viernes, 18 de junio de 2021

El valle de la muerte. Ralph Adams Cram.

Tengo un amigo, Olof Ehrensvärd, sueco de nacimiento, quien por razones debidas a una extraña y melancólica desgracia sufrida en su primera infancia, puso rumbo al Nuevo Mundo. Es la historia de un muchacho testarudo y de una familia orgullosa y reticente; los detalles no hacen aquí al caso, pero puedo asegurar que son más que suficientes para urdir a través de ellos un romance protagonizado por este hombre alto y de barba rubia, con los ojos tristes y con la voz idónea para canturrear canciones populares suecas aprendidas en su niñez. Jugamos al ajedrez en las noches de invierno, y suelen concluir nuestras batallas ante el tablero con mi derrota, con nuestras pipas rebosantes de tabaco, y con Ehrensvärd contándome historias de los lejanos y a veces a medias recordados días en su tierra natal, antes de que se hiciera a la mar. Son historias realmente extrañas e incluso increíbles, en cuya narración se agostan al tiempo la noche y el fuego de la chimenea, pero historias que, en cualquier caso, yo creo completamente.
Una de ellas me causó gran impresión, así que paso a referirla a continuación, no sin antes decir que me resulta del todo imposible reproducir el muy pulcro y curioso inglés de mi amigo, ni por supuesto su delicado acento, cosas que incrementan mi fascinación por este cuento. Bien, helo aquí, tal y como lo recuerdo.
Nunca te he contado cómo fue que Nils y yo subimos por las colinas de Hallsberg y descubrimos el Valle de la Muerte, ¿verdad? Bien, pues ocurrió así… Yo debía tener doce años, y Nils Sjöberg unos pocos meses menos; su padre era un hombre que gozaba de muy buena situación. Eramos inseparables por aquel tiempo; en cualquier cosa que hiciéramos siempre estábamos juntos.
»Una vez a la semana había mercado en Engelholm, y Nils y yo acudíamos a ver las cosas tan sorprendentes que se mostraban en aquellos puestos, traídas de los más alejados rincones del país. Un día nos alegró el corazón el perrito que vendía un hombre llegado a través del Elfborg, nos pareció el perrito más bello del mundo. Era gordo y lanudo, tan gracioso que Nils y yo corrimos por la pradera jugando con él, riéndonos mucho, muy felices, deseando que aquel perro corriera siempre con nosotros por las colinas… Pero… no reuníamos juntos ni la mitad del dinero que el hombre pedía por el perro, así que le rogamos que no lo vendiera en cualquier otro lugar antes del siguiente día de mercado, prometiéndole que para entonces habríamos juntado el dinero suficiente para pagarle. Nos dio su palabra y corrimos muy contentos a nuestras casas para implorar a nuestras madres que nos dieran el dinero necesario para comprarnos el perrito.
»Nos lo dieron, pero fuimos incapaces de aguardar al siguiente día de mercado. Imaginábamos que acaso aquel hombre vendiera al perro, por lo que dijimos que deberíamos dirigirnos cuanto antes, a través de las colinas, a Hallsberg, donde aquel viejo vivía, para tener con nosotros cuanto antes al perro del que nos habíamos encaprichado. Recibimos el permiso para hacerlo. Si nos levantábamos temprano estaríamos en Hallsberg hacia las tres de la tarde, y se hicieron los arreglos oportunos para que pasáramos la noche en casa de una tía de Nils y regresar así a nuestras casas al día siguiente.
»Poco después de que saliera el sol nos pusimos en camino, después de recibir instrucciones minuciosas sobre lo que deberíamos hacer en un sinfín de situaciones, tanto posibles como imposibles, entre las que figuraba que, como muy tarde, deberíamos estar de vuelta en nuestros hogares al día siguiente, antes de que cayera la noche.
»Para nosotros aquello significaba hacer, además, una excursión extraordinaria, así que partimos con nuestros rifles, plenos de una sensación que nos hacía parecer importantes, aunque el camino no era difícil, al contrario, era un buen camino entre las altas colinas que tan bien conocíamos pues por allí habíamos ido de caza Nils y yo montones de veces, por las márgenes del Elfborg. A espaldas de Engelholm se extiende un gran valle del que arrancan las montañas más bajas que conducen a las mayores, y teníamos que atravesarlo, para lo cual seguimos un camino que discurría del lado de las colinas a lo largo de unas cuatro millas, antes de llegar a un sendero estrecho que se ramificaba a la izquierda, por donde deberíamos adentrarnos una vez llegados a esa encrucijada.
