sábado, 28 de marzo de 2020

Helicón. Cristina Fernández Cubas.

Si la memoria no me engaña y puedo considerarme aún un hombre cuerdo, con la normal capacidad para interpretar los signos del calendario y del reloj, precisaré que fue hace diez días y nueve horas exactamente cuando cometí el error.
El error, la torpeza, el desatino, pueden parecer nimios y excusables. Pero no lo son, y de poco me ha servido, en este fin de semana de absoluto retiro, achacar la culpa a otros, a los amigos, al azar, al temible helicón (del que hablaré luego) o a cierta irritante familiaridad que se crea en los bares. Porque el hecho es que conocí a Ángela, Ángela me gustó, y en lugar de invitarla a un lugar cualquiera, un café confortable y anodino, no se me ocurrió nada mejor que llevarla al menos anónimo de los antros: el bar en el que no me hace falta quedar con antelación para encontrarme con mi gente. Sí, digo bien, mi gente. Esa gente que sabe -o por lo menos cree saber lo suficiente acerca de uno mismo como para, con la mayor naturalidad, hablar más de la cuenta en el momento menos oportuno. Pero, como he dicho antes, les excuso. La culpa es mía, sólo mía y de mi timidez, quise llevar a Ángela al altillo del Griffith, el bar de encima de un cine en el que me reúno con mi gente, para demostrarle tal vez un par de cosas. Primero, que Aureliana, le encargada del local, me conoce. (¡Qué tontería!, podría pensar más de uno. Pero no, sabiendo de mi timidez, no les parecería ninguna tontería.) Ángela, pensé, esta chica fabulosa con la que me acabo de encontrar, se sentirá como en su casa en el bar del Griffith. Aureliana me conoce, sabe lo que bebo, la cantidad exacta de hielo con el whisky, el medio dedo de agua que unas veces necesito y otras no. Y luego aparecerán los amigos, pensé. Pensé en los amigos en abstracto y pensé también: “Me encantará que Ángela conozca a mis amigos y mis amigos a Ángela, después de un tiempo prudencial, cuando hayamos hablado ya de todo lo hablable y se acerque el momento de proponer otra copa en otro lugar, momento en que suelen asaltarme infinidad de dudas e inseguridades”. De modo que llegamos a las once en punto, una hora discreta. Pedí un whisky con hielo y, mientras ella se preguntaba lo que iba a consumir, me propuse interrogarla sobre su vida, sobre su trabajo, sobre cualquier cosa.
-Un batido de plátano -dijo de pronto.
Me disgustó que Ángela no probara el alcohol. Eso ponía las cosas un poco difíciles. Yo diciendo tontería tras tontería, y ella, cada vez más sobria, más nutrida y vitaminada, observándome -observándonos, porque pronto llegarían los amigos- como un juez implacable y justiciero. Me había ocurrido en alguna ocasión y los resultados no podían haber sido más desalentadores. Pensé en aquellos momentos en hacerme con una guía nocturna de granjas y cafeterías, cuando Aureliana se aproximó con un vaso largo de color repulsivo y lo depositó sobre la mesa.
-Está muy cargado -dijo sonriendo.
Ángela no entendió el chiste, tal vez quien no lo entendiera fuese yo o, seguramente, había poco que entender. Pero Aureliana -¿por qué se me habría ocurrido acudir aquella noche al Griffith?- quiso mostrarse encantadora y añadió:
-Me refiero a que he utilizado un plátano doble. Espero que te guste.
A Ángela no le gustó. Aguardó a que Aureliana regresara canturreando a la barra y me miró con una extraña expresión entre divertida y nauseabunda.
-Un plátano gemelo -murmuró-. Ha querido decir plátanos gemelos…
Y enseguida, como accionada por un resorte, empezó a enumerar toda suerte de fenómenos, para ella repugnantes, con los que nos mortificaba la Madre Naturaleza. Primero está el plátano, aquellos plátanos siameses que Aureliana acababa de dejar sobre la mesa en forma de batido. Y ahora recordaba de pronto una ocasión, de pequeña, en el comedor del colegio… La monja le había servido de la cesta una fruta de esas características y ella se negó a probarla, a tocarla, a mirarla siquiera. En el mercado -porque a menudo, me contó era ella quien se encargaba de hacer la compara para la familia- no permitía jamás que le vendieran los productos en bolsas precintadas. Todo lo contrario. Ella misma seleccionaba las piezas una a una -aunque en algunos puestos estuviera prohibido tocar el género y más de una vez hubiera sido reprendida por la vendedora-, no fuera que la monstruosidad apareciera luego en su casa en forma de patata, de tomate, de berenjena… Pero había algo peor. Le había ocurrido hacía muy poco y todavía no podía evocarlo sin estremecerse. (Le ofrecí un sorbito de whisky y Ángela lo bebió como una autómata.) Sí, existían algunos productos contra los que no valían precauciones ni cautelas. Porque el otro día, ese día aciago, acababa de adquirir como siempre una docena de huevos. Y luego, ya en la cocina, cuando se disponía a hacerse una tortilla, no tuvo más remedio que comprobar con horror que aquella inofensiva e nocente cáscara contenía en su interior nada menos que dos yemas. Dos. Exactamente iguales. Repulsiva e insospechadamente iguales.
En aquel mismo instante, supongo, hubiera debido reaccionar, dejar el importe de nuestras consumiciones sobre la mesa y llevarme a Ángela lo más lejos posible de Aureliana y del Griffith. Pero no fui lo suficientemente rápido. Oí mi nombre, me volví y reconocí consternado, a través del cristal, los mitones rojos de Violeta Imbert lanzándome un saludo desde el vestíbulo del cine. Demasiado tarde. Ya Violeta Imbert y Toni Pujol subían a toda prisa el tramo de escaleras que les separaba del bar. Me había puesto pálido. Ángela, para mi desgracia, no se daba cuenta de nada. Miraba hacia el vacío y proseguía impertérrita:
-He dicho “exactamente iguales”. Pero no es del todo cierto. Mientras las dos yemas convivieron en el interior de la cáscara, es decir, toda su vida, estaba condenadas a contemplarse la una en la otra. Una, en cierta forma, era parte de la otra. Y su fin, el lógico fin para el que nacieron, para el que estaban destinadas, parecía todavía más angustioso: fundirse fatalmente en una tortilla, abandonar sus rasgos primigenios -iguales, idénticos, calcados-, entregarse a un abrazo mortal y reparador, y volver a lo que nunca fueron pero tenían que haber sido. Un Algo Único, Indivisible… O, tal vez, todo lo contrario -aquí Ángela bajó misteriosamente el tono-: reproducir, sobre la sartén, su dualidad congénita e inquietante.
