Tengo
un amigo, Olof Ehrensvärd, sueco de nacimiento, quien por razones
debidas a una extraña y melancólica desgracia sufrida en su primera
infancia, puso rumbo al Nuevo Mundo. Es la historia de un muchacho
testarudo y de una familia orgullosa y reticente; los detalles no
hacen aquí al caso, pero puedo asegurar que son más que suficientes
para urdir a través de ellos un romance protagonizado por este
hombre alto y de barba rubia, con los ojos tristes y con la voz
idónea para canturrear canciones populares suecas aprendidas en su
niñez. Jugamos al ajedrez en las noches de invierno, y suelen
concluir nuestras batallas ante el tablero con mi derrota, con
nuestras pipas rebosantes de tabaco, y con Ehrensvärd contándome
historias de los lejanos y a veces a medias recordados días en su
tierra natal, antes de que se hiciera a la mar. Son historias
realmente extrañas e incluso increíbles, en cuya narración se
agostan al tiempo la noche y el fuego de la chimenea, pero historias
que, en cualquier caso, yo creo completamente.
Una
de ellas me causó gran impresión, así que paso a referirla a
continuación, no sin antes decir que me resulta del todo imposible
reproducir el muy pulcro y curioso inglés de mi amigo, ni por
supuesto su delicado acento, cosas que incrementan mi fascinación
por este cuento. Bien, helo aquí, tal y como lo recuerdo.
—Nunca
te he contado cómo fue que Nils y yo subimos por las colinas de
Hallsberg y descubrimos el Valle de la Muerte, ¿verdad? Bien, pues
ocurrió así… Yo debía tener doce años, y Nils Sjöberg unos
pocos meses menos; su padre era un hombre que gozaba de muy buena
situación. Eramos inseparables por aquel tiempo; en cualquier cosa
que hiciéramos siempre estábamos juntos.
»Una
vez a la semana había mercado en Engelholm, y Nils y yo acudíamos a
ver las cosas tan sorprendentes que se mostraban en aquellos puestos,
traídas de los más alejados rincones del país. Un día nos alegró
el corazón el perrito que vendía un hombre llegado a través del
Elfborg, nos pareció el perrito más bello del mundo. Era gordo y
lanudo, tan gracioso que Nils y yo corrimos por la pradera jugando
con él, riéndonos mucho, muy felices, deseando que aquel perro
corriera siempre con nosotros por las colinas… Pero… no reuníamos
juntos ni la mitad del dinero que el hombre pedía por el perro, así
que le rogamos que no lo vendiera en cualquier otro lugar antes del
siguiente día de mercado, prometiéndole que para entonces habríamos
juntado el dinero suficiente para pagarle. Nos dio su palabra y
corrimos muy contentos a nuestras casas para implorar a nuestras
madres que nos dieran el dinero necesario para comprarnos el perrito.
»Nos
lo dieron, pero fuimos incapaces de aguardar al siguiente día de
mercado. Imaginábamos que acaso aquel hombre vendiera al perro, por
lo que dijimos que deberíamos dirigirnos cuanto antes, a través de
las colinas, a Hallsberg, donde aquel viejo vivía, para tener con
nosotros cuanto antes al perro del que nos habíamos encaprichado.
Recibimos el permiso para hacerlo. Si nos levantábamos temprano
estaríamos en Hallsberg hacia las tres de la tarde, y se hicieron
los arreglos oportunos para que pasáramos la noche en casa de una
tía de Nils y regresar así a nuestras casas al día siguiente.
»Poco
después de que saliera el sol nos pusimos en camino, después de
recibir instrucciones minuciosas sobre lo que deberíamos hacer en un
sinfín de situaciones, tanto posibles como imposibles, entre las que
figuraba que, como muy tarde, deberíamos estar de vuelta en nuestros
hogares al día siguiente, antes de que cayera la noche.