»No ocurrió nada de interés a lo largo del camino, y llegamos a Hallsberg a la hora prevista, encontrando que, para nuestro mayor y más indecible gozo, el perrito no había sido vendido, así que nos dirigimos a la casa de la tía de Nils para pasar allí la noche.
»No puedo recordar por qué no salimos temprano, como lo habíamos pensado hacer, al día siguiente; pero sí puedo recordar que nos entretuvimos disparando nuestros rifles a la salida del pueblo, en un bosque donde había jabalíes que nos ofrecían un blanco excelente. El caso fue que, con aquello, no estaríamos de vuelta a primeras horas de la mañana, según lo previsto, así que echamos a andar rápido por un paso entre las montañas cuando comenzaba a oscurecer, cuando el sol declinaba ya peligrosamente y por la falta de luz corríamos el riesgo de precipitarnos por una de las montañas… Creo que temíamos ser castigados por llegar a casa mucho más tarde de lo que habíamos prometido, casi a la medianoche.
»Íbamos, como digo, todo lo deprisa que nos era posible por aquellos caminos entre las montañas y las colinas, mientras el azul oscuro de la noche incipiente nos rodeaba y el cielo se iba tornando púrpura lentamente. Al principio aquello nos daba risa, pues marchábamos muy contentos, además, con nuestro perro corriendo junto a nosotros. Más tarde, sin embargo, Nils y yo experimentamos una opresión extraña, el uno podía verlo en el otro, aunque no nos dijéramos nada; es más, ni siquiera silbábamos, ni canturreábamos; el perrito también había dejado de correr y brincar, iba asustado tras nosotros, se le notaba el miedo en cada músculo.
»Culminamos aquel paso entre las colinas y las montañas, y nos vimos en un altozano absolutamente yerto, del que parecía haberse esfumado la vida, como si domináramos desde allí un mundo muerto; un lugar al que llegaba el silencio del bosque como si emponzoñara el aire. Instintivamente hicimos un alto y nos quedamos en silencio, tratando de escuchar algo.
»Era el silencio más hondo que se pueda imaginar; el silencio crepitante del bosque por la noche; ese silencio que se acrecienta por la sensación de lejanía que ofrecen las montañas a espaldas del follaje y por el murmullo amontonado de las pequeñas formas de vida que alberga el bosque, exagerada su intensidad, encima, por esa suspensión del aire que parecía emponzoñado por ese mismo silencio del que se impregna la oscuridad completa. Sólo se rompía aquel silencio, de vez en vez, al caer una hoja, al moverse una rama, con la nota aislada de un pájaro nocturno o de algún insecto… Podía notar cómo me corría la sangre por las venas; el sonido de la hierba bajo nuestros pies, aun tierno y blando, parecía entonces, cuando dábamos un paso temeroso y precavido, la caída a tierra de un gran árbol.
»Y el aire, sí, estaba emponzoñado; parecía muerto… Era como si la atmósfera yaciese bajo el peso del mar; nuestra sensación era la del buzo que se zambulle en la más ignota profundidad marina. Eso a lo que habitualmente llamamos silencio no es más que una experiencia ordinaria. Aquel silencio del que hablo era un absoluto que impedía cualquier sensación ordinaria; aquel silencio golpeaba nuestras mentes intensificando a cada zarpazo nuestros sentidos, su capacidad de percepción de un miedo tan difícil de identificar como imposible de extinguir.
»Recuerdo que Nils y yo nos miramos el uno al otro, no atónitos, sino abyectamente aterrorizados. Recuerdo que oíamos la respiración del otro, al unísono que la propia, agitada, incontrolable, acuosa incluso, como un torrente que nos amenazara. Y recuerdo que nuestro pobre perrito estaba igual de aterrorizado que Nils y yo. Aquella negra opresión parecía dominarlo como ya nos había sometido a nosotros. Cuando hicimos aquel alto, el animal se echó al suelo gimoteando dolorosamente entre los pies de Nils. Creo que aquella manifestación del miedo animal fue lo que definitivamente nos empavoreció, lo que acabó con nuestra última capacidad de razonar. Pero justo entonces, cuando estábamos ya al borde de la locura, sentimos un sonido aún más aterrador que el del opresivo silencio, un sonido fantasmagórico, tan horrible que nos pareció oír la palabra de la muerte.