No sé si me encogí de hombros, si asentí con la cabeza o si no hice nada en absoluto. Me sentía nervioso.
-Me refiero -continuó poniendo buen cuidado en mediar sus palabras- a que, en lugar de una tortilla, podría haber estado pensando en un huevo frito. Si, ¿por qué no? Un huevo frito. Y entonces las dos yemas hubieran perecido de la misma forma en la que siempre vivieron. Una al lado de la otra. Aprisionadas ahora por la clara. Dos hermanitas vestidas de organdí…
Mis amigos acababan de sentarse en aquel instante. Hice las presentaciones de rigor un poco alterado. Violeta, Toni, Ángela, Marcos… Marcos soy yo. Recurrí a esa estupidez con toda la intención del mundo. Había observado en algunos tímidos -y también en algunos imbéciles- cierta extraña obsesión por presentarse a sí mismos seguida de una media sonrisa de complicidad. En realidad era como decir: “Somos tan amigos...”. O esperar a que los otros añadiera: “Mucho gusto. ¡Quién lo iba a sospechar!”. Me daba igual que Violeta o Toni decidieran que me había vuelto idiota; que me hallaba azorado ante la belleza de mi nueva amiga y que intentaba disimular mi torpeza con semejante intervención. Lo único que pretendía era acabar con el amenazante monólogo de Ángela, desviarla cuanto antes del asunto. Y si ellos, los recién llegado, concluían lo que había imaginado antes, mejor que mejor. Violeta se las ingeniaría para dejarnos solos y las cosas no pasarían de ahí. Luego yo me llevaría a Ángela a cualquier discoteca.
-Me parece que interrumpimos -dijo Violeta.
-No, claro que no -intervino Ángela-. Hablábamos de tonterías.
Respiré aliviado. Ángela hurgaba ahora en el interior de su bolso. Supuse que buscaba una polvera, un pintalabios, una agenda… Sacó un recorte de prensa.
-Apareció en el periódico de ayer -dijo- y, no sé por qué, pero… en esta noticia hay algo que me impresiona.
Se caló unas gafas de montura metálica y arrugó la nariz. La encontré mucho más atractiva aún que horas antes, cuando todavía no se me había ocurrido la feliz idea de invitarla al Griffith. Hice un gesto a Aureliana para que me trajera otra copa.
-Veréis -dijo Ángela-, escuchadme. Venía en la sección de sucesos.
Y, acto seguido, me dirigió una mirada, que devolví con una sonrisa, y leyó.


DOS HERMANAS GEMELAS APARECEN MUERTAS EN EL DORMITORIO DE SU CASA. EL SUICIDIO SE PRODUJO HACE SIETE MESES.


Los cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig Llofriu presentaban el aspecto de dos momias. Dejé exhausto la copa sobre la mesa.


“...Los cadáveres de María Asunción y María de las Mercedes Puig Llofriu presentaban el aspecto de dos momias cuando, en la mañana de ayer, fueron descubiertas por la policía tras forzar las puertas del piso. Hacía siete meses que no se sabía nada de ellas. Impresos y facturas se amontonaban en el buzón y las ventanas exteriores de la vivienda aparecían cerradas desde entonces. Esos extremos, sin embargo, no habían puesto en guardia a los vecinos. Las gemelas, solteras y de unos cincuenta años de edad, no solían relacionarse con nadie, apenas ventilaban la casa y, en los últimos años, les había sido cortado el suministro de luz y de agua. Todo parece indicar que, incapaces de solventar su penosa situación económica, optaron, a mediados de agosto, por poner fin a sus vidas.”


Bien. Ángela se revelaba un tanto monotemática, era cierto, aunque ese pequeño detalle, en otras circunstancias, tal vez no hubiera dejado de tener su gracia. En otras circunstancias, desde luego. Ahora yo me sentía intranquilo y molesto, deseando con todas mis fuerzas que llegara alguien más, alguien completamente ebrio o alguien con mucho que contar. Un accidente, una película… Que Aureliana, ofendida, recogiera el batido despreciado y, entonces, antes de que se volviera sobre el motivo del rechazo, antes de que regresáramos a las verduras, a las frutas o a las yemas, yo aprovecharía para proponer un cambio, un lugar repleto de gente en el que no pudiésemos hacer otra cosa que beber. Pero Ángela seguía hablando. Acababa de doblar el recorte y se preguntaba en voz alta, con cierta soltura de especialista, por el medio empleado por las gemelas suicidas. ¿Veneno? ¿Corte de venas? ¿Inanición pretendida y constante? En todo caso, lo más probable es que murieran con escasos minutos de diferencia. El término de un ciclo fatal iniciado el mismo día de su nacimiento. La perfecta simetría: dos camas iguales, dos camisones vaporosos y amarillentos… Aunque tampoco resultaba aventurado sospechar que existiera una pequeña, casi imperceptible discrepancia. Porque la vida tenía que haber dejado forzosamente sus huellas en aquellas antiguas muñecas encantadoras, hoy cincuentonas momificadas. Ángela estaba dispuesta a jurar por su honor que no murieron en idéntica posición. Una de ellas -¿María Asunción acaso?-, rígida perfecta, como en el fondo debió de haber sido siempre. La otra -¿María de las Mercedes?-, un tanto más desmadejada y omisa, como nunca pudo dejar de ser… En aquel momento mi amiga se tomó un respiro. Pero tampoco esta vez fui lo suficientemente rápido. Toni soltó una risita de complicidad.
-Habéis estado hablando de Cosme, claro.
No. No habíamos estado hablando de Cosme, ni veía la razón por la que tenía que haberle hablado a Ángela de Cosme. Pero ahora ya no había remedio.
-Cosme es mi hermano -dije sonriendo-. Mi hermano gemelo.
