sábado, 12 de marzo de 2016

La gran mota.Terry Pratchett.Cuento.

¿Alguna vez habéis mirado por vuestro cuarto un día soleado y habéis visto las motitas de polvo que flotan en el aire? Parecen estrellas cuando les da la luz, y la gente diminuta que vive en ellas cree que justo eso son las demás motitas.

Había una mota concreta que medía la centésima parte de un milímetro y se llamaba la Gran Mota. Estaba dividida en dos países, Arramble, situado a la izquierda, y Posra, a la derecha. Entre ambos se extendía una cordillera de montañas diminutas.

En la más alta de las montañas vivía un astrónomo llamado Quetrefi, que observaba con gran interés todas las demás motas a medida que la Gran Mota flotaba por ahí. Por supuesto, nadie creía que pudiera existir vida en las demás motas de polvo. Pero un día a Quetrefi le pareció distinguir algo en una mota no muy lejana.

—¿Qué has visto? —preguntó el rey de Posra mientras Quetrefi se plantaba delante de él señalando y haciendo aspavientos.

¡Árboles! —dijo el astrónomo entre jadeos—¡Montañas! ¡Animales!

—Anda —respondió el rey—. ¿Y cómo de lejos está, más o menos?

Quetrefi se registró los bolsillos hasta encontrar un papelito repleto de cálculos.

—Se acerca a la Gran Mota a razón de un sesentaycuatroavo de milímetro por segundo, y pasará a menos de dos centímetros de nosotros en treinta segundos —dijo.

Un segundo era más o menos como un día de largo para el pueblo de la Mota.

En ese mismo instante, Muecarejil, otro astrónomo, estaba diciendo exactamente lo mismo al duque de Arramble.

En la Gran Mota había habido paz desde hacía…, bueno, al menos media hora, pero no por eso los dos países dejaban de estar dispuestos a gastarle una jugarreta al otro si se presentaba la ocasión.

De modo que las dos naciones se pusieron de inmediato a buscar la forma de llegar a la mota nueva sin que la otra se enterara.

«Pero ¿cómo?», se preguntó Quetrefi. Al ser tan diminutos, los habitantes de la Gran Mota flotaban por naturaleza; el problema era impulsarse a lo largo de los dos centímetros de distancia. Al final construyó una especie de barco de remos cubierto, con dos pares de alas y muchas tallas de adorno.

—¡Qué nave tan maravillosa! —exclamó el rey cuando Quetrefi se la enseñó—. Estoy seguro de que tendrás muy buen viaje.

Hubo un silencio pensativo.

—¿Yo? —preguntó Quetrefi.

—¿Quién si no? —dijo el rey.

—Había pensado enviar animales o lo que sea para comprobar que no hay peligro y… —empezó a decir Quetrefi, nervioso.

—Ya lo comprobarás tú —lo interrumpió el rey con entusiasmo dándole una palmada en la espalda.

Quetrefi volvió cabizbajo a su observatorio y estudió la nueva mota. Ya se había hecho más grande. ¿Qué ocurriría si apuntaba mal y se perdía? Tuvo un escalofrío al contemplar la infinita inmensidad del aire, y vio los millones de motas de polvo que había allí arriba.

Mientras tanto, los sirvientes del rey arrastraron la máquina voladora hasta la cima de una colina que se alzaba junto al palacio y la aprovisionaron bien.

Entonces levantaron una valla a su alrededor y cobraron entrada a los curiosos que se acercaban a mirar.

El segundo del Gran Salto estaba cada vez más cerca…

—¿Dónde está Quetrefi? —bramó el rey de Posra cuando llegó ese segundo—. Tengo que ponerle una medalla antes de que despegue (pues no creo que pueda hacerlo a su regreso).

Había una multitud congregada en torno a la máquina voladora del astrónomo, que se llamaba el Cualquiera.

Pero a Quetrefi no se lo veía por ninguna parte.

Al final apareció, con cara de mucha vergüenza bajo su casco de piloto con gafas protectoras, que le venía demasiado grande. La banda de música se apresuró a interpretar el himno nacional de Posra, titulado «Tres hurras por nosotros», y el rey lanzó una gigantesca medalla de latón como si fuera un aro y acertó en el cuello de Quetrefi, de donde quedó colgada de cualquier manera por su cinta roja.

—En fin, adiós, viejo amigo —se despidió el rey—. Acuérdate de clavar la bandera posrana en esa mota nueva. Hay una grabación del himno nacional en un gramófono a bordo del Cualquiera. Tengo entendido que Arramble también va a enviar una máquina voladora. No hace falta decirte que debes aterrizar tú primero —guiño, codazo—, ¿verdad?

Quetrefi subió al Cualquiera y encendió el motor. Habían construido una pista que bajaba por la ladera de una colina y subía hasta la mitad de la siguiente. Se suponía que el Cualquiera tenía que ganar velocidad, subir zumbando y alejarse de la Gran Mota.

O también podía estrellarse.