»En lo más hondo de aquel silencio absoluto y circundante se dejó sentir un grito prolongado, leve al principio; un lamento que al cabo fue chillido tremolante, culminado en una queja que pareció sumir la noche entera en su seno para expresar que el mundo se veía azotado por un cataclismo. Fue tan espantoso que aún hoy me parece imposible que se produjese realmente; pero puedo dar fe de que fue cierto, aunque me dijera entonces que a buen seguro la capacidad de creer en algo tan terrorífico me venía impuesta por el influjo de mi propio miedo animal, por una alucinación nacida de la absoluta imposibilidad de razonar, o de un razonamiento imbecilizado por el miedo.
»Una mirada a Nils bastó para que se me desvaneciera aquella esperanza de que todo había sido una alucinación. Bajo la pálida luz de las estrellas lo vi convertido en la personificación de todos los miedos humanos posibles, tembloroso, con la boca abierta y las mandíbulas abatidas, con la lengua colgando y los ojos desorbitados, a punto de dispararse de sus cuencas como los de un ahorcado. Sin decirnos una palabra apresuramos el paso; el pánico nos hacía ir muy juntos, hombro con hombro; Nils, acaso para protegerse, había tomado al perrito en sus brazos, y así bajamos por la ladera de un monte bajo llevados del impulso de alejarnos de allí cuanto más aprisa mejor.
»Así, bajo los árboles negros y la blancura lejana de las estrellas que parpadeaban entre la espesura de las ramas a cuyo amparo caminábamos casi sin resuello, fuimos ya por un llano, por las faldas de las colinas, a la búsqueda de un sendero conocido que nos dijese que estábamos en el camino próximo a nuestra salvación, pisando ahora un marjal, ahora unos hoyos, da igual… Íbamos siempre hacia abajo, cuanto más lejos pudiéramos.
»No tengo idea de cuánto tiempo mantuvimos aquel paso forzado, pero sí que se nos hizo eterno el camino hasta que sentimos, más que vimos, que dejábamos atrás el bosque, hasta que fuimos por una zona que nos era más familiar, la señalada por las faldas de las colinas más bajas, las últimas colinas de la región, o las primeras si partíamos de nuestras casas. Allí, aliviados por esa sensación de estar a salvo, nos tiramos como perros extenuados en un manchón de hierba seca.
»Allí, al abierto, gozábamos de algo más de luz por lo que miramos en derredor nuestro tratando de situarnos convenientemente, para saber con exactitud en qué parajes nos encontrábamos, para intentar atisbar por dónde discurría aquel sendero que sabíamos nos conduciría a casa. Pero todo fue en vano. Fuimos incapaces de reconocer un solo recodo, una senda, unas piedras, cualquier cosa que nos resultara familiar. A nuestras espaldas se alzaba la gran muralla del bosque negro, en el flanco de las montañas; del otro lado, las ondulantes y bajas colinas que habíamos creído las últimas, sin árboles ni peñascos a sus pies; al fondo, el cielo negro y brillante que parecía haberse desplomado sobre la tierra, con una miríada de estrellas que iban del blanco al gris luminoso y aterciopelado.
»Hasta donde soy capaz de recordar, creo que no cambiamos una sola palabra; era tan subyugante el terror en que nos hallábamos sumidos que no podíamos articularlas; no obstante, nos movíamos al unísono y mirábamos hacia las colinas con idéntica angustia.
»Persistía el mismo silencio atronador de antes, el mismo aire inmóvil, muerto, denso y pesado; un aire sofocante y a la vez helador, paralizante; un aire que a cada paso nos golpeaba con la dureza del acero a medias candente y a medias frío. Aún con el perrito en sus brazos, Nils lo estrechó más fuerte contra su pecho mientras apretábamos de nuevo el paso, yo a sus espaldas, a muy corta distancia de él. Y al final vimos alzarse frente a nosotros un páramo elevado y cubierto de brezo que parecía rozarse con las blancas estrellas del cielo. Apretamos el paso aún más para culminarlo y nos vimos al cabo contemplando, siempre en silencio, con la respiración agitada, un gran valle envuelto en brumas, un valle preñado por completo… ¿de qué?