No recuerdo con demasiada precisión lo que sucedió después. Sé que me dediqué a consumir whisky tras whisky mientras Ángela, presa de una sed insaciable, deglutía refresco tras refresco. Todo lo que había temido estaba empezando a ocurrir. Pero Ángela no me miraba con ojos censores e implacables ni parecí ya demasiado interesada en proseguir con su interminable discurso. Violeta Imbert acababa de tomar el mando de la situación. En realidad, ahora me daba cuenta, debía de haberse sentido un tanto inquieta hasta aquel momento. En guardia, al acecho. Como siempre que se trataba de demostrar a un extraño su posición en el grupo de amigos. Violeta nos conocía a todos desde hacía años. Incluso Cosme. Por eso ella, sólo ella, se permitía, sin temor a ofenderme, desvelar las rarezas de mi doble, relatar su secreta afición a las noches sin luna o compadecerse, en un fastidioso tono lastimero, de lo terrible que tenía que resultar para mí el hecho de que mi propio hermano hubiera perdido el juicio. No añadió: “ en cierta forma es como si una parte de Marcos estuviera enloqueciendo...”, pero adiviné enseguida que era eso precisamente lo que estaba pensando Ángela. Yo seguí sonriendo con cara de estúpido, intentando demostrar que me hallaba muy por encima del problema, de problema, hasta que llegaron otros amigos, cambiamos de tema y de bar, y al fin, olvidado de Cosme y de Ángela, y dominado por los vapores del alcohol, alcancé ese punto de brumas envidiable en el que uno ya no sabe si tiene un hermano o tiene cinco porque, para su felicidad, ni tan siquiera se acuerda demasiado de quién es él.
Al día siguiente desperté en mi cuarto con un tremendo dolor de cabeza y, al tiempo, una deliciosa sensación de placidez. Ángela, acostada a mi lado, me observaba con los ojos entreabiertos.
-¿En qué piensas?- preguntó.
No supe decirle en qué estaba pensando. Lo que hubiera podido ocurrir la noche anterior se me aparecía demasiado confuso, enmarañado y enigmático para atreverme a pronunciar palabra. Intenté atar cabos en silencio. Primero, el batido; después, sus precauciones en el mercado; luego…
-La historia de las dos pobres yemas -dije. Y me detuve en seco. Estaba empezando a recordar.
-Angela se incorporó levemente. Su aspecto era tan fresco y descansado como la noche anterior.
-Si es por eso -dijo-, no debes preocuparte. Terminaron bien.
Iba a abrazarme, pero se detuvo. Sus ojos volvieron a perderse en el vacío.
-Me olvidé de la tortilla, de la sartén… y las eché por el fregadero. Una tras otra. Una por el sumidero de la derecha; la otra por el de la izquierda. En ese punto culminante alcanzaron la felicidad. Venció la diferencia, ¿sabes?… Porque una, la primera, pereció burdamente aplastada contra la rejilla. La otra, en cambio, sinuosa, incitante, se deslizó con envidiable elegancia por la tubería.
Después me miró arrobada y acercó sus labios a los mío. Era obvio que, tras aquel desigual desfile de modelos en el fregadero, Ángela veía en mí la reencarnación de la rema B, la sinuosa maniquí del sumidero de la izquierda. Era obvio también que aquella maravillosa mujer que yacía en mi lecho estaba completamente chiflada.


Mi problema, el problema del que había llegado a olvidarme, resurgía de pronto, por obra y gracia de Toni, Violeta y el Griffith -por mi falta de previsión, vaya-, y a mí no me quedaba otra salida que afrontarlo de una vez por todas. Porque nunca he tenido un hermano, menos aún gemelo, ni nadie en la familia que se llame Cosme. La ciudad en la que vivo es grande, lo suficiente como para que los amigos de uno no hayan visto en su vida a los progenitores del otro, a sus tíos, a sus sobrinos, a sus hermanos. Pero también condenadamente pequeña para que a a alguien, a menudo una persona comedida y prudente (no tiene nada que ver), se le escape, en el momento más inesperado, la información inoportuna y nefasta. Sin embargo, no desearía cargar las tintas en detrimento de Toni Pujol. Era casi imposible que , aquella noche, en el Griffith, no terminara diciendo lo que dijo. Ángela se lo había puesto en bandeja, es cierto. Y también, por una vez, excuso a Violeta. Porque ella, de todos los amigos, era la única que se permitía alardear de conocer personalmente a mi familia. Y entonces, ¿cómo iba a permanecer callada cuando Toni acababa de mencionar a Cosme, yo ratificaba con sonrisas de estúpido su existencia, y Ángela nos miraba a todos, ansiosa y radiante (porque Ángela había dejado de hablar para mirarnos a todos, ansiosa y radiante) con la noticia de las gemelas suicidas doblada aún cuidadosamente junto al batido de plátano? Sí, la excuso. Pero sólo por aquella noche. Porque la temible Violeta estaba, al igual que yo, empantanada hasta el fondo en el origen de la historia: el momento fatídico en el que (de eso hará tres o cuatro años) cometí la solemne estupidez de prestarle mis llaves.
Me explicaré. Cuando un hombre entrega las llaves de su piso a una mujer -la réplica de las llaves de su piso, para ser exactos- lo hace con la intención manifiesta de probar ciertos extremos. Amistad, generosidad, confianza… Pero, también, íntimamente convencido de que esa mujer, como contrapartida a tanta amistad, generosidad y confianza, llamará antes a la puerta, avisará a través del interfono, o se tomará el trabajo, por puro formalismo, de utilizar la cabina de la esquina para anunciar su llegada. Nunca alguien como Violeta Imbert. Jamás una mujer como Violeta Imbert… Las dos únicas veces que le rogué que me aguardara en casa, es más, que todo estaba listo para que así sucediera -mi mejor poema sobre la máquina de escribir, la enternecedora carta de de una supuesta admiradora arrugada junto a la papelera, y otras pruebas menores de las cualidades de mi alma-, Violeta se empecinó en esperarme en la tasca de abajo. De poco me sirvió entonces invocar el mal tiempo reinante o la posibilidad de que me demorara. Sólo después, mucho después, cuando ocurrió lo inevitable, comprendería que la actitud de mi amiga no tenía nada de respetuosa o discreta. A violeta le arrebataba irrumpir en las casas a las horas más peregrinas. Como aquel lunes por la mañana, en el que yo la hacía en la facultad o durmiendo plácidamente en el piso de sus padres, y sin embargo estaba allí con los zapatos en una de las manos, el manojo de llaves tintineando en la otra, y una expresión de terror tal que me encontré ante mi asombro acogiendo su presencia con un aullido. Aquel día empezó la pesadilla.
