Soñaba la misma historia, que en
noches sucesivas se repetía de manera idéntica. Estábamos en una
especie de celda enorme, encerrados. Cantábamos para quitarnos el
miedo y entonces entraban unos soldados y nos daban culatazos con sus
fusiles y nos mandaban callar. Se paraban delante de mí y me
preguntaban a gritos, señalando a uno que siempre estaba callado y
me decían, ‘¿cómo se llama ése?, ¡dinos su nombre!, ¿por qué
no canta?, ¿por qué no toca la guitarra?’ Y yo no sabía qué
decir, ni sabía por qué estaba allí. Siempre estaba allí, allí
quieto, callado. Hasta que un día dijeron su nombre. Era moreno,
aindiado, con la nariz prominente. Tenía el pelo negro y ensortijado
y no enseñaba nunca las manos.
Entonces
iban y le gritaban y le daban culatazos con los fusiles pero él no
decía nada. Hasta que un día ya no pude más y les grité yo
también, ‘¡No le peguen más!’, dije, ‘¿No ven que no tiene
manos? ¡Está muerto y se llama Víctor, Victor Jara!’
En
ese momento, me despertaba sobresaltado con una amargura infinita.
Blog del autor: Máquina de coser palabras.
En la foto, Víctor Jara.
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