El primer escrito que el hijo de los Albert deslizó disimuladamente
en mi bolsillo me produjo la impresión de una broma incomprensible.
Las palabras, escritas en círculos concéntricos, formaban las
siguientes frases:
Cazuela airada,
Tiznes o visones.
Cruces o lagartos. La
noche era acre
aunque las cucarachas
llorasen. Más
Olla.
Pensé en el
particular sentido del humor de Tomás Albert y olvidé el asunto. El
niño, por otra parte, era un tanto especial; no acudía jamás a la
escuela y vivía prácticamente recluido en una confortable
habitación de paredes acolchadas. Sus padres, unos antiguos
compañeros de colegio, debían sentirse bastante afectados por la
debilidad de su único hijo, ya que, desde su nacimiento, habían
abandonado la ciudad para instalarse en una granja abandonada a
varios kilómetros de una aldea y, también desde entonces, rara vez
se sabía de ellos. Por esta razón, o porque simplemente la granja
me quedaba de camino, decidí aparecer por sorpresa. Habían pasado
ya dos años desde nuestro encuentro anterior y durante el trayecto
me pregunté con curiosidad si Josefina Albert habría conseguido
cultivar sus aguacates en el huerto o si la cría de gallinas de José
estaría dando buenos resultados. El autobús se detuvo en el pueblo
y allí alquilé un coche público para que me llevara hasta la
colina. Me interesaba también el estado de salud del pequeño Tomás.
La primera y única vez que tuve ocasión de verle estaba jugueteando
con cochecitos y muñecos en el suelo de su cuarto. Tendría entonces
unos doce años pero su aspecto era bastante más aniñado. No pude
hablar con él —el niño sufría una afección en los oídos— y
nuestra breve entrevista se realizó en silencio, a través de una
ventana entreabierta. Fue entonces cuando Tomás deslizó la carta en
mi bolsillo.
Habíamos llegado a
la granja y el taxista me señaló con un gesto la puerta principal.
Recogí mi maletín de viaje, toqué el timbre y eché una mirada al
terreno; en la huerta no crecían aguacates sino cebollas y en el
corral no había rastros de gallinas pero sí unas veinte jaulas de
metal con cuatro o cinco conejos cada una. Volví a llamar. El Ford
años cuarenta se convertía ahora en un punto minúsculo al final
del camino. Llamé por tercera vez. El amasijo de polvo y humo que
levantaba el coche parecía un nimbo de lámina escolar. Golpeé con
la aldaba.
Me estaba
preguntando seriamente si no habría cometido un error al no avisar
con antelación de mi llegada cuando, por fin, la puerta se abrió y
pude distinguir a contraluz la silueta de mi amigo José Albert.
«¡Ah!», dijo después de un buen rato. «Eres tú.» Pero no me
invitó a pasar ni parecía decidido a hacerlo. Su rostro había
envejecido considerablemente y su mirada —ahora que me había
acostumbrado a distinguir en la oscuridad— me pareció opaca y
distante. Me deshice en excusas e invoqué la ansiedad de saber de
ellos, la amistad que nos unía e, incluso, el interés por conocer
el rendimiento de ciertos terrenos en cuya venta había intervenido
yo hacía precisamente dos años. Se produjo un silencio molesto que,
sin embargo, no parecía perturbar a José. Por fin, unas carcajadas
procedentes del interior me ayudaron a recuperar el aplomo. «¿Es
Josefina, verdad?» José asintió con la cabeza. «Tenía muchas
ganas de veros a los dos», dije después de un titubeo. «Pero quizá
caí en un mal momento...» Josefina, en el interior, seguía riendo.
Luego dijo «¡Manzana!» y enmudeció. «Aunque, claro, no veo
tampoco cómo regresar a la aldea ahora. ¿Tenéis teléfono?» Oí
portazos y cuchicheos. «En fin... Si pudiera dar aviso para que me
pasaran a recoger.» En aquel instante apareció Josefina. Al igual
que su marido tardó cierto tiempo en reconocerme. Luego, con una
amabilidad que me pareció ficticia, me besó en las mejillas y
sonrió: «Pero ¿qué hacéis en la puerta? Pasa, te quedarás a
comer».