¿Cómo pude incurrir en la insensatez de confiar en Violeta? ¿Cómo no pensé en introducir mi llave en la parte interior de la cerradura o echar por lo menos, la cadena de seguridad? Poco importa. Estas y otras tantas preguntas no me las formularía hasta mucho después del terrible día de autos. Porque lo cierto es que por aquellas fechas yo me sentí aun hombre relativamente feliz, sin interrogantes, sin dudas, y ciertos pasatiempos, a los que me entregaba muy de vez en cuando, no me parecían otra cosa que el encuentro obligado y saludable con uno mismo, la parcela de privacidad absolutamente necesaria para que uno disfrute, por unos momentos, de la insustituible compañía de sí mismo.
¿Tenía algo de raro, de inquietante, de espectacular que me gustara deambular desnudo por el piso? ¿Que dejara transcurrir los días sin darme un baño, observara complacido cómo la cerveza discurría por mi pecho o acumulara basuras y basuras durante semanas? Rotundamente no. Aquéllos no eran sino actos ineludibles y preparatorios, condiciones previas para que se produjera lo que yo deseaba. Porque cuando de algunas dependencias de la casa surgían, primero con timidez, como una breve insinuación, después con ánimo avasallador e implacable, ciertos efluvios putrefactos y pestilentes, cuando mi cuerpo empezaba a presentar el aspecto viscoso y el tacto imposible que me proponía, entonces sabía que había llegado el momento, que el ambiente no podía resultarme más favorecedor, y me disponía, sin mayores treguas ni aplazamientos, a regalarme con una sesión única, incompartible, deliciosamente privada. Mi helicón. El helicón al que antes hice referencia, despertado de su apacible letargo en el armario ropero, majestuoso, reluciente, recuerdo de tantas bandas y orquestas callejeras, admiración en todos los tiempos de los niños del mundo. Y ahora mío. El instrumento más gigantesco y fascinante de todos los desfiles obraba en mi poder, desde hacía ya unos años, adquirido a un chamarilero ignorante, aguardando a que me lo enrollara al cuerpo, lo apoyara en mi hombro y, tomando aliento, me decidiera a jugar con esos bajos amenazadores y sombríos a los que, tan sólo en ciertos estados, había logrado arrancarles lo que me proponía: las tonalidades más burdas, más tétricas, más impensables.
Era un extraño placer al que recurría muy rara vez, cuando notaba llegado el momento, que exigía una aplicada preparación y sobre el que, como he dicho, no me formulaba demasiadas preguntas. Pero ahora sé que era muy semejante a descender a los infiernos; que, sin proponérmelo, los gruñidos que brotaban del helicón, mi propio aspecto, las terribles miasmas que surgían del baño, de la cocina, de la ropa hedionda amontonada en cualquier rincón de la casa, operaban como invocaciones a elementales, a íncubos de la más baja estofa, a poderes de la peor categoría. Y ellos, los invocados, obedeciendo mis secretos mandatos, correteaban de aquí para allá, emborrachándome de delirio y de gozo, de vanidad y de soberbia. Todo esto lo supe de golpe. Supe lo que mi arte tenía de vil, rastrero, impresentable y bochornoso. Y comprendí también por qué después de aquellos trances me sentía renacido, puro, el Marcos amable y tímido que conocían los demás. El Marcos que acababa de regresar de las profundidades del abismo… Lo supe de golpe, he dicho. Cuando la palabra abyección fue la única que me escupieron aquellos ojos redondeados por el espanto, por la vergüenza, por el asco. Violeta me miraba consternada. Había entrado de puntillas en la habitación, tras abrir la puerta del piso con sumo cuidado, después de seguir por el pasillo la llamada de mi música infernal. Y al observarme, al sentirme observado, desnudo, despeinado y pringoso, al aspirar la atmósfera nauseabunda que señoreaba la casa, comprendí por primera vez que abyección era el término exacto, propio e insustituible. Entonces Violeta gritó, y yo, presa del terror frente a mí mismo, me uní como en un espejo a su alarido.
Afortunadamente el terror, la vergüenza ante la vergüenza, no duraron más que algunos segundos. Violeta se apoyó en la jamba de la puerta y me miró con incredulidad. Y yo supe aprovechar aquel instante. Porque no había dicho aún “Marcos...”. Y a juzgar por su expresión, ahora que nos encontrábamos cara a cara, en el más absoluto silencio, no iba a decidirse a pronunciar mi nombre sin acompañarlo de una leve entonación de duda, de interrogante, de burla. Aquello me alarmó todavía más. Antes de que Violeta empezara a comprender, antes de que circulara por el Griffith mi particular interpretación de Jekyll-Hyde, antes de desmayarme o caer de bruces implorando piedad, antes, en fin, de perderme para siempre, una voz gutural, gangosa y desconocida acudió en mi ayuda.
-Marcos no está en casa -grité.
Y luego, algo más tranquilo, añadí:
-Soy su hermano. Y tengo todo el derecho del mundo a saber cómo has llegado hasta aquí.
Este fue mi gran triunfo. El bochorno, la asfixiante vergüenza que me embargaba desde el instante en que me sentí descubierto, acababa de desplazarse hasta la intrusa. Seguía descalza, con los zapatos de tacón en la mano y las llaves tintineando en la otra. Ahora quien estaba en falso era ella, y su delito -su delito mayor- no consistía tanto en haber pasado por alto la existencia de un timbre, sino en sus pies desnudos, deslizantes, en los zapatos delatores que yo miraba fijamente -y ella no podía ocultar ya-, y que se erigían de pronto en la prueba irrefutable de su impudor y osadía. Violeta estaba roja como la grana. En otras circunstancias me hubiera deleitado con la visión. Pero no había tiempo que perder. Avancé unos pasos con resolución; ella retrocedió contrita y balbuceó un ingenuo: “Perdona. Marcos no me había dicho que tenía un hermano”. Y asustada ante lo que acaba de insinuar -lo que corroboraba yo con mis ojos desorbitados-, es decir que a nadie, a nadie normal por lo menos, le gustaría hablar de aquel hermano, dejó caer las llaves sobre una mesa, desapareció por la puerta y bajó los escalones de dos en dos.