De pronto, el gentío se acercó corriendo y le dio un buen empujón. La verdad era que les daba igual todo, su lema era: «Lo que sea por unas risas».

Quetrefi se agarró fuerte cuando el Cualquiera ascendió a toda velocidad por la segunda colina, notó que se le revolvía el estómago y, al momento, la máquina voladora aleteaba con calma por los aires.

«No me lo termino de creer», pensó mirando por el parabrisas trasero. La Gran Mota flotaba ya a bastante distancia. Y había alguien detrás de él, dando porrazos en la escotilla. Resultó tratarse del rey.

--¡Han empujado antes de que me bajara!—chilló mientras Quetrefi lo dejaba entrar a gatas—¡Llévame de vuelta!

—No creo que pueda —dijo Quetrefi, que por dentro se alegraba—. Estamos cada vez más lejos de la Gran Mota. No sé si os acordáis, majestad, pero ya os dije que seguramente no podría volver.

—¿Me lo dijiste? ¿Y qué dije yo?

—Me dijisteis que no me preocupara, majestad.

El rey miró por la ventanilla. A su alrededor solo se veía la nada. Brillaban algunas motas lejanas, y muy, muy abajo estaba la colina desde la que habían despegado.

—¿No podemos hacerles señales? —preguntó el rey.

—En realidad, sí se me ocurrió una forma de enviar señales a la Gran Mota —dijo Quetrefi. Abrió un cajón, sacó dos banderas, bajó la ventanilla y empezó a trazar figuras con ellas en dirección a la mota de polvo cada vez más pequeña—. Mi ayudante está siguiendo nuestro rumbo con el telescopio —dijo, sin dejar de mover los brazos—. Acabo de transmitirle: «El rey (ojalá viva para siempre, etcétera, etcétera) está sano y salvo aquí arriba conmigo». Pasadme el telescopio pequeño, mi señor. Es eso de ahí, sí. A ver… Ajá. La respuesta es: «Pues tráelo aquí abajo, alelado». Pero me temo que no puedo.

—¿Qué distancia hemos recorrido? —preguntó el rey.

Quetrefi giró unos diales.

—Como unos siete dieciochoavos de centímetro —dijo—. Llevamos buen ritmo.

El rey se quitó la corona.

—En mis años mozos fui bastante aventurero —rememoró con añoranza—. ¿Puedo ser el primero en pisar esa mota nueva?

—Por supuesto —concedió Quetrefi con generosidad.

—Perfecto, pues. Dime cómo funcionan los mandos.

Al poco tiempo, el rey estaba pilotando el Cualquiera y pasándoselo pipa.

Cuando apareció la nueva mota, Quetrefi puso el Cualquiera en órbita.

—Creo que la llamaremos Nueva Mota —dijo el rey mientras la contemplaban—. Mira, tiene montañas y tal. ¿Crees que habrá algo vivo?

El Cualquiera fue flotando cada vez más bajo y terminó aterrizando con una leve sacudida.

– ¡Yo primero! —exclamó el rey, y saltó al exterior con la bandera posrana en la mano.

Quetrefi lo siguió despacio, cargando con el gramófono, y los dos se pusieron en posición de firmes mientras el trasto reproducía una grabación bastante rayada del himno nacional de Posra, «Tres hurras por nosotros».

—Muy bien —dijo el rey—. Sácame una foto, luego yo te sacaré otra a ti.

Pero Quetrefi estaba ocupado partiendo terrones de polvo con un martillo y mirándolos con microscopio, así que el rey se fue solo a dar un paseo.

El terreno de Nueva Mota era bastante abrupto, con peñascos y rocas enormes por todas partes. Al poco tiempo, el rey se sentó en una roca y miró al astrónomo, que estaba recogiendo plantas en una bolsa de lona. La roca se puso de pie, se lo quitó de encima y se fue corriendo sobre cuatro patitas gordezuelas.

—¡Extraordinario! —dijo Quetrefi.

—¡AY! —gritó el rey.

—Mirad, ahí hay otra.

Una roca había abierto dos ojitos relucientes y los miraba, sentada.

Entonces oyeron, desde muy lejos, una grabadora que sonaba fatal. Quetrefi y el rey se miraron y, a medida que continuó la música, empezaron a entender lo que decía:

“Mueran sus enemigos.

A fuego, a espada, ahogados, etcétera.

¡Arramble la valerosa! (¡Pum-chim-pum!)”

—¡Es el fluto himno nacional arrambleño! —vociferó el rey—. ¡A esos zapifastrosos trucarratones no se les ha ocurrido otra cosa que plantarse aquí!

—¡Chist! —siseó Quetrefi asomando los ojos por encima de las rocas.

Al otro lado, en un pequeño valle, vio una máquina voladora muy parecida al Cualquiera, pero con el nombre Todoquisqui escrito en el casco. Reconoció al astrónomo arrambleño, Muecarejil, y a su lado estaba dando cuerda al gramófono el duque de Arramble en persona.

