se oyó la vocecilla de una anciana, sólo quiero saber a qué hora va a ser porque ya me he olvidado. Otra vez el silencio era de hielo y se necesitaba un abremares para cortarlo. Esta vez la Sra. Estocolmo se limitó a sonreír con la más convincente de sus sonrisas y dijo: Vamos a cenar, querida Sra. Suecia, y después todo se cumplirá según han dejado escrito en sus cláusulas. Y tomaron una exquisita y última cena y cuentan que a nadie le tembló el pulso, quizá porque el vino era muy bueno y el champagne excelente.

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