Lo demás apenas si tiene importancia: que me duchara con la rapidez del rayo, vistiera ropa limpia y planchada, me perfumara incluso, tomara un taxi y le prometiera al chófer el doble del importe si se saltaba todos los semáforos; que llegara el Griffith segundos antes de que ella lo hiciera o que Violeta me contara consternada lo que acababa de presenciar y omitiera, eso sí, el pequeño detalle de los pies descalzos. Lo único importante es que aquel triste día entre Violeta y yo nos inventamos a Cosme.
Ahora comprendo, con el saber inútil y tardío que suele conceder la distancia, que lo mejor que podía haber hecho era dejar las cosas como estaban. Después de todo, ¿quién no tiene algo que ocultar por mínimo que sea? ¿Quién no ha sido sorprendido alguna vez hablando solo por la calle, contemplándose embelesado frente al espejo o entregándose a astutas discusiones con interlocutores inexistentes? Sí, pero sé también que ellos, sorprendidos, en una inverosímil pero comprensible alteración de valores, recurrirían de buen grado a toda serie de actos reprobables para borrar su falta. No estaba pensando en el asesinato (aunque, en verdad, la muerte accidental de Violeta, en aquellos momentos, me hubiera dejado indiferente), pero sí en paliar con un despliegue de locura mayor aquello que, en resumidas cuentas, no interesaba a nadie más que a mí mismo. Lo cierto es que un buen día me vestí de Cosme -es decir, me puse una gabardina polvorienta y arrugada, un calcetín a cuadros, otro a rayas, y un pastizal de alheña en la cabeza-, y resolví oler a Cosme -no importaba tanto que los otros lo captaran como que yo lo percibiera- y decidí deambular por la ciudad, en una noche sin luna, tal y como, de existir, hubiera hecho Cosme. Pero, aunque la opacidad de las gafas tras las que me ocultaba me hacía, a ratos, tambalearme como un invidente, no vagué a ciegas por cualquier barrio. Mi itinerario tenía una finalidad, un recorrido preciso y un objeto. Dejarme ver a una hora determinada y frente a un lugar concreto. Y enseguida comprobé que había logrado mi propósito. Porque, pese a la deficiente información que me proporcionaban los ojos, no tardé en percatarme del efecto de mi espectral apariencia tras los cristales del Griffith. Tal como había calculado, ahí estaban todos, agrupados ahora en la ventana de nuestra mesa favorita, inmóviles, atónitos, y, aunque nada podía oír, sí adiviné a Violeta, como la maestra de ceremonias que había sido siempre, reafirmar, con mi paso dubitativo y mi aspecto estrambótico, la última de sus increíbles aventuras siniestras: “¿No os lo dije? Es Cosme. Anda buscando a su hermano. Disimulemos. Cosme es un perturbado peligroso”.
Cosme, pues, entró en escena unas cuantas veces. Siempre en lugares puntuales, a horas convenidas. La aptitud fabuladora de Violeta, una cualidad que no había valorado lo suficiente, me ayudó a alcanzar mis objetivos. Pronto me enteré, no sin cierto deleite, de que mi monstruosa réplica no se había contentado con amenazar de palabra a la inocente intrusa. Un amago de estrangulamiento, desgarrones brutales en su delicado traje de seda, y una pasión y un deseo capaces de aterrorizar a la mujer más bregada componían ahora el cuadro de sufrimientos y penalidades por los que había pasado la dulce heroína. Porque si el hermano normal -es decir, Marcos- se sentía, como todos sabían, vigorosamente atraído por los encantos de Violeta, ¿qué no iba a manifestar aquella copia ruin y abyecta, aquel animal desbocado para quien no existía la convención, la moral o el freno a sus instintos? Resultaba gracioso. Violeta se estaba enfangando tanto como yo, y a mí no me quedaba más que dar por zanjado el asunto. Así que interné a Cosme en un sanatorio, condené al helicón al eterno ostracismo en la oscura soledad del armario ropero y me juré a mí mismo que aquellas extrañas sesiones que tanto me alborozaran no volverían a repetirse en la vida. Tampoco, aunque estaba plenamente convencido de lo intachable de mi futura conducta, permitiría en adelante que nadie, ni por asomo, se hiciera con las llaves del piso.
Pero ahora aparecía Ángela. Cuando ya a nadie, ni siquiera en los días de insoportable aburrimiento, se le ocurría interesarse por la salud o las desventuras de Cosme, aparecía Ángela. Y mi nueva amiga, asesorada por la complicidad de Violeta, lograba resucitar un problema que yo creía definitivamente enterrado. Tampoco esta vez, en honor a la verdad, podía culpar íntegramente a la sabuesa de pies descalzos. Ángela, junto a ciertas virtudes innegables, poseía un empecinamiento que todavía no me había atrevido a catalogar. Es cierto que en la tarde que siguió a la noche de nuestro encuentro se cuidó muy bien de mencionar a mi hermano, compadecerse de su suerte o recordar el destino de las ociosas yemas en desigual desfile por el fregadero. Pero su discurso, versara sobre lo que versara -y no me parece casualidad-, se hallaba indefectiblemente plagado de palabras como binomio, dicotomía, dualidad, reflejo, bisección… e incluso fotocopia. Sabía que, a la larga, su desmedida afición al tema podía convertirse en una pesadilla. Y de nuevo debía adelantarme. Pero en esta ocasión no incurriría en errores pasados ni veía motivo suficiente para cargar el resto de mis días con vergüenzas familiares que nunca tuvieron que existir. “En efecto”, podría decirle, “la historia del helicón es cierta. Pero jamás he tenido un hermano.” Y acto seguido, antes de que mis carcajadas la pusieran sobre la pista de la que precisamente la quería desviar, añadiría: “No sabía cómo escarmentar a Violeta, ¿entiendes?”. Sí, la adorable Ángela comprendería de inmediato. Una trampa, una estratagema inaudita para liberarme del acoso y de la asiduidad de una chica molesta. Y después reiríamos los dos. Reiríamos como ahora yo reía. Porque, visto con la debida distancia y al calor de las copas con las que en esos momentos me regalaba en una tabernucha del barrio antiguo, la magnífica interpretación de Cosme decía mucho de mi genialidad, de mi autosuficiencia. Y a Ángela, una auténtica teórica en la materia, no le quedaría otra salida que admirarme sin reservas.