»Todo lo más que podían alcanzar a ver nuestros ojos era una planicie cenicienta, acaso fosforescente; un mar de niebla aterciopelada y quieta como agua estancada, o acaso como un suelo de alabastro, que sugería inconsistencia, imposibilidad de sostener el peso de alguien, no obstante su aparente densidad. Si aún era posible experimentar mayor terror, aquel mar de muerte anegó todavía más mi alma en el suplicio, más que el silencio sufrido hasta entonces, más que aquel aullido pavoroso… Lo que veía era tan ominoso, tan irreal, tan fantasmagórico e imposible, como un océano de muerte que hubiera brotado bajo el manto de las estrellas. Y era a través de aquella niebla por donde teníamos que adentrarnos… No parecía haber otro camino que nos llevara a casa. Temblorosos de miedo, enloquecidos por el deseo irreprimible de dar marcha atrás, que chocaba con la necesidad de seguir adelante para hallarnos a salvo en nuestros hogares cuanto antes, empezamos a adentrarnos en la niebla, en aquel mar volátil y lechoso en el que apenas se veía alguna mancha de hierba.
»Adelanté un pie en la niebla fantasmagórica. Un chillido espantoso que salía bajo mis pies hizo que me diera un vuelco el corazón y que retrocediese. Pero entonces volvió a dejarse sentir aquel chillido, más opaco y a la vez más próximo, más cercano a mis oídos, al lugar donde nos encontrábamos… Y al tiempo observé cómo más allá, por donde debería hallarse la línea del horizonte de aquel mar de niebla, comenzaba a elevarse hacia el cielo una espiral neblinosa que oscurecía las estrellas hasta ocultarlas mientras ascendía y se desparramaba. Contemplando aquella oscuridad creciente del cielo, vi entonces que la luna parecía de agua turbulenta, que flotaba a duras penas sobre el mar de niebla palpitante, vaga y a la vez vasta, expandiéndose ella igualmente como la neblina.
»Era suficiente como para que nos decidiéramos a no transitar por allí. Retrocedimos evitando cuidadosamente las orillas de aquel mar de niebla hasta hallarnos relativamente a salvo, de nuevo en la falda de la colina.
»Pero sabíamos que nuestra salvación pasaba por la pugna, por decidirnos en aquella carrera. No sé cómo, pero lo hicimos; y a medida que corríamos a través de la niebla, tras hacer acopio de la decisión necesaria para ello, vimos al mirar atrás que el denso mar de niebla se deshacía a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos hacia el valle y corríamos ya por una región que conocíamos bien. Pronto hallamos el sendero propicio… Lo último que recuerdo es una voz extraña, que no era sino la de Nils pero espantosamente cambiada, diciendo dolorosamente:
»—¡El perro ha muerto!
»Y después todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor y ya no fui consciente de nada más.
»Fue unas tres semanas después, según recuerdo, cuando desperté en mi habitación para encontrar a mi madre sentada junto a mí, a un lado de la cama… Estaba confuso y apenas podía pensar en nada al principio, pero poco a poco recuperé las fuerzas y comenzaron a llegarme recuerdos dispersos, como flashes… Y poco a poco logré rehacer la secuencia completa de los hechos acaecidos aquella noche terrorífica en el Valle de la Muerte. Todo lo que pude saber fue que había caído enfermo, sin más, tres semanas atrás, y que mi cerebro ardía con una fiebre extraña, pues al parecer decía cosas incoherentes. Ya recuperado traté de contar lo que nos había sucedido, a medida que iban acudiendo los recuerdos a mi mente, pero observé en las expresiones de quienes me escuchaban una incredulidad condescendiente, semejante a la de quienes escuchan a los locos, así que decidí callarme la boca definitivamente.
»Quería ver a Nils, en cualquier caso, así que pregunté por él. Me dijo entonces mi madre que también él había caído enfermo de una fiebre semejante a la mía, pero que ya se había recuperado del todo. Fueron a buscarle; cuando estuvimos a solas comencé a hablar de los sucesos de aquella noche… Nunca se me podrá olvidar el choque que me produjo, y que me abatió contra la almohada, oírle negar todo aquello… Negar que había ido conmigo, que había oído aquel grito, que había visto el valle, que se había espantado al oír cómo gritaba la neblina cuando adelanté mi pie dispuesto a cruzarla… Parecía ignorar realmente todo aquello, y a despecho de mí mismo no me cupo más solución, al cabo, que quizá lo negara todo no por conveniencia, ni porque así se lo hubieran sugerido, sino porque el pánico le hubiera hecho olvidarlo.
»Mi debilitado cerebro parecía agitarse en un tumulto… ¿Acaso era todo debido al fantasma del delirio? ¿Acaso era cierto que el horror había oscurecido por completo la mente de Nils hasta borrarle el menor recuerdo de aquella noche pasada en el Valle de la Muerte? El caso fue que no dije nada más de todo aquello, ni a Nils ni a los míos, sino que esperé a estar recuperado del todo, haciéndome el firme propósito de volver al valle entonces para comprobar si todo aquello era real o había sido producto de una visión debida a la fiebre.
