Recibí una llamada: era yo, desde un teléfono que perdí el año pasado. Me pregunté dónde se había quedado el aparato; me contesté que en tal y tal cafetería, que yo ni siquiera recordaba. Estás mal, dije, desde quién sabe dónde; ¿qué has hecho con tu vida? ¿Has seguido engordando? ¿Te siguen dando tus crisis? Me contesté que no, pero en realidad estaba mintiendo y yo me di cuenta. Estás mintiendo, me dije. ¿Qué quieres?, me pregunté, un poco disgustado conmigo. ¿A qué venía que me estuviese buscando precisamente ahora? Has de estar pensando que por qué te busco precisamente ahora, dije. ¡No es cierto!, contesté. El que se enoja pierde, dije, riéndome, y yo quise colgar pero yo me lo impedí diciendo: Necesitas que alguien te ponga en tu lugar y te enderece. Entonces llamaron a la puerta y resultó que era yo, y que había estado afuera todo el tiempo. Claro que sé dónde vives, idiota, me dije, sin soltar el celular. No se vale, contesté. Ya, cuelga. Era bastante ridículo seguir hablando por celular. Pero ni siquiera me pude consolar pensando que, si yo me veía ridículo, yo también me veía ridículo: de hecho tuve ganas de llorar al darme cuenta de que en realidad yo me veía más joven y más esbelto, y sólo había pasado un año. Para peor, yo tenía pelo, yo todavía tenía pelo, mientras que yo, efectivamente, había tenido una de mis crisis el día anterior y me había rapado y me veía patético. Te ves patético, me dije. Y yo no pude más y empecé a llorar de veras y me contesté sí. Y entonces caí al piso. Y entonces, contra todo lo que esperaba, yo me puse de rodillas, y me abracé, me abracé y me consolé y me dije que todo iba a estar bien, que si yo no me ayudaba pues quién me iba a ayudar... Así me dije.
Deberíamos colgar, dije, mientras luchaba por sorber las lágrimas. Nos vemos ridículos así abrazados y con los teléfonos, agregué, y yo me reí, y luego yo también me reí, y pensé que además me he vuelto descuidado porque mi teléfono de hace un año está en mejores condiciones que el que tengo ahora.
Siete. 2012.
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