Salí del tugurio tan feliz, sumido en estas o parecidas cavilaciones, que posiblemente, sin reparar en lo avanzado de la hora, debí de proferir un grito de júbilo, cantar, bailar o manifestar de algún modo ostentoso mi alegría. No sé lo que pude hacer. De repente un chorro de agua turbia y de olor nausaebundo cayó sobre mi cabeza y, cuando la alcé, sólo acerté a vislumbrar en cabello cano aguijoneado de bigudíes y una tosca pancarta: RESPETEN EL DESCANSO DE LOS VECINOS. En otra ocasión me hubiese puesto furioso. Pero aquella noche las callejas del barrio antiguo me parecieron de una lógica aplastante. El casco viejo -al que sólo acudía para beber y meditar en soledad- me garantizaban, con sus increíbles garrafones, una ebriedad segura. El casco viejo, por mano de los insomnes vecinos, me devolvía la lucidez. Miré con agradecimiento hacia el balcón del tercer piso donde se agazapaba la viejecita de los bigudíes regodeándose en su obra, deseé de todo corazón las buenas noches al vecindario y me sacudí los restos de acelgas, garbanzos y alubias que resbalaban ahora por mi gabardina. Después, con la intención de rematar mi felicidad a la salud de la incauta Violeta, me encaminé hacia un bar, pero mi imagen, reflejada en el cristal de la puerta, me aconsejó desistir del empeño. No traspasaría el umbral de aquel antro ni, muchísimo menos, cambiaría de barrio y me instalaría en el Grifith. Aquella noche concluiría como empezó, a solas conmigo mismo. Anduve eufórico hasta una avenida, pensé complacido en el baño reparador que me esperaba en casa y llamé a un taxi. El chófer se detuvo a medio metro, pero, al verme, arrancó de nuevo. Tampoco su actitud me alteró lo más mínimo. Aguardaría otro menos escrupuloso o emprendería la marcha a pie. No me importaba. Eché a andar canturreando por lo bajo.
-¡Cosme! -oí al rato. Sonreí. Casualidad, coincidencia, el famoso rey de Roma…
-¡Cosme! -oí de nuevo.
Dejé de cantar e, incrédulo, aminoré el paso.
-Cosme -susurró una voz a pocos centímetros de mi oreja.
No tuve más remedio que volverme, parpadear y retroceder unos pasos para convencerme de que lo que estaba viendo no era una alucinación. Ángela se hallaba junto a mí, sudorosa, despeinada, jadeante.
-Tenía muchas ganas de conocerte -dijo sonriendo.
Y enseguida, sin que yo pudiera hacer otra cosa que mirarla como a una aparición sin darme tiempo a desear fundirme en el asfalto, Ángela me rodeó con sus brazos y aprisionó mi boca con la suya. Ignoro cuánto duró aquel singular secuestro en el que no pude pensar, protestar o respirar siguiera. Pero sí recuerdo con precisión el momento liberador en que ella, con un brillo salvaje en las pupilas, apartó su rostro descompuesto y aflojó la presión de sus brazos en mi cuello.
-Nos veremos pronto -dijo como un susurro-. Te lo prometo.
Y luego, mientras, atónito, me llevaba las manos a los labios sangrantes, ella repitió: “Nos veremos” y, apretando a correr, se perdió en la oscuridad de la noche.


La irritante evidencia de que, una vez más, acababa de meterme en un buen lío no dejó de atormentarme durante las largas horas en las que vanamente intenté conciliar el sueño. Pero,en contra de lo previsible, no amanecí agotado o confundido, sino furioso. De todas las hipótesis barajadas en mi noche insomne sólo dos permanecían incólumes con las primeras luces del día. Era un señal, pensé. Sin lugar a dudas era un señal, me repetí. Porque en esta ocasión, por fin, la ira no iba ya contra mí mismo -contra la incapacidad de conocer los oscuros recovecos de las mujeres, contra el hecho, sin duda inquietante, de que un simple accidente fortuito (un caldo de hortalizas, por ejemplo) bastara para convertirme en Cosme a los ojos de los otros...-, sino contra Ángela. Y su incalificable actitud sólo podía interpretarse de acuerdo con dos supuestos. Supuesto uno: Ángela era el ser más morboso que había conocido en mi vida (y algunos rasgos de su carácter abonaban tal apreciación). Supuesto dos: Ángela era una psicóloga ejemplar, completamente obnubilada por su especialidad, por su inminente tesina (Los gemelos cigóticos, podría llamarse). Y también, para ser sincero, demasiados datos corroboraban esta sospecha. Tanto en la primera hipótesis -que me asustaba ligeramente, he de confesarlo- como en la segunda -que me reducía al humillante papel de conejillo de Indias-, Ángela, de mujer deseada, pasaba a convertirse en mujer odiada, y a su lado, en cambio, Violeta Imbert adquiría de pronto el aspecto de una pastorcilla atontolinada e ingenua. Tal vez, me decía ahora, el día en que irrumpió con los pies descalzos en mi intimidad tan sólo pretendía darme una inocente sorpresa.
Me estaba liando de nuevo, no es ningún secreto, pero había aprendido ya algo sobre ciertas mujeres para sucumbir a la estupidez, a la piedad o al remordimiento. En aquellos instantes detestaba a Ángela, pero, por primera vez en mucho tiempo, me sabía dueño absoluto e indesbancable de la situación. Esta vez dejaría las cosas tal como estaban, esperaría a que mi amiga mostrara primero sus cartas y luego obraría en consecuencia. Estaba empezando a divertirme, cierto, pero sabía también que esa sensación no solía conducirme a nada bueno. Me olvidé del pasado.
Mi agenda, en la que anotaba escrupulosamente cuanto se me ocurría, me confirmó lo que creía recordar. Era miércoles, día de mi cumpleaños, y en letras mayúsculas y de trazo firme venía escrito: “Comer en casa con Ángela”. No anulé le cita por teléfono, pero tampoco me molesté en adquirir los ingredientes del almuerzo que detallaba a continuación y con el que posiblemente pretendía deslumbrar a mi invitada. Mi arma iba a ser el silencio. Y la indiferencia. Me envolví relajado entre las sábanas y dormí como un niño hasta las dos en punto. En aquel momento sonó el despertador y yo recordé que debía mantenerme alerta. Enseguida, tal como esperaba, oí el interfono.
-Soy yo -dijo Ángela.
Di paso a mi víctima sin pronunciar palabra, dejé la puerta abierta y me acosté de nuevo.
-Qué mala cara tienes -añadió al entrar.
Y luego, mientras se desprendía de una cazadora de cuero y me miraba indolentemente:
-¿Qué te ha pasado en la boca?