Me sorprendió que
la mesa estuviera preparada para tres personas y que la vajilla fuera
de Sévres, como en las grandes ocasiones. Había también flores y
adornos de plata. De pronto creí comprender la inoportunidad de mi
llegada (un invitado importante, una visita que sí había avisado) y
me excusé de nuevo, pero Josefina me tomó del brazo. «No sólo no
nos molestas sino que estamos encantados. Casi nos habíamos
convertido en unos ermitaños», dijo, pero no dio respuesta alguna a
mi pregunta. Un poco azorado pregunté dónde estaba el baño y José
me mostró la puerta. Allí dentro di un respiro. Me contemplé en el
espejo y me maldije tres veces por mi intromisión. Comería con
ellos (después de todo me hallaba hambriento) pero acto seguido
telefonearía a la aldea para que enviaran un coche. Iba a hacer todo
esto (sin duda iba a hacerlo) cuando reparé en un vasito con tres
cepillos de dientes. En uno, escrito groseramente con acuarela densa,
se leía «Escoba», en otro «Cuchara» y en el tercero «Olla». La
Olla, esta olla que por segunda vez acudía a mi encuentro, me llenó
de sorpresa. Salí del baño y pregunté: «¿Y vuestro hijo?».
Josefina dejó una labor apenas iniciada. José encendió la pipa y
se puso a dar largas zancadas en torno a la mesa. Mis preguntas
parecían inquietarles.
—Está bien —dijo
Josefina con aplomo—. Aunque no del todo, claro.
—Ya sabes —añadió
José—. Ya sabes —repitió. —Unos días mejor —dijo
Josefina—, otros peor. —Los oídos, el corazón, el hígado
—intervino José.
—Sobre todo los
oídos —dijo Josefina — . Hay días en que no se puede hacer el
menor ruido. Ni siquiera hablarle — y subrayó la última palabra.
—Pobre Tomás
—dijo él. —Pobre hijo nuestro —insistió ella.
Y así, durante casi
una hora, se lamentaron y se deshicieron en quejas. Sin embargo,
había algo en toda aquella representación que me movía a pensar
que no era la primera vez que ocurría. Aquellas lamentaciones,
aquella confesión pública de las limitaciones de su hijo, me
parecieron excesivas y fuera de lugar. En todo caso, resultaba
evidente que la comedia o el drama iban destinados a mí, único
espectador, y que ambos intérpretes se estaban cansando de mi
presencia. De pronto Josefina estalló en sollozos.
—Había puesto
tantas ilusiones en este niño. Tantas...
Y aquí acabó el
primer acto. Intuí en seguida que en este punto estaba prevista la
intervención de un tercero con sus frases de alivio o su
tribulación. Pero no me moví ni de mi boca salió palabra alguna.
Entonces José, con voz imperativa, ordenó: «¡Comamos!».
El almuerzo se me
hizo lento y embarazoso. Había perdido el apetito y por mi cabeza
rondaban extrañas conjeturas. Josefina, en cambio, parecía haberse
olvidado totalmente del tema que momentos antes la condujera al
sollozo. Descorchó —en mi honor, dijo— una botella mohosa de
champagne francés y no dejaba de atenderme y mostrarse solícita.
José estaba algo taciturno pero comía y bebía con buen apetito. En
una de sus contadas intervenciones me agradeció las gestiones que
hiciera, dos años atrás, para la compra de un terreno cercano a la
casa y que súbitamente parecía haber recordado. Sus palabras,
unidas a un especial interés por evitar los temas que pudiesen
retrotraernos a los pocos recuerdos comunes —es decir, a los años
del colegio — , me convencieron todavía más de que mis
anfitriones no querían tener en lo sucesivo ningún contacto
conmigo. O, por lo menos, ninguna visita sorpresa. Me sentía cada
vez peor. Josefina pidió que la excusáramos y salió por la puerta
de la cocina. La situación, sin la mujer, se hizo aún más tensa.
José estaba totalmente ensimismado; jugaba con el tenedor y se
entretenía en aplastar una miga de pan. De vez en cuando levantaba
los ojos del mantel y suspiraba, para volver en seguida a su trabajo.
A la altura del quinto suspiro, y cuando ya la miga presentaba un
color oscuro, apareció Josefina con un pastel. Era una tarta de
frambuesas. «La acabo de sacar del horno», dijo. Pero la tarta no
tenía precisamente aspecto de salir de un horno. En la superficie
unas frambuesas se hallaban más hundidas que otras. Me fijé mejor y
vi que se trataba de pequeños hoyitos redondos. Los conté: catorce.
Entonces, ignoro por
qué, volví a preguntar:
—¿Y vuestro hijo?
Y, como si hubiese
accionado un resorte, la función empezó una vez más.
—Está bien...
aunque no del todo, claro.
—Ya sabes, ya
sabes. —Unos días mejor, otros peor. —El corazón, el oído, el
hígado...
—Sobre todo los
oídos. Hay días en que no se puede hacer el menor ruido. Ni
siquiera hablarle.
El ruido del café
dejó a José con la réplica obligada en la boca. Esta vez, para mi
alivio, fue el hombre quien se levantó de la mesa. Al poco rato
regresó con tres tacitas, también de Sevres, y una cafetera
humeante. Pensé que mis amigos estaban rematadamente locos o que,
mucho peor, estaban tratando por todos los medios de ocultarme algo.
— ¿Cuántos años
tiene Tomás? —pregunté esperando una cierta consternación por su
parte o al menos un titubeo.
— Catorce —dijo
Josefina con resolución — . Los cumple hoy precisamente.
— Sí —añadió
José — , íbamos a celebrar una pequeña fiesta familiar pero ya
sabes, ya sabes...
—El corazón, el
oído, el hígado —dije yo.
—Lo hemos tenido
que acostar en su cuarto.
La explicación no
acabó de satisfacerme. Quizá por eso me empeñé en llamar yo mismo
a la aldea y solicitar el coche. Ante la idea de mi partida el rostro
de mis anfitriones pareció relajarse, aunque no por mucho tiempo.
Porque no había coche. O sí lo había, pero, sin saber la razón
una vez más, fingí un contratiempo. No podía explicarme el porqué
de todo esto pero lo cierto es que aquel juego absurdo empezaba a
fascinarme. Quedé con el chófer para el día siguiente a las nueve
de la mañana.
— Ya lo veis —dije
colgando el auricular—. La suerte no quiere acompañarme. Voy a
perder sin remedio el último autobús.
Mis amigos no daban
señales de haber comprendido.
—Temo que voy a
tener que abusar un poco más de vuestra hospitalidad. Por una noche.
El único coche disponible no estará reparado hasta mañana.
Ellos encajaron
estoicamente el nuevo contratiempo. La tarde discurrió plácida y,
en algunos momentos, incluso amena. Josefina desapareció una vez por
el corredor llevando una bandeja con los restos de comida y de tarta.
«¿Para Tomás?», pregunté. José, ocupado en vaciar su pipa, no
se molestó en responderme.
Al caer la noche y
cuando Josefina preparaba de nuevo la mesa (esta vez sin Sévres ni
adornos de ningún tipo), lancé al aire mi última e intencionada
pregunta: «¿Cenará esta noche Tomás con nosotros?». Ellos
contestaron al unísono: «No. No va a ser posible». Y, a
continuación, tal y como esperaba, repitieron por riguroso orden la
retahíla de lamentaciones acostumbradas, lo que no hizo sino
confirmar mis sospechas. Naturalmente Tomas no cenaría con nosotros,
tampoco desayunaría mañana ni podría hacerlo nunca más;
sencillamente porque había dejado de pertenecer al mundo de los
vivos. La locura y el aislamiento de mis amigos les llevaba a actuar
como si el hijo estuviera aún con ellos. Por soledad o, quizá
también, por remordimientos. Ignoro la razón pero cada vez con más
fuerza acudía a mi mente la idea de que los Albert se habían
deshecho de aquella carga de alguna manera inconfesable.
Pero de nuevo me
había equivocado. Al terminar la cena, Josefina tomó mi mano y me
preguntó dulcemente:
— ¿Te gustaría
ver a Tomás?
Fue tanta mi
sorpresa que no acerté a contestar en seguida. Creo, sin embargo,
que mi cabeza asintió.
—Ya lo sabes —dijo
José — , ni una palabra: los oídos de nuestro hijo no soportarían
un timbre de voz desconocido. —Y, sonriendo con amargura, me
condujeron al cuarto.