—¡Serán glanfineros! —renegó el rey—. ¡Aterrizar en nuestra mota de polvo! ¡Vamos a pasarlos a espada! ¡Veremos si mueren sus enemigos o no!

Gritaba tan alto que el duque y el astrónomo no tardaron en llegar corriendo colina arriba.

—¡Vosotros! —exclamaron todos a la vez.

—¡Fuera de nuestra Nueva Mota! —gritaron al unísono el rey y el duque—. ¡Esto es la guerra!

—¡Serás entrometido!

—¡Serás asaltador!

Muecarejil y Quetrefi se alejaron de los otros dos, que seguían gritándose y dando saltos.

—Me preocupa que no podamos volver —confesó Muecarejil.

—A mí también.

—Este sitio no parece muy acogedor —dijo Muecarejil haciendo un gesto hacia las piedras y las pequeñas criaturas de roca.

—Es muy inhóspito, sí.

—No paro de pensar que sus majestades están enfadándose por nada.

—¿Y qué vamos a hacer?

En ese momento hubo un estruendo y todo un rebaño de criaturas de piedra bajó a la carga hasta el valle y apisonó la máquina arrambleña.

—¡Oh, no! ¡Han destruido el Todoquisqui! —gimoteó Muecarejil.

Las criaturas embistieron colina arriba. Hubo otro estrépito.

—Y adiós también al Cualquiera —rezongó Quetrefi—. Ahora estamos todos atrapados aquí.

Cuando volvieron a la cima de la colina, encontraron al rey y al duque construyendo una muralla y gritándose por encima de ella.

—¡Han destruido las naves! —chilló Quetrefi.

—Pásate a nuestro lado de la muralla y déjate de confidencias con el enemigo —dijo el rey.

--¡No podemos volver a casa! —se desgañitó Muecarejil a pleno pulmón.

Hubo un silencio repentino. El rey y el duque miraron hacia arriba, hacia las lejanas motas de polvo.

—La Gran Mota está a tres centímetros de distancia y se aleja a cada microsegundo que pasa —intervino Quetrefi—. Aunque se pusieran a construir otra nave, nunca podrían rescatarnos y volver. Aquí nos quedamos. Esas cosas de piedra nos han pisoteado los barcos y no tenemos piezas de repuesto. Bien, y ahora, ¿qué hacemos?

—¿Estás seguro de que los barcos están destrozados? —preguntó el duque.

—Hechos trizas —respondió Muecarejil.

Quetrefi miró los restos del Cualquiera y del Todoquisqui y se le ocurrió una idea.

—A lo mejor podríamos desmontarlos y hacer uno nuevo con las piezas de los dos —propuso.

Así que, mientras el rey y el duque se quedaban sentados junto a una pequeña hoguera, los dos astrónomos empezaron a desmantelar ambas máquinas voladoras. Usaron el casco, la caldera de gas, el timón y los asientos del Cualquiera, y las alas, el motor y el instrumental del Todoquisqui.

Mientras trabajaban, el rey atrapó a una criatura de piedra, pero no encontró ninguna forma de comérsela. Lo único que quedaba de las provisiones de las naves era media hogaza de pan, un poco de queso bastante maloliente y —nadie sabía por qué— una cajita de guindas confitadas.

—Podéis dejar de pelearos por ellas —dijo Quetrefi—. Creemos tener un barco que funciona.

Subieron todos a la embarcación, que Muecarejil había bautizado como el Quiensea, y Quetrefi accionó varias palancas. Las alas se desplegaron y la nave se elevó.

—Pues nada, adiós, Nueva Mota —dijo el rey—. Me alegro de irme, aunque me pertenezca.

—¡Dirás que me pertenece a mí! —replicó el duque haciendo aspavientos.

La máquina flotó por encima de la mota de polvo mientras los astrónomos buscaban la Gran Mota.

—¡Ahí está! —dijo Quetrefi—. Es esa verde de ahí, la que flota al lado de la Mesa.

El Quiensea aceleró, y al cabo de poco tiempo aterrizó en la cordillera que separaba los países de Posra y Arramble. El rey y el duque echaron a correr montaña abajo por laderas opuestas.

—Ya estamos otra vez —dijo Muecarejil mientras ayudaba a descargar el barco—. Mañana estarán riñendo de nuevo. Reñir, reñir, reñir. A estas alturas ya deberían haber aprendido la lección, me parece a mí. Podrían haber aprendido a colaborar.

—A lo mejor aún aprenden —dijo Quetrefi, pensativo—. Acabo de fijarme en una cosa: tenían tantas ganas de volver a casa que se han equivocado de ladera. ¡El duque ha entrado en Posra, y el rey ha corrido hacia Arramble!

—¡Vaya! ¿Qué les pasará?

—Igual los meten a los dos una temporadita en la cárcel, pero seguro que acabarán intercambiándolos. Aunque para mí da igual un duque que otro.

Y fueron a tomar una taza de té al observatorio de Quetrefi y jugaron al ajedrez hasta la medianoche.


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