Ninguna de sus intervenciones había aportado hasta ahora el dato preciso para mi inminente ataque. Ni tan siquiera la tercera. Porque tras aquella aparente preocupación por el estado de mis labios podía ocultarse cualquiera de las dos hipótesis antes mencionadas. En el supuesto uno: Ángela no era consciente de la fogosidad de sus arrebatos. En el supuesto dos: “era consciente pero esperaba de mí, de mis palabras, una confirmación a sus expectativas científicas. Que dijera por ejemplo: “No lo sé. Ayer debí de morderme sin darme cuenta”. O quizá: “Fue muy extraño. A las tantas de la noche empecé a sangrar. No puedo explicármelo”. Y ella consignaría mentalmente: S-I-N-T-O-N-I-Z-A-C-I-Ó-N. La tan traída y llevada sintonización entre los hermanos de nuestras características. A distancia. Una prueba más para su querido trabajo.
-No hay comida -dije simplemente.
Ángela no pareció afectarse por mi rudeza. Se quitó los zapatos y se acurrucó a los pies de la cama. Después me besó en la frente y empezó a ronronear como un gato. No recuerdo la sarta de estupideces con que me obsequiaba entre murmullo y murmullo, pero sí su beso. Un beso insípido, cortés, un beso de muchachita bien rangée. Un beso distante años luz de los que reservaba para mi hermano Cosme.
-¿No tenías que contarme algo? -dije repeliendo aquellas zalamerías molestas y ridículas.
Ángela me miró con sorpresa. Luego bajó la cara avergonzada. Yo me refugié en un silencio tenso.
-Te has enterado ya -dijo al rato.
No me molesté siquiera en asentir con un gesto. Ángela se había calzado los zapatos y paseaba inquieta por la habitación. De vez en cuando peinaba con las manos su impecable melena. Por un instante me olvidé de mi propósito y admiré sus andares felinos. Casi enseguida regresé al acecho. Ángela, de un momento a otro, iba a poner las cartas sobre la mesa.
-No pude impedirlo -dijo mientras sacudía su cazadora-, pero, de todas formas, hubiese preferido que te enteraras por mí misma.
Había un deje de reproche en sus últimas palabras -hacia mí, hacia mi hermano, hacia el mundo-, y yo comprendí que me encontraba frente a una oponente de cierta envergadura. Si la dejaba continuar, si me limitaba a escucharla en silencio, ella no tardaría en crecerse. Sí, fuste, me dije. Temple. Tal vez todo podría reducirse a pura y simple caradura.
-Cometiste un error -añadió ante mi creciente admiración-. Si me hubieras contado que tu hermano no estaba en el manicomio…
-Sanatorio -corregí, pero no me paré a pensar por qué, de repente, acudía en defensa de la honorabilidad de Cosme. Estaba furioso.
-Comprendo que te sientas irritado. Tampoco para mí es fácil, entiéndelo. Aunque, si le damos la vuelta… -aquí sonrió tímidamente-, la cosa no deja de tener su gracia, ¿no crees?
No. No compartía su opinión acerca de lo jocoso de aquel imposible triángulo. Pero Ángela seguía sin decantarse hacia la hipótesis uno o hacia la dos. Me armé de paciencia durante un buen rato. “No pude impedirlo”, seguía diciendo ella. Y también: “No querría por nada del mundo que algo tan insignificante estropee nuestra relación”. Aquella serie de lamentos, aquellos vanos intentos exculpatorios, estaban empezando a marearme. Odiaba a Ángela, su hipocresía, su voz lastimera, a la inefable Violeta, al idiota de Toni Pujol y al tarado de mi hermano Cosme. Tal vez por eso decidí rematar la función con un exabrupto.
-¡Fuera! -grité levantándome de la cama.
Y al punto empecé con mi retahíla de exigencias. Discutiríamos este asunto en el momento y el lugar que yo quisiera: no había comida en la asa y no veía por qué su presencia tenía que prolongarse un segundo más; le concedía la caballerosidad de unas cuantas horas para hilvanar su defensa; acababa de decidir que el encuentro sería aquella misma tarde a las seis. Y así hasta que no supe qué decir. A la altura de la exigencia número quince me sorprendí añadiendo:
-Y, por si no ha quedado claro apareceré con mi hermano Cosme.
Ángela bajó la cabeza. Yo le anoté la dirección de una cervecería cercana y ella recogió el papel y lo guardó en el bolso.
-Eres aficionado a las fotonovelas -dijo aún al desaparecer por la puerta. Su osadía era encomiable-. Pero bien, si éste es tu deseo…
La despedí con un cabeceo indiferente. Me sentía orgulloso, tremendamente orgulloso de mí mismo.


A las siete en punto, una hora después de lo acordado, me dirigí a la cervecería y me detuve en la puerta. Mi estrategia consistía precisamente en carecer de estrategia, en ceder la iniciativa a aquella mujer derrotada por la espera. Así y todo quise reservarme unos minutos para estudiar el rostro alterado de Ángela, su expresión azorada y recrearme en su creciente nerviosismo. La observé complacido. Su desaforada pasión por la simetría la había conducido a sentarse frente al espejo,junto a dos sillas vacías. ¿Qué podía hacer yo? ¿Ocupar la de la derecha, probablemente reservada a Marcos? ¿O acomodarme en la de la izquierda, con una media sonrisa entre inquietante y compasiva? Cedí el paso a una mujer entrada en carnes, después a su escuálido marido, más tarde a una caterva de niños malcriados y vociferantes, y me dispuse a no demorar ni un segundo más mi triunfante irrupción en el establecimiento. Pero no llegué a hacerlo. De pronto el rostro en el que me recreaba había adquirido un aspecto demasiado alterado, demasiado violento para no empezar a temer por el éxito de mi empresa. Y enseguida, mientras un sudor frío empezaba a deslizarse por mi frente, comprendí consternado que en aquella mesa del rincón, frente a Ángela y a las dos sillas que me aguardaban, no había existido jamás un espejo.


