Mi madre se entretuvo con el
móvil en el momento en que íbamos a entrar en el ascensor para
bajar al parque y no pudo evitar quedarse paralizada en el rellano
cuando las puertas se cerraron conmigo dentro.
Aparecí unos pisos más arriba,
donde me esperaba una señora a la que nunca antes había visto y que
me gritaba enfadada en –luego lo supe- lengua ucraniana. Con el
vértigo de mi primer viaje en solitario, no tuve fuerzas para
llevarle la contraria e hice lo que sus gestos, con el lenguaje
universal de las madres, me indicaban: “Entra pa casa”.
Aunque al principio pensé en
zafarme escaleras abajo, mi orgullo herido, al ver que pasaban los
días y ella no subía a buscarme, me retuvo como revancha. Además,
enseguida empecé a cogerle gusto al borsh, a los galushki, a los
trocitos de salo, al kulich, a la dulce zapecanca y a tener un
hermano –yo siempre había querido tener un hermano-, así que
decidí quedarme.
Ahora estudio en una escuela
pública, donde me dan clase de español cinco horas por semana. Como
no hablo, mi tutora tranquiliza a los otros profesores: Es que está
en el período silencioso, pero ya veréis cuando arranque, que estos
del Este son muy disciplinados... Todos creen que soy muy alta, pero
es que me han escolarizado dos cursos por debajo.
Los compañeros me gritan en el
patio:
- ¡NiñaU-crania,
NiñaU-crania!...
Han pasado ya unas cuantas
semanas y hoy por primera vez me la he cruzado. Salía del portal
cuando yo entraba con mi hermano. Iba radiante, de la mano de un
nuevo novio, y al verme, ha dado un gritito:
- ¡Uy, qué niña tan mona…,
y cómo crece!...
Y luego, por lo bajini, le ha
explicado:
-Son los del 5º…, de los de
Ucrania.
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