Era la misma alcoba
que yo conociera dos años atrás, aunque me dio la impresión de que
habían reforzado los muros y de que los cristales de la ventana eran
ahora dobles; el suelo estaba alfombrado en su totalidad y del techo
pendía una luz conscientemente tenue. Entramos con sigilo. De
espaldas a la puerta, en cuclillas y garabateando en un cuaderno como
cualquier niño de su edad, estaba Tomás Albert. Su rubia cabeza se
volvió casi de inmediato hacia nosotros. Pude comprobar entonces con
mis propios ojos cómo Tomás, en contra de mis sospechas, había
crecido y era hoy un hermoso adolescente. No parecía enfermo pero
había algo en su mirada, perdida, difusa y al tiempo inquiriente,
que me resultaba extraño. Me arrodillé en la alfombra y le sonreí.
Pareció reconocerme en seguida y me atrevería a asegurar que le
hubiese gustado hablar, pero Josefina le cubrió suavemente la boca y
besó su cabello. Luego, con un gesto, le indicó que no debía
fatigarse sino intentar dormir. Lo dejamos en la cama. Al salir, José
y Josefina me miraban expectantes. Yo, incapaz de encontrar palabras,
me atreví a dar unas palmaditas amistosas en la espalda de mi amigo.
Al cabo de un buen rato sólo acerté a decir: «Es un guapo
muchacho, Tomás. ¡Qué lástima!»
Ya en mi cuarto
respiré hondo. Sentía repugnancia de mí mismo y una gran ternura
hacia el niño y mis pobres amigos. Sin embargo, mis intromisiones
vergonzosas no habían terminado aún. Desabroché mi chaqueta,
separé los brazos y el cuaderno de dibujos de Tomás Albert cayó
sobre mi cama. Fue un espectáculo bochornoso. El espejo me devolvió
la imagen de un ladrón frente al producto de su robo: un cuaderno de
adolescente. No podía saber con certeza por qué había hecho
aquello, aunque esa sensación, tantas veces sentida a lo largo del
día, se me había hecho familiar. Me desnudé, me metí en la cama y
leí. Leí durante mucho rato, página por página, pero nada entendí
de aquel conjunto de incongruencias. Frases absolutamente
desprovistas de sentido se barajaban de forma insólita, saltándose
todo tipo de reglas conocidas. En algún momento la sintaxis me
pareció correcta, pero el resultado era siempre el mismo:
incomprensible. Sin embargo, la caligrafía no era mala y los dibujos
excelentes. Iba a dormirme ya cuando Josefina irrumpió sin llamar en
mi cuarto. Traía una toalla en la mano y miraba de un lado a otro
como si quisiera cerciorarse de algo. El cuadernillo, entre mi pierna
derecha y la sábana, crujió un poco. Josefina dejó la toalla junto
al lavabo y me dio las buenas noches. Parecía cansada. Yo me sentí
aliviado por no haber sido descubierto.
Apagué la luz pero
ya no tenía intención de dormir. El juego fascinante de hacía unas
horas se estaba convirtiendo en un rompecabezas molesto, en algo que
debía esforzarme en concluir de una manera o de otra. El coche
aparecía a las nueve de la mañana. Disponía, pues, de diez horas
para pensar, actuar, o emprender antes de lo previsto la marcha por
el camino polvoriento que ahora empezaba a ansiar con todas mis
fuerzas. Pero no me decidía a huir. La impresión de que aquel
pálido muchachito me necesitaba de alguna manera, me hizo aguardar
en silencio a que mis anfitriones me creyeran definitivamente
dormido. ¿Qué buscaba Josefina en mi cuarto? Es posible que nada en
concreto: comprobar que estaba metido en la cama y dispuesto a
dormir. Me vestí con sigilo y me encaminé a la habitación de
Tomás. La puerta, tal como suponía, estaba cerrada. Me pareció
arriesgado golpear las paredes con fuerza pero, sobre todo, inútil,
a juzgar por los revestimientos interiores que aquella misma tarde
había tenido ocasión de examinar. Recordé entonces la ventana por
la que Tomás me había deslizado su mensaje en nuestro primer
encuentro. Salí al jardín con todo tipo de precauciones. Volvía a
sentirme ladrón. Arranqué un par de ramitas del suelo para
justificar mi presencia en caso de ser descubierto, pero, casi de
inmediato, las rechacé. El juego, si es que en realidad se trataba
de un juego, había llegado demasiado lejos por ambas partes. Me
deslicé hasta la ventana de Tomás y me apoyé en el alféizar; los
postigos no estaban cerrados y había luz en el interior. Tomás,
sentado en la cama tal y como lo dejamos, parecía aguardar algo o a
alguien. La idea de que era yo el aguardado me hizo golpear