Hice a continuación lo único que mis piernas tambaleantes me permitieron hacer. Retrocedí unos pasos, me apoyé en algo que resultó ser una cabina telefónica y entré. Por fortuna llevaba la agenda en el bolsillo y no me costó, a pesar de mi estado, dar con el número del establecimiento en el que nunca iba a producirse el encuentro. Tampoco me iba a resultar difícil que el atareado camarero identificara al instante a Ángela. Indiqué su nombre, la mesa del rincón y el dato revelador de que se trataba de dos hermanas. No pronuncie la palabra fatal porque ya el camarero me la escupía con inocente desenvoltura. “Ah, las gemelas”, oí. Saqué la cabeza fuera de la cabina hasta donde me permitía la longitud del cable. El camarero se había acercado a la mesa del rincón y Ángela acaba de ponerse en pie. Al volverse para cruzar el salón y dirigirse al teléfono, observé sus andares, la perfección del atuendo, de su peinado, la serenidad de su porte. Hasta que desapareció de mi punto de mira y yo volví a introducirme en la cabina.
-Sabía que no vendrías -dijo-, que no te atreverías. Que todo esto es demasiado ridículo para que lo puedas aceptar. Pero entonces… ¿Por qué propusiste esta cita?
Mi respuesta fue una vez más el silencio. Pero esta vez un silencio obligado. No sabía qué decir. Me limité a carraspear.
-Insisto en que la culpa no fue mía. Te lo quise explicar esta mañana, pero estabas demasiado ofendido.
Y entonces empezó a deshacerse en excusas, a manifestarme su amor, a reprenderme -de nuevo se estaba creciendo- por mi falta de comprensión, por mi cobardía ante unos hechos que, aunque sorprendentes, no dejaban de ser normales, lógicos, previsibles. Después de todo, ¿qué tenía de extraño que ella, Ángela, se avergonzara de su doble, de ese reflejo distorsionado que se veía obligada a soportar a diario, de la posibilidad de que los demás detectaran en la otra lo que no habían podido percibir en ella? ¿No me ocurría a mí lo mismo con mi hermano Cosme? Y también, ¿no le quería yo a pesar de todo? ¿No había sido mi compañero de juegos infantiles, la persona con la que no hace falta hablar para compartir emociones, alegrías, estado de ánimo? Y luego la casualidad, el azar. No pudo hacer nada por evitarlo. Estaban las dos en un bar del casco antiguo contándose sus cosas. Porque, a pesar de vivir juntas, con la familia, solían en más de una ocasión rememorar viejos tiempos y salir solas, como dos amigas, como las hermanas inseparables que habían sido de pequeñas. Y esa noche se le había ocurrido hablarle de mí, de las afinidades que milagrosamente nos unían. Y también se había permitido una tímida referencia a mi hermano Cosme, tan sólo una breve alusión a su existencia, a su desequilibrio, a su internamiento, cuando, de pronto, descubrió a través de los cristales una inquietante y siniestra figura que al instante reconoció. Porque era yo y no era yo. Y entonces, sin poder contenerse, se llevó la mano a los labios y murmuró: “Cosme...”. Era tanto su estupor que al principio no reparó en la expresión embelesada con que su hermana se incorporó del asiento y pegó la cabeza a la ventana. Y después, cuando quiso reaccionar, ya Eva había salido corriendo del local. Y más tarde, a su regreso, Eva estaba transportada, feliz como no la había visto en la vida. Eva se había enamorado. Eva...
Eva. Volví a asomarme fuera de la cabina y observé a Eva. Se estaba hurgando la nariz con toda la tranquilidad del mundo.
-Tómatelo como un chiste. No tiene por qué influir en nuestra historia.
Ángela seguía hablando, pero yo no oía más que un lejano murmullo. Me hallaba prácticamente fuera de la cabina, sujetando el auricular con la mano izquierda y observaba de nuevo a Eva. Su parecido tenía algo de indignante, indecente, obsceno. Un parecido cigótico, pensé. Pero ¿me hubiera podido interesar por Eva en el caso de haberla conocido antes que a su hermana? Me fijé en el tirante de color crudo o beige o crema que acaba de deslizarse por uno de sus brazos y decidí que ciertas mujeres, ciertas mujeres como Eva, por ejemplo, no podían permitirse el lujo de escoger su ropa interior a tientas y a ciegas. Ese engañoso color, por lo menos. Cuánto mejor un blanco nítido, un negro sobrio y discreto… ¿Y quién me aseguraba que Ángela, en algún momento, tras un disgusto, una jornada agotadora, una simple gripe, no adquiría el aspecto de Eva? Ángela me había aleccionado espléndidamente durante todos aquellos días y ya no podía ignorar que Eva, entre otras cosas, era la cara oculta de su hermana.
-¿Estás ahí? -bramaba una voz metálica a través del teléfono.
No, no estaba ahí. El auricular se balanceaba de un lado a otro de la cabina y yo acababa de emprender una loca carrera hasta mi casa.


¿Qué interés puede tener lo que sucediera luego? Que desconectara teléfonos y timbres o desoyera los golpes a la puerta. Que me sumergiera en profundos ejercicios de meditación y fuera visitado en sueños por espantosas imágenes en las que aparecía mi cuerpo demedido, dos hermanas enfebrecidas disputándose el botín, la estupefacción primera y alegría posterior de Violeta Imbert o las imparables carcajadas de Aureliana, tras la barra del Griffith, recordando el histórico batido de plátano. Fue hace diez días y nueve horas exactamente cuando cometí el error, eso ya lo he dicho. Pero hace veinticuatro horas escasas decidí enmendarlo. Me permitiría unos días de descanso. En el mar, en el campo, en la montaña. Y me aceptaría tal como soy. Sin tapujos ni simulaciones. Con la verdad por delante.
Alcancé una maleta y me puse a hacer el equipaje. Todo me parecía superfluo, innecesario. Revolví un cajón olvidado, me hice con una llave herrumbrosa y la introduje en la cerradura del armario ropero. ¿Me atrevería? Lo abrí. Helicón, el causante de todos mis desafueros, seguía allí, desterrado desde el día en que cobardemente me asusté ante el mundo, ante los amigos, ante mí mismo. Ahora o nunca, me dije, Terminemos con esta odiosa pesadilla.
Y marqué un número. Un número que conocía de memoria. Un número para el que no necesitaba papeles ni agendas.
-¿Sí? -dijo Ángela al otro lado del auricular.
Parecía triste y abatida. No supe por dónde empezar y, como tantas veces en los últimos tiempos, me refugié en el silencio.
-¿Marcos? -ahora en su voz había un deje de ilusión-. Porque eres Marcos, ¿verdad?
-No -dije con voz firme.
Y pregunté por Eva.

El ángulo del horror, 1990.
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario