lunes, 23 de marzo de 2020

Vanka. Antón Chéjov.

Vanka Yúkov, un chico de nueve años enviado tres meses antes como aprendiz del zapatero Aliajin, no se acostó la noche de Navidad. Esperó a que los amos y los oficiales se fueran a la misa del gallo, entonces sacó del armario del patrón un frasco de tinta y una pluma con la plumilla enmohecida, puso delante una hoja arrugada y comenzó a escribir.
Antes de dibujar la primera letra, miró atemorizado a la puerta y a las ventanas en varias ocasiones, observó el oscuro icono flanqueado por estantes con hormas, y suspiró. El papel estaba en un banco y se arrodillo frente a él.
“Querido abuelo Konstantín Makárich -escribió-: Te escribo una carta. Te deseo Feliz Navidad y que Dios Nuestro Señor te dé todo lo mejor. No tengo padre ni madre, sólo me quedas tú».
Vanka dirigió sus ojos hacia la ventana oscura en la que se reflejaba la sombra oscilante de su vela y se imaginó vivamente a su abuelo Konstantín Makárich, empleado como guarda de noche en casa de los señores Yiraviov. Era un viejo de unos sesenta y cinco años, pequeño y enjuto, pero extraordinariamente ágil y vivaz, con cara siempre sonriente y ojos de borracho. De día dormía en la cocina del servicio o bromeaba con las cocineras, y de noche, envuelto en una pelliza ancha, recorría la hacienda y daba golpes con su chuzo. Tras él, con la cabeza gacha, iban la vieja perra Kashtanka y el joven perro Viún, al que llamaron así por su color negro y su cuerpo alargado, como el de una comadreja. Ese Viún era muy cariñoso e infundía mucho respeto, miraba con igual ternura a propios y extraños, pero no inspiraba confianza. Bajo su aspecto respetable y pacífico se escondía la malicia más jesuítica. Nadie sabía mejor que él acechar y morder la pierna, entrar en la alacena o robar una gallina a un mujik. Le habían lastimado las patas traseras varias veces, casi le ahorcan en dos ocasiones, cada semana le apaleaban hasta dejarlo medio muerto, pero siempre sobrevivía.
Seguro que el abuelo está ahora junto al portón, y con los ojos entornados mira las luces brillantes y rojas de la iglesia de la aldea y sacude el suelo con sus botas de fieltro. Lleva el chuzo atado al cinturón. Mueve las manos, se encoge de frío y con su risa de viejo, pellizca ya a la doncella ya a la cocinera.
-¿Queréis oler tabaco? -dice, ofreciendo su tabaquera a las mujeres.
Las mujeres aspiran y estornudan. El abuelo se entusiasma, ríe a carcajadas y grita:
-¡Quítatelo, que se te ha pegado!
Dan a oler el tabaco a los perros. Kashtanka estornuda, mueve el hocico y, humillada, se aparta a un lado. Viún, por respeto, no estornuda y mueve el rabo. El tiempo es magnífico. El aire es suave, transparente y fresco. Hace una noche oscura, pero se ve toda la aldea con sus tejados blancos y las columnas de humo que salen de las chimeneas, los árboles plateados por la escarcha y los montones de nieve. Todo el cielo está sembrado de estrellas que centellean alegremente y la Vía Láctea se dibuja con tanta claridad como si para las fiestas la hubieran lavado y frotado con nieve…
Vanka suspiró, mojó la pluma y siguió escribiendo:
“Ayer me dieron una paliza. El amo me cogió de los pelos y me arrastró hasta el patio y me zurró con la correa porque meciendo la cuna de su bebé me quedé dormido en un descuido. La semana pasada la dueña me ordenó limpiar un arenque, yo empecé por la cola y ella lo cogió y se puso a darme en el morro con la cabeza del arenque. Los oficiales se ríen de mí, me mandan a la taberna a por vodka y me obligan a robar pepinos a los amos. El amo me pega con lo primero que encuentra. Y de comida, no hay nada. Por la mañana me dan pan, al almuerzo, gachas y para la cena, también pan. El té y la sopa lo toman los amos. Me mandan a dormir en el zaguán, pero cuando el bebé llora, yo no duermo y mezo la cuna. Querido abuelo, ten misericordia, llévame a casa, a la aldea, ya no puedo más… Me pongo a tus pies y rogaré por ti eternamente, sácame de aquí o me moriré…”
Vanka torció la boca, se secó los ojos con su puño negro y sollozó.
“Te picaré el tabaco –continuó-, rezaré a Dios, y si pasa algo, azótame con todas tus fuerzas. Y si piensas que no puedo ocuparme de nada, por Cristo que le pediré al mayoral que me tome como limpiabotas, o iré de zagal en lugar de Fedka. Querido abuelo, aquí nada es posible, sólo la muerte. Quisiera ir andando a la aldea, pero no tengo botas y me dan miedo las heladas. Cuando sea mayor te daré de comer y no dejaré que nadie te haga daño y cuando mueras, rezaré por el descanso de tu alma, igual que por la de mi madre Pelagueya.
“Moscú es una ciudad grande. Las casas son todas de señores y hay muchos caballos, pero no hay ovejas y los perros no son malos. Los niños no cantan villancicos y no dejan cantar a nadie en el coro. Una vez vi en el escaparate de una tienda que vendían anzuelos con sedal para todos los peces, muy caros, hasta hay un anzuelo que valdría para un pez de más de un pud. Y he visto tiendas donde hay escopetas como las que llevan los señores, que cuestan más de cien rublos cada una… Y en las carnicerías hay urogallos, ortegas y liebres, pero los tenderos no te dicen dónde las cazan.
“Querido abuelo: cuando los señores pongan el árbol de Navidad con dulces y golosinas, cógeme una nuez dorada y guárdala en el baúl verde. Pídesela a la señorita Olga Ignátievna, dile que es para Vanka”.
Vanka suspiró profundamente y de nuevo fijó su mirada en la ventana. Recordó que el abuelo iba siempre al bosque para cortar el árbol de Navidad y se llevaba al nieto. ¡Qué tiempos tan felices! El abuelo carraspeaba, el hielo crujía y Vanka les miraba y carraspeaba. Antes de cortar el abeto, el abuelo solía encender su pipa, y olía el tabaco un buen rato y se reía de Vanka, que tiritaba.
Los jóvenes abetos, cubiertos de escarcha, se elevan inmóviles y esperan a cuál de ellos le tocará morir. De repente, una liebre cruza como una flecha los montones de nieve… Y el abuelo no puede dejar de gritar:
-¡Cógela, cógela… cógela! ¡Maldita liebre!
El abuelo llevaba el abeto cortado a la casa de los señores y allí se ponían a adornarlo… Quien más empeño ponía era la señorita Olga Ignátievna, la preferida de Vanka. Cuando aún vivía Pelagueya, la madre de Vanka, y trabajaba como sirvienta en casa de los señores, Olga Ignátievna le daba caramelos a Vanka y, como no tenía nada que hacer, le enseñó a leer, a escribir, a contar hasta cien incluso a bailar la cuadrilla. Cuando Pelagueya murió, llevaron al huérfano Vanka a la cocina del servicio, con el abuelo, y de la cocina a Moscú a casa del zapatero Aliajin…
“Querido abuelo: ven -prosiguió Vanka-, te lo suplico por el amor de Dios, llévame de aquí. Ten piedad de este pobre huérfano. Todos me pegan, paso mucha hambre, ni te cuento cuánto me aburro, no paro de llorar. Hace unos días el amo me dio un golpe en la cabeza con una horma, tan fuerte que me caí y me costó mucho levantarme. Mi vida es un asco, es peor que la de un perro… También saludo a Aliona, al tuerto Yegorka y al cochero, y no des a nadie mi acordeón. Se despide de ti tu nieto Iván Yúkov. Querido abuelo, ven”.
Vanka dobló en cuatro partes la hoja escrita y la metió en un sobre que había comprado la víspera por un kopek… Tras pensar un poco, mojó la pluma y escribió la dirección:
“A la aldea de mi abuelo”.
Luego se rascó la cabeza, pensó otro poco y añadió: “Para Konstantín Makárich”. Contento de que no le hubieran molestado mientras escribía, se puso el gorro y, sin echarse por encima la pelliza, salió a la calle en mangas de camisa.
Los dependientes de la carnicería, a los que había preguntado el día anterior, le dijeron que las cartas se echan en los buzones de correos, y que desde esos buzones las reparten por todo el mundo en troikas de correos con cocheros borrachos y cascabeles que suenan. Vanka corrió hasta el primer buzón de correos y metió la valiosa carta por la ranura…
Mecido por dulces esperanzas, se durmió profundamente al cabo de una hora… Soñó con una estufa. Sobre la estufa estaba sentado el abuelo, descalzo, con las piernas colgando, y leía la carta a las cocineras… Junto a la estufa andaba Viún y movía el rabo…

 

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