»Para
nosotros aquello significaba hacer, además, una excursión
extraordinaria, así que partimos con nuestros rifles, plenos de una
sensación que nos hacía parecer importantes, aunque el camino no
era difícil, al contrario, era un buen camino entre las altas
colinas que tan bien conocíamos pues por allí habíamos ido de caza
Nils y yo montones de veces, por las márgenes del Elfborg. A
espaldas de Engelholm se extiende un gran valle del que arrancan las
montañas más bajas que conducen a las mayores, y teníamos que
atravesarlo, para lo cual seguimos un camino que discurría del lado
de las colinas a lo largo de unas cuatro millas, antes de llegar a un
sendero estrecho que se ramificaba a la izquierda, por donde
deberíamos adentrarnos una vez llegados a esa encrucijada.
»No
ocurrió nada de interés a lo largo del camino, y llegamos a
Hallsberg a la hora prevista, encontrando que, para nuestro mayor y
más indecible gozo, el perrito no había sido vendido, así que nos
dirigimos a la casa de la tía de Nils para pasar allí la noche.
»No
puedo recordar por qué no salimos temprano, como lo habíamos
pensado hacer, al día siguiente; pero sí puedo recordar que nos
entretuvimos disparando nuestros rifles a la salida del pueblo, en un
bosque donde había jabalíes que nos ofrecían un blanco excelente.
El caso fue que, con aquello, no estaríamos de vuelta a primeras
horas de la mañana, según lo previsto, así que echamos a andar
rápido por un paso entre las montañas cuando comenzaba a oscurecer,
cuando el sol declinaba ya peligrosamente y por la falta de luz
corríamos el riesgo de precipitarnos por una de las montañas…
Creo que temíamos ser castigados por llegar a casa mucho más tarde
de lo que habíamos prometido, casi a la medianoche.
»Íbamos,
como digo, todo lo deprisa que nos era posible por aquellos caminos
entre las montañas y las colinas, mientras el azul oscuro de la
noche incipiente nos rodeaba y el cielo se iba tornando púrpura
lentamente. Al principio aquello nos daba risa, pues marchábamos muy
contentos, además, con nuestro perro corriendo junto a nosotros. Más
tarde, sin embargo, Nils y yo experimentamos una opresión extraña,
el uno podía verlo en el otro, aunque no nos dijéramos nada; es
más, ni siquiera silbábamos, ni canturreábamos; el perrito también
había dejado de correr y brincar, iba asustado tras nosotros, se le
notaba el miedo en cada músculo.
»Culminamos
aquel paso entre las colinas y las montañas, y nos vimos en un
altozano absolutamente yerto, del que parecía haberse esfumado la
vida, como si domináramos desde allí un mundo muerto; un lugar al
que llegaba el silencio del bosque como si emponzoñara el aire.
Instintivamente hicimos un alto y nos quedamos en silencio, tratando
de escuchar algo.
»Era
el silencio más hondo que se pueda imaginar; el silencio crepitante
del bosque por la noche; ese silencio que se acrecienta por la
sensación de lejanía que ofrecen las montañas a espaldas del
follaje y por el murmullo amontonado de las pequeñas formas de vida
que alberga el bosque, exagerada su intensidad, encima, por esa
suspensión del aire que parecía emponzoñado por ese mismo silencio
del que se impregna la oscuridad completa. Sólo se rompía aquel
silencio, de vez en vez, al caer una hoja, al moverse una rama, con
la nota aislada de un pájaro nocturno o de algún insecto… Podía
notar cómo me corría la sangre por las venas; el sonido de la
hierba bajo nuestros pies, aun tierno y blando, parecía entonces,
cuando dábamos un paso temeroso y precavido, la caída a tierra de
un gran árbol.
»Y
el aire, sí, estaba emponzoñado; parecía muerto… Era como si la
atmósfera yaciese bajo el peso del mar; nuestra sensación era la
del buzo que se zambulle en la más ignota profundidad marina. Eso a
lo que habitualmente llamamos silencio no es más que una experiencia
ordinaria. Aquel silencio del que hablo era un absoluto que impedía
cualquier sensación ordinaria; aquel silencio golpeaba nuestras
mentes intensificando a cada zarpazo nuestros sentidos, su capacidad
de percepción de un miedo tan difícil de identificar como imposible
de extinguir.
»Recuerdo
que Nils y yo nos miramos el uno al otro, no atónitos, sino
abyectamente aterrorizados. Recuerdo que oíamos la respiración del
otro, al unísono que la propia, agitada, incontrolable, acuosa
incluso, como un torrente que nos amenazara. Y recuerdo que nuestro
pobre perrito estaba igual de aterrorizado que Nils y yo. Aquella
negra opresión parecía dominarlo como ya nos había sometido a
nosotros. Cuando hicimos aquel alto, el animal se echó al suelo
gimoteando dolorosamente entre los pies de Nils. Creo que aquella
manifestación del miedo animal fue lo que definitivamente nos
empavoreció, lo que acabó con nuestra última capacidad de razonar.
Pero justo entonces, cuando estábamos ya al borde de la locura,
sentimos un sonido aún más aterrador que el del opresivo silencio,
un sonido fantasmagórico, tan horrible que nos pareció oír la
palabra de la muerte.
»En
lo más hondo de aquel silencio absoluto y circundante se dejó
sentir un grito prolongado, leve al principio; un lamento que al cabo
fue chillido tremolante, culminado en una queja que pareció sumir la
noche entera en su seno para expresar que el mundo se veía azotado
por un cataclismo. Fue tan espantoso que aún hoy me parece imposible
que se produjese realmente; pero puedo dar fe de que fue cierto,
aunque me dijera entonces que a buen seguro la capacidad de creer en
algo tan terrorífico me venía impuesta por el influjo de mi propio
miedo animal, por una alucinación nacida de la absoluta
imposibilidad de razonar, o de un razonamiento imbecilizado por el
miedo.
»Una
mirada a Nils bastó para que se me desvaneciera aquella esperanza de
que todo había sido una alucinación. Bajo la pálida luz de las
estrellas lo vi convertido en la personificación de todos los miedos
humanos posibles, tembloroso, con la boca abierta y las mandíbulas
abatidas, con la lengua colgando y los ojos desorbitados, a punto de
dispararse de sus cuencas como los de un ahorcado. Sin decirnos una
palabra apresuramos el paso; el pánico nos hacía ir muy juntos,
hombro con hombro; Nils, acaso para protegerse, había tomado al
perrito en sus brazos, y así bajamos por la ladera de un monte bajo
llevados del impulso de alejarnos de allí cuanto más aprisa mejor.
»Así,
bajo los árboles negros y la blancura lejana de las estrellas que
parpadeaban entre la espesura de las ramas a cuyo amparo caminábamos
casi sin resuello, fuimos ya por un llano, por las faldas de las
colinas, a la búsqueda de un sendero conocido que nos dijese que
estábamos en el camino próximo a nuestra salvación, pisando ahora
un marjal, ahora unos hoyos, da igual… Íbamos siempre hacia abajo,
cuanto más lejos pudiéramos.
»No
tengo idea de cuánto tiempo mantuvimos aquel paso forzado, pero sí
que se nos hizo eterno el camino hasta que sentimos, más que vimos,
que dejábamos atrás el bosque, hasta que fuimos por una zona que
nos era más familiar, la señalada por las faldas de las colinas más
bajas, las últimas colinas de la región, o las primeras si
partíamos de nuestras casas. Allí, aliviados por esa sensación de
estar a salvo, nos tiramos como perros extenuados en un manchón de
hierba seca.
»Allí,
al abierto, gozábamos de algo más de luz por lo que miramos en
derredor nuestro tratando de situarnos convenientemente, para saber
con exactitud en qué parajes nos encontrábamos, para intentar
atisbar por dónde discurría aquel sendero que sabíamos nos
conduciría a casa. Pero todo fue en vano. Fuimos incapaces de
reconocer un solo recodo, una senda, unas piedras, cualquier cosa que
nos resultara familiar. A nuestras espaldas se alzaba la gran muralla
del bosque negro, en el flanco de las montañas; del otro lado, las
ondulantes y bajas colinas que habíamos creído las últimas, sin
árboles ni peñascos a sus pies; al fondo, el cielo negro y
brillante que parecía haberse desplomado sobre la tierra, con una
miríada de estrellas que iban del blanco al gris luminoso y
aterciopelado.
»Hasta
donde soy capaz de recordar, creo que no cambiamos una sola palabra;
era tan subyugante el terror en que nos hallábamos sumidos que no
podíamos articularlas; no obstante, nos movíamos al unísono y
mirábamos hacia las colinas con idéntica angustia.
»Persistía
el mismo silencio atronador de antes, el mismo aire inmóvil, muerto,
denso y pesado; un aire sofocante y a la vez helador, paralizante; un
aire que a cada paso nos golpeaba con la dureza del acero a medias
candente y a medias frío. Aún con el perrito en sus brazos, Nils lo
estrechó más fuerte contra su pecho mientras apretábamos de nuevo
el paso, yo a sus espaldas, a muy corta distancia de él. Y al final
vimos alzarse frente a nosotros un páramo elevado y cubierto de
brezo que parecía rozarse con las blancas estrellas del cielo.
Apretamos el paso aún más para culminarlo y nos vimos al cabo
contemplando, siempre en silencio, con la respiración agitada, un
gran valle envuelto en brumas, un valle preñado por completo… ¿de
qué?
»Todo
lo más que podían alcanzar a ver nuestros ojos era una planicie
cenicienta, acaso fosforescente; un mar de niebla aterciopelada y
quieta como agua estancada, o acaso como un suelo de alabastro, que
sugería inconsistencia, imposibilidad de sostener el peso de
alguien, no obstante su aparente densidad. Si aún era posible
experimentar mayor terror, aquel mar de muerte anegó todavía más
mi alma en el suplicio, más que el silencio sufrido hasta entonces,
más que aquel aullido pavoroso… Lo que veía era tan ominoso, tan
irreal, tan fantasmagórico e imposible, como un océano de muerte
que hubiera brotado bajo el manto de las estrellas. Y era a través
de aquella niebla por donde teníamos que adentrarnos… No parecía
haber otro camino que nos llevara a casa. Temblorosos de miedo,
enloquecidos por el deseo irreprimible de dar marcha atrás, que
chocaba con la necesidad de seguir adelante para hallarnos a salvo en
nuestros hogares cuanto antes, empezamos a adentrarnos en la niebla,
en aquel mar volátil y lechoso en el que apenas se veía alguna
mancha de hierba.
»Adelanté
un pie en la niebla fantasmagórica. Un chillido espantoso que salía
bajo mis pies hizo que me diera un vuelco el corazón y que
retrocediese. Pero entonces volvió a dejarse sentir aquel chillido,
más opaco y a la vez más próximo, más cercano a mis oídos, al
lugar donde nos encontrábamos… Y al tiempo observé cómo más
allá, por donde debería hallarse la línea del horizonte de aquel
mar de niebla, comenzaba a elevarse hacia el cielo una espiral
neblinosa que oscurecía las estrellas hasta ocultarlas mientras
ascendía y se desparramaba. Contemplando aquella oscuridad creciente
del cielo, vi entonces que la luna parecía de agua turbulenta, que
flotaba a duras penas sobre el mar de niebla palpitante, vaga y a la
vez vasta, expandiéndose ella igualmente como la neblina.
»Era
suficiente como para que nos decidiéramos a no transitar por allí.
Retrocedimos evitando cuidadosamente las orillas de aquel mar de
niebla hasta hallarnos relativamente a salvo, de nuevo en la falda de
la colina.
»Pero
sabíamos que nuestra salvación pasaba por la pugna, por decidirnos
en aquella carrera. No sé cómo, pero lo hicimos; y a medida que
corríamos a través de la niebla, tras hacer acopio de la decisión
necesaria para ello, vimos al mirar atrás que el denso mar de niebla
se deshacía a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos hacia el
valle y corríamos ya por una región que conocíamos bien. Pronto
hallamos el sendero propicio… Lo último que recuerdo es una voz
extraña, que no era sino la de Nils pero espantosamente cambiada,
diciendo dolorosamente:
»—¡El
perro ha muerto!
»Y
después todo comenzó a dar vueltas a mi alrededor y ya no fui
consciente de nada más.
»Fue
unas tres semanas después, según recuerdo, cuando desperté en mi
habitación para encontrar a mi madre sentada junto a mí, a un lado
de la cama… Estaba confuso y apenas podía pensar en nada al
principio, pero poco a poco recuperé las fuerzas y comenzaron a
llegarme recuerdos dispersos, como flashes… Y poco a poco
logré rehacer la secuencia completa de los hechos acaecidos aquella
noche terrorífica en el Valle de la Muerte. Todo lo que pude saber
fue que había caído enfermo, sin más, tres semanas atrás, y que
mi cerebro ardía con una fiebre extraña, pues al parecer decía
cosas incoherentes. Ya recuperado traté de contar lo que nos había
sucedido, a medida que iban acudiendo los recuerdos a mi mente, pero
observé en las expresiones de quienes me escuchaban una incredulidad
condescendiente, semejante a la de quienes escuchan a los locos, así
que decidí callarme la boca definitivamente.
»Quería
ver a Nils, en cualquier caso, así que pregunté por él. Me dijo
entonces mi madre que también él había caído enfermo de una
fiebre semejante a la mía, pero que ya se había recuperado del
todo. Fueron a buscarle; cuando estuvimos a solas comencé a hablar
de los sucesos de aquella noche… Nunca se me podrá olvidar el
choque que me produjo, y que me abatió contra la almohada, oírle
negar todo aquello… Negar que había ido conmigo, que había oído
aquel grito, que había visto el valle, que se había espantado al
oír cómo gritaba la neblina cuando adelanté mi pie dispuesto a
cruzarla… Parecía ignorar realmente todo aquello, y a despecho de
mí mismo no me cupo más solución, al cabo, que quizá lo negara
todo no por conveniencia, ni porque así se lo hubieran sugerido,
sino porque el pánico le hubiera hecho olvidarlo.
»Mi
debilitado cerebro parecía agitarse en un tumulto… ¿Acaso era
todo debido al fantasma del delirio? ¿Acaso era cierto que el horror
había oscurecido por completo la mente de Nils hasta borrarle el
menor recuerdo de aquella noche pasada en el Valle de la Muerte? El
caso fue que no dije nada más de todo aquello, ni a Nils ni a los
míos, sino que esperé a estar recuperado del todo, haciéndome el
firme propósito de volver al valle entonces para comprobar si todo
aquello era real o había sido producto de una visión debida a la
fiebre.
»Me
propuse hacerlo unas pocas semanas antes de que me hallara
completamente repuesto, pero no fue hasta finales de septiembre,
cuando un día aún tibio y luminoso cual la última sonrisa plena
del verano a punto de morir, salí de pronta mañana por el camino
que conducía a Hallsberg. Estaba seguro de recordar el punto del
camino en el que había que tomar la izquierda, justo donde se alzaba
el árbol que al salir del Valle de la Muerte nos indicó el camino
seguro de regreso a nuestras casas. Pronto lo vi, efectivamente, a no
mucha distancia.
»El
aire límpido y la tibia luz del sol hacían en mí un efecto
balsámico, a tal extremo que cuando hice un alto bajo un gran pino,
para descansar un poco, yo mismo llegué a pensar si no habría sido
todo lo ocurrido aquella noche simplemente nada, una pesadilla… No
obstante, seguí caminando al poco, adelante por el sendero que
comenzaba a estrecharse, rodeado de vegetación. Oí algo, mientras
seguía avanzando, el zumbido de una nube de moscas en cuyo centro
estuve unos pasos más allá… Miré entonces al suelo y descubrí
los huesos del perrito que habíamos comprado en Hallsberg.
»Aquello
me encorajinó, rearmándome de valor, dándome la decisión
suficiente para seguir adelante, pues ya sabía que todo había sido
verdad… Una verdad que, no obstante mi coraje y mi decisión, me
aterró… Mandaban en mí, sin embargo, el orgullo y el deseo de
aventura, cosas ambas que me empujaron a través del sendero, aún
más estrecho y casi cubierto por entero de maleza, a tal punto que
apenas podía ver por dónde pisaba. Guiaba mis pasos, sin embargo,
por las huellas dejadas sobre la hierba por los animales del bosque,
aunque a veces tenía que aventurarme entre arbustos y matojos
difícilmente penetrables. Cuando salí del sendero, en cualquier
caso, la tierra era más firme, clara y transitable, y así continuó
hasta que alcancé la falda de las colinas, desnuda de árboles y de
matorral; supe bien, entonces, que desde aquel punto habíamos
avistado el Valle de la Muerte y su niebla helada. Alcé entonces los
ojos al sol; brillaba inmenso, radiante, claro… Todo a mi alrededor
vivía el esplendor del bonancible otoño, y los pájaros piaban y
surcaban el cielo por aquí y por allá mientras los insectos
parecían saciarse del aire. Era imposible experimentar allí
sensación de peligro… al menos hasta que no cayera la noche…
Contagiado de aquella atmósfera deliciosa, seguí caminando hacia la
cumbre de la colina mientras silbaba feliz.
»Desde
allí avisté entonces el Valle de la Muerte. Era como una gran
alberca oval, tan regular y proporcionada que parecía hecha por las
manos del hombre. Lo rodeaban las colinas y las montañas con sus
crestas de un verdor que parecía espolvoreado para derramarse ya más
débilmente sobre su tono de un marrón ceniciento… ¿Y bien? Nada.
Todo marrón, en sus distintos tonos; todo desnudo… Dura tierra,
sin más; ni un manchón de hierba, ni un resto de bosque, siquiera
moribundo. Tampoco había piedras, sólo una vasta expansión de algo
que parecía mera arcilla húmeda.
»Justo
en el centro de aquella especie de alberca que era el valle, acaso a
una milla y media de distancia de donde me encontraba, alteraba
aquella uniformidad baldía un árbol muerto, grande, sin ramas, que
parecía sostenerse en el aire, de tan aislado. Sin dudarlo un
instante comencé a bajar hacia allí con la idea de dirigirme a ese
árbol, que se había convertido en mi meta. Cada partícula de mi
miedo parecía haberse esfumado, haciéndome ligero el paso; el valle
no me parecía ahora nada terrorífico. Me dejaba llevar por mi
curiosidad; en realidad, no parecía haber en el mundo otra cosa que
hacer sino… ¡alcanzar aquel árbol! Así, mientras caminaba por
aquella tierra realmente más dura que húmeda, en contra de la
impresión primera, no di importancia al hecho evidente de que cuanto
más avanzaba más se desvanecía el zumbido de los insectos, el
canto de los pájaros. Por allí no cruzaban el aire ni las abejas ni
las mariposas; tampoco se veía en la dura tierra un escarabajo, ni
cualquier otro insecto… Pero pronto percibí de nuevo el
emponzoñamiento del aire.
»Cuanto
más me aproximaba al árbol desfoliado, seco como un esqueleto, me
percaté de que alrededor de sus raíces, apilada, había una especie
de tierra blanca, lo que despertó mi curiosidad… Cuando llegué a
su altura descubrí la naturaleza de aquello.
»Alrededor
de las raíces y del arranque del tronco había montones de huesos
pequeños; era un auténtico osario de miles de pájaros y de
roedores, que arrancaba de las raíces y del tronco del árbol muerto
para expandirse varias yardas a la redonda… hasta donde había más
huesos, pero de animales más grandes estos; huesos de ovejas unos,
de un caballo los otros… Y un poco más allá, solitaria, una
calavera humana.
»Me
quedé atónito contemplando aquello largo rato… Así estaba cuando
de repente quedó roto el denso silencio que me envolvía, y del cual
era ya perfectamente consciente, por un grito estremecedor que surgía
de arriba, que parecía sobrevolar mi cabeza. Alcé los ojos al cielo
y vi un halcón enorme que descendía lentamente hasta posarse en el
árbol. Poco después pisaba con sus garras los huesos.
»Entonces
me sentí definitivamente golpeado por el horror y me dispuse a
volver a casa, confundido, con la mente debatiéndose entre el
aturdimiento y la necesidad de salir de allí, temeroso de que se me
embotase de un momento a otro. Eché a correr, un poco sin ton ni
son, hasta que consciente de ello me detuve para situarme
convenientemente… ¿Dónde estaba la colina? Miré a mi alrededor
empavorecido. Parecía no haberme alejado apenas, a pesar de mi
carrera. No veía la colina en pos de la cual me dirigía, sólo veía
el árbol y los huesos, muy cerca aún de mí. Los huesos parecían
expandirse ahora, abarcando todo el valle, que parecía cada vez más
grande; tuve la impresión de que sus límites se hallaban a más de
una milla y media de donde me encontraba.
»Comencé
a temblar, mientras seguía inmóvil, tratando de hallar con la vista
el camino a seguir. El sol comenzó a ponerse por detrás de las
montañas, que se me antojaron entonces muy lejanas, mientras la
oscuridad por el este crecía rápidamente. Pero ¿es que ya era la
hora del ocaso? ¡El tiempo! ¿Cuánto tiempo había transcurrido
desde mi llegada al valle? Era imposible saberlo. En cualquier caso,
tenía que adelantarme, para que las horas no me cayesen encima. Mis
pies parecían atrapados, como en una pesadilla. Apenas podía
deslizarlos sobre la tierra y sentí abajo el sonido de algo que se
tronchaba cada vez que conseguía dar un paso con tanta dificultad.
Miré al suelo. De allí emergía lentamente una neblina que se
expandía a baja altura y que en algunos puntos, más que blanca, era
de un azul desleído. Por el oeste, las montañas adquirían un tono
cobrizo. Cuando se hizo de noche volví a sentir aquel grito
aterrador y creí que me moría… No obstante, logré rearmar cada
átomo de voluntad que me quedaba y avancé a duras penas hacia el
oeste cobrizo a través de la neblina que parecía crepitar a la
altura de mis tobillos, que parecía atenazar mis pasos.
»Pero
lo cierto es que cuanto más lograba alejarme del árbol más grande
se hacía el espanto que me embargaba… El terror me hizo sentir al
borde de la muerte. El silencio me perseguía como un fantasma, el
aire pútrido detenía mi respiración, la neblina cada vez más
espesa se agarraba a mis pies con manos heladas.
»Pero
salí victorioso, aunque hube de debatirme largo rato por avanzar un
paso. Cuando me aferré con manos y pies a las faldas de la colina,
oí muy lejos, sostenido largo rato en el aire, el grito
escalofriante de aquella otra noche, el grito que entonces me hizo
perder la razón… Era igual de intenso y hórrido, pero ahora me
llegaba más vago… Miré hacia atrás. La niebla era densa en el
valle; se detenía ondulante ante las faldas de la colina. El cielo
tenía ahora una tonalidad dorada bajo el sol de poniente, pero la
atmósfera que me circundaba era de un gris ceniciento, opresiva y
mortífera… Permanecí unos instantes más a orillas de aquel mar
del infierno y comencé a subir lentamente después una loma que
precedía a la colina. La puesta de sol se abrió entonces ante mí
en toda su intensidad; después comenzó a caer la noche lentamente y
llegué a casa, cansado y débil, cuando la oscuridad imperaba ya por
completo en el Valle de la Muerte.
Espíritus negros y blancos, 1895.
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