El señor Paco no era un sentimental. Era un buen hombre al que le
gustaba beber, en compañía de amigos, algunos traguitos de vino al
salir del trabajo y que sólo se emborrachaba en las fiestas grandes,
cuando había motivo para ello. Era alegre, con una cara fea y
simpática. Debajo de la boina le asomaban unos cabellos blancos, y
sobre la bufanda una nariz redonda y colorada.
Al entrar en la casa
esta nariz quedó un momento en suspenso, en actitud de olfatear,
mientras el señor Paco, que se acababa de quitar la bufanda, abría
la boca, con cierto asombro. Luego reaccionó. Se quitó el abrigo
viejo, en una de las mangas le habían cosido sus hijas una tira
negra de luto, y lo colgó en el perchero que adornaba el pasillo
desde hacía treinta años. El señor Paco se frotó las manos, y
luego hizo algo totalmente fuera de sus costumbres. Suspiró
profundamente.
Había sentido a su
muerta. La había sentido allí, en el callado corredor de la casa,
en el rayo de sol que por el ventanuco se colaba hasta los ladrillos
rojos que pavimentaban el pasillo. Había notado la presencia de su
mujer, como si ella viviese. Como si estuviese esperándolo en la
cálida cocina, recién encalada, tal como sucedía en los primeros
años de su matrimonio… Después las cosas habían cambiado. El
señor Paco había sido muy desgraciado y nadie podría reprocharle
unos traguitos de vino y algunas aventurillas que costaron, es
verdad, sus buenos cuartos… Nadie podría reprochárselo con una
mujer enferma siempre y dos hijas alborotadas y mal habladas como
demonios. Nadie se lo había reprochado jamás. Ni la pobre María,
su difunta, ni su propia conciencia. Cuando las lenguas de sus hijas
se desataron en alguna ocasión más de lo debido, la misma María
había intervenido desde su cama o desde su sillón para callarlas,
suavemente, pero con firmeza. En la soledad de la alcoba, cuando
algunas noches había estado él, malhumorado, inquieto,
revolviéndose en la cama, María misma lo había compadecido.
-¡Pobre Paco!
Bien podría
compadecerle. Ella bien feliz había sido siempre… No le faltó
nunca su comida, ni le faltaron sus medicinas, porque Paco trabajó
siempre bien, como un burro de carga. Alguna vez, la verdad, había
él especulado con la muerte de su mujer. Y esto lo sentía hora.
Pero… ¡había estado desahuciada tantas veces!… Se avergonzaba
de pensarlo, pero no pudo menos de hacer proyectos, en una ocasión,
con una viuda de buenas carnes, que vivía en la vecindad, y que le
dejaba sin respiración cuando le soltaba una risa para contestar a
sus piropos… Esto fue en época en que María estaba paralítica…
“Cosa progresiva -decían los médicos-, llegará el día en que la
parálisis ataque al corazón y entonces… hay que estar
preparados”.
El señor Paco
estuvo preparado. Ya lo había estado cuando la hidropesía, cuando
el tumor en el pecho, cuando… La vida de María en los últimos
veinte años había sido un ir de una enfermedad mala a otra peor…
Y ella tan contenta. ¡Con tal de tener sus medicinas! Y hasta sin
eso; porque a la hija casada había llegado a darle el dinero de sus
medicinas, muchas veces para comprarles cosas a los niños… Pero lo
que era seguro es que, sufrir, lo que decían los médicos que estaba
sufriendo… no, María no notaba aquellos padecimientos. Nunca se
quejó. Y cuando uno sufre se queja. Esto lo sabe todo el mundo…
Entre una enfermedad y otra, ayudaba torpemente a las hijas a poner
orden en aquella casa descuidada, donde, continuamente, resonaban
gritos y discusiones entre las dos hermanas, que no se podían ver…
Esto sí mortificaba a la pobre, aquellas discusiones que eran el
escándalo de la vecindad y nunca, ni en su agonía, pudo gozar de
paz.
El señor Paco,
durante los tres años de la parálisis de su mujer, había tenido
aquellos secretos proyectos respecto a la vecina viuda. Pensaba echar
a las hijas como fuera y quedarse con el piso… No faltaba más… Y
luego, a vivir… Alguna compensación tenía que ofrecerle el
destino.
Todos los días
acechaba la cara pálida y risueña de María, que hundida en su
sillón, en un rincón de la cocina, tenía sobre las rodillas
paralíticas al nieto más pequeño, o cosía, con sus manos aún
hábiles, sin dar importancia a aquello que al señor Paco le ponía
de tan mal humor: que la cocina estuviese sucia, con las paredes
negras de no limpiarse en años, y el aire lleno de humo y de olor a
aceite malo.
María levantaba
hacia él sus ojos suaves, aquella boca pálida donde siempre flotaba
la misteriosa e irritante sonrisa, y el señor Paco desviaba los
ojos; él notaba que ella le compadecía, como si le adivinara los
pensamientos, y desviaba los ojos. Podía compadecerle todo lo que
quisiera; pero el caso es que no se moría nunca; aunque por la vida
que llevaba, como decía él a sus amigos, cuando el vino le soltaba
la lengua, para la vida que llevaba la pobre mujer, mejor estaría ya
descansando…
Un día el señor
Paco sintió derrumbarse todos sus proyectos. Al volver del trabajo,
cuando abrió la puerta de la cocina, encontró a la mujer de pie,
como si tal cosa, fregando cacharros. La sonrisa con que le recibió
fue un poco tímida.
-¿Sabes?… Esta
mañana vi que me podía lavar sola, que podía andar… Me alegré
por las chicas… ¡Tienen tanto trabajo las pobres!…
Parece que también
ha salido de esta.
El señor Paco no
dijo nada. No pudo manifestar ninguna clase de alegría ni de
asombro. Por otra parte, tampoco hacía falta. Las hijas, el yerno y
hasta los nietos, tomaban la curación de la paralítica como la cosa
más natural. Discutían lo mismo, cuando la madre estaba en pie y
les ayudaba en la media de su fuerzas que cuando estaba sentada en un
sillón de hule.
Al señor Paco con
la imposibilidad de realizar el nuevo matrimonio que soñaba se le
pasó el enamoramiento por la viuda frescachona y, en verdad, cuando,
al fin, María cayó enferma de muerte, él no tenía ningún deseo
del desenlace. Lo que le sucedió fue que hasta el último minuto
estuvo sin creerlo. Lo mismo les sucedía a las hijas, que estaban
acostumbradas a tener años y años a una madre agonizante. La noche
antes de morir, sin poder ya incorporarse en la cama, María
hilvanaba torpemente el trajecillo de un nieto… Y, como de
costumbre, no pudo hacer nada para impedir las discusiones habituales
de la familia, en su último día en la tierra.
El señor Paco se
portó decentemente en su entierro, con una cara afligida. Pero al
volver del cementerio ya la había olvidado. ¡Era tan poca cosa allí
aquella mujer menuda y silenciosa!
Habían pasado ya
más de tres semanas que estaba bajo tierra. Y ahora, sin venir a
cuento, el señor Paco la sentía. Llevaba varios días sintiéndola
al entrar en la casa, y no podía decir por qué. La recordaba como
cuando era joven, y él había estado orgulloso de ella, que era
limpia y ordenada como ninguna; con aquel cabello negro anudado en un
moño, siempre brillante, y aquellos dientes blanquísimos. Y aquel
olor de limpieza, de buenos guisos que tenía su cocina, que ella
misma encalaba cada sábado, y aquella tranquilidad, aquel silencio
que ella parecía poner en dondequiera que entraba...
Aquel día cayó el
señor Paco en la cuenta de que era por eso… Aquel silencio…
Hacía tres semanas que las hijas no discutían.
Ellas también,
quizá, sentían a la muerta.
-Pero no… -el
señor Paco se sonó ruidosamente- no… eso son cosas de viejo, de
lo viejo que está uno ya.
Sin embargo, era
indudable que las hijas no discutían. Era indudable que en vez de
dejar las cosas por hacer, pretextando cada una que aquel trabajo
urgente le pertenecía a la otra, en vez de eso, se repartían las
labores, y la casa marchaba mejor. El señor Paco quizá por esto, o
quizá porque se iba haciendo viejo, como él pensaba, estaba más en
casa, y hasta se había aficionado algo a uno de los nietos.
Dio unos pasos por
el corredor, sintió el calor de la mancha de sol en la nariz y en la
nuca, al atraversarla, y empujó la puerta de la cocina, quedando
unos momentos deslumbrado en el umbral.
La cocina estaba
blanca y reluciente como en los primeros tiempos de su matrimonio. En
la mesa estaban puestos los platos. El yerno estaba comiendo y, cosa
nunca vista, lo atendía la hija soltera, mientras la hermana se
ocupaba de los dos mocosos pequeños… Aquello era tan raro que le
hizo carraspear.
-Esto parece otra
cosa. ¿Eh señor Paco?
El yerno estaba
satisfecho de aquella paredes blancas oliendo a cal.
El señor Paco miró
a sus hijas. Le parecía que hacía años que no las miraba. Sin
saber por qué, dijo que se le estaban pareciendo ahora a la madre.
-Ya quisieran. La
señora María era una santa.
Esta idea entró en
la cabeza del señor Paco, mientras iba consumiendo su sopa, lenta y
silenciosamente. La idea apuntada por el yerno de que la muerta había
sido una santa.
-La verdad, padre
-dijo de pronto una de las hijas-, que a veces no sabe uno cómo
viven algunas personas. La pobre madre no hizo más que sufrir y
aguantar todo… Yo quisiera saber de qué le sirvió vivir así para
morirse sin tener ningún gusto…
Después de esto,
nada. El señor Paco no tenía ganas de contestar, ni nadie… Pero
parecía que en la cocina clara hubiese como una respuesta, como una
sonrisa, algo…
Otra vez suspiró el
señor Paco, honda, sentidamente, después de limpiarse los labios
con la servilleta.
Mientras se ponía
el abrigo para irse a la calle de nuevo, las hijas cuchichearon sobre
él en la cocina.
-¿Te has fijado en
el padre?… Se está volviendo viejo. ¿Te fijaste cómo se quedó,
así, helado, después de comer? Ni se dio cuenta cuando Pepe salió…
El señor Paco las
estaba oyendo. Sí, él tampoco sabía bien lo que le pasaba. Pero no
podía librarse de la evidencia. Estaba sintiendo de nuevo a la
muerta, junto a él. No tenía esto nada de terrible. Era algo
cálido, infinitamente consolador. Algo inexpresable. Ahora mismo,
mientras se enrollaba al cuello la bufanda, era como si las manos de
ella se la atasen amorosamente… Como en otros tiempos… Quizá por
eso había vivido y muerto ella, así, doliente y risueña,
insignificante y magnífica. Santa… para poder volver a todo, y a
todos consolarles después de muerta.
En mi opinion lo que el texto nos quiere transmitir es que aunque pierdas físicamente a un ser querido él nunca se irá si lo sigues recordándo ya que los recuerdos buenos junto nunca junto a esa persona no van a desaparecer. PMF2°A
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