»Me propuse hacerlo unas pocas semanas antes de que me hallara completamente repuesto, pero no fue hasta finales de septiembre, cuando un día aún tibio y luminoso cual la última sonrisa plena del verano a punto de morir, salí de pronta mañana por el camino que conducía a Hallsberg. Estaba seguro de recordar el punto del camino en el que había que tomar la izquierda, justo donde se alzaba el árbol que al salir del Valle de la Muerte nos indicó el camino seguro de regreso a nuestras casas. Pronto lo vi, efectivamente, a no mucha distancia.
»El aire límpido y la tibia luz del sol hacían en mí un efecto balsámico, a tal extremo que cuando hice un alto bajo un gran pino, para descansar un poco, yo mismo llegué a pensar si no habría sido todo lo ocurrido aquella noche simplemente nada, una pesadilla… No obstante, seguí caminando al poco, adelante por el sendero que comenzaba a estrecharse, rodeado de vegetación. Oí algo, mientras seguía avanzando, el zumbido de una nube de moscas en cuyo centro estuve unos pasos más allá… Miré entonces al suelo y descubrí los huesos del perrito que habíamos comprado en Hallsberg.
»Aquello me encorajinó, rearmándome de valor, dándome la decisión suficiente para seguir adelante, pues ya sabía que todo había sido verdad… Una verdad que, no obstante mi coraje y mi decisión, me aterró… Mandaban en mí, sin embargo, el orgullo y el deseo de aventura, cosas ambas que me empujaron a través del sendero, aún más estrecho y casi cubierto por entero de maleza, a tal punto que apenas podía ver por dónde pisaba. Guiaba mis pasos, sin embargo, por las huellas dejadas sobre la hierba por los animales del bosque, aunque a veces tenía que aventurarme entre arbustos y matojos difícilmente penetrables. Cuando salí del sendero, en cualquier caso, la tierra era más firme, clara y transitable, y así continuó hasta que alcancé la falda de las colinas, desnuda de árboles y de matorral; supe bien, entonces, que desde aquel punto habíamos avistado el Valle de la Muerte y su niebla helada. Alcé entonces los ojos al sol; brillaba inmenso, radiante, claro… Todo a mi alrededor vivía el esplendor del bonancible otoño, y los pájaros piaban y surcaban el cielo por aquí y por allá mientras los insectos parecían saciarse del aire. Era imposible experimentar allí sensación de peligro… al menos hasta que no cayera la noche… Contagiado de aquella atmósfera deliciosa, seguí caminando hacia la cumbre de la colina mientras silbaba feliz.
»Desde allí avisté entonces el Valle de la Muerte. Era como una gran alberca oval, tan regular y proporcionada que parecía hecha por las manos del hombre. Lo rodeaban las colinas y las montañas con sus crestas de un verdor que parecía espolvoreado para derramarse ya más débilmente sobre su tono de un marrón ceniciento… ¿Y bien? Nada. Todo marrón, en sus distintos tonos; todo desnudo… Dura tierra, sin más; ni un manchón de hierba, ni un resto de bosque, siquiera moribundo. Tampoco había piedras, sólo una vasta expansión de algo que parecía mera arcilla húmeda.
»Justo en el centro de aquella especie de alberca que era el valle, acaso a una milla y media de distancia de donde me encontraba, alteraba aquella uniformidad baldía un árbol muerto, grande, sin ramas, que parecía sostenerse en el aire, de tan aislado. Sin dudarlo un instante comencé a bajar hacia allí con la idea de dirigirme a ese árbol, que se había convertido en mi meta. Cada partícula de mi miedo parecía haberse esfumado, haciéndome ligero el paso; el valle no me parecía ahora nada terrorífico. Me dejaba llevar por mi curiosidad; en realidad, no parecía haber en el mundo otra cosa que hacer sino… ¡alcanzar aquel árbol! Así, mientras caminaba por aquella tierra realmente más dura que húmeda, en contra de la impresión primera, no di importancia al hecho evidente de que cuanto más avanzaba más se desvanecía el zumbido de los insectos, el canto de los pájaros. Por allí no cruzaban el aire ni las abejas ni las mariposas; tampoco se veía en la dura tierra un escarabajo, ni cualquier otro insecto… Pero pronto percibí de nuevo el emponzoñamiento del aire.
»Cuanto más me aproximaba al árbol desfoliado, seco como un esqueleto, me percaté de que alrededor de sus raíces, apilada, había una especie de tierra blanca, lo que despertó mi curiosidad… Cuando llegué a su altura descubrí la naturaleza de aquello.
»Alrededor de las raíces y del arranque del tronco había montones de huesos pequeños; era un auténtico osario de miles de pájaros y de roedores, que arrancaba de las raíces y del tronco del árbol muerto para expandirse varias yardas a la redonda… hasta donde había más huesos, pero de animales más grandes estos; huesos de ovejas unos, de un caballo los otros… Y un poco más allá, solitaria, una calavera humana.
»Me quedé atónito contemplando aquello largo rato… Así estaba cuando de repente quedó roto el denso silencio que me envolvía, y del cual era ya perfectamente consciente, por un grito estremecedor que surgía de arriba, que parecía sobrevolar mi cabeza. Alcé los ojos al cielo y vi un halcón enorme que descendía lentamente hasta posarse en el árbol. Poco después pisaba con sus garras los huesos.
»Entonces me sentí definitivamente golpeado por el horror y me dispuse a volver a casa, confundido, con la mente debatiéndose entre el aturdimiento y la necesidad de salir de allí, temeroso de que se me embotase de un momento a otro. Eché a correr, un poco sin ton ni son, hasta que consciente de ello me detuve para situarme convenientemente… ¿Dónde estaba la colina? Miré a mi alrededor empavorecido. Parecía no haberme alejado apenas, a pesar de mi carrera. No veía la colina en pos de la cual me dirigía, sólo veía el árbol y los huesos, muy cerca aún de mí. Los huesos parecían expandirse ahora, abarcando todo el valle, que parecía cada vez más grande; tuve la impresión de que sus límites se hallaban a más de una milla y media de donde me encontraba.
»Comencé a temblar, mientras seguía inmóvil, tratando de hallar con la vista el camino a seguir. El sol comenzó a ponerse por detrás de las montañas, que se me antojaron entonces muy lejanas, mientras la oscuridad por el este crecía rápidamente. Pero ¿es que ya era la hora del ocaso? ¡El tiempo! ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde mi llegada al valle? Era imposible saberlo. En cualquier caso, tenía que adelantarme, para que las horas no me cayesen encima. Mis pies parecían atrapados, como en una pesadilla. Apenas podía deslizarlos sobre la tierra y sentí abajo el sonido de algo que se tronchaba cada vez que conseguía dar un paso con tanta dificultad. Miré al suelo. De allí emergía lentamente una neblina que se expandía a baja altura y que en algunos puntos, más que blanca, era de un azul desleído. Por el oeste, las montañas adquirían un tono cobrizo. Cuando se hizo de noche volví a sentir aquel grito aterrador y creí que me moría… No obstante, logré rearmar cada átomo de voluntad que me quedaba y avancé a duras penas hacia el oeste cobrizo a través de la neblina que parecía crepitar a la altura de mis tobillos, que parecía atenazar mis pasos.
»Pero lo cierto es que cuanto más lograba alejarme del árbol más grande se hacía el espanto que me embargaba… El terror me hizo sentir al borde de la muerte. El silencio me perseguía como un fantasma, el aire pútrido detenía mi respiración, la neblina cada vez más espesa se agarraba a mis pies con manos heladas.
»Pero salí victorioso, aunque hube de debatirme largo rato por avanzar un paso. Cuando me aferré con manos y pies a las faldas de la colina, oí muy lejos, sostenido largo rato en el aire, el grito escalofriante de aquella otra noche, el grito que entonces me hizo perder la razón… Era igual de intenso y hórrido, pero ahora me llegaba más vago… Miré hacia atrás. La niebla era densa en el valle; se detenía ondulante ante las faldas de la colina. El cielo tenía ahora una tonalidad dorada bajo el sol de poniente, pero la atmósfera que me circundaba era de un gris ceniciento, opresiva y mortífera… Permanecí unos instantes más a orillas de aquel mar del infierno y comencé a subir lentamente después una loma que precedía a la colina. La puesta de sol se abrió entonces ante mí en toda su intensidad; después comenzó a caer la noche lentamente y llegué a casa, cansado y débil, cuando la oscuridad imperaba ya por completo en el Valle de la Muerte.

 

Espíritus negros y blancos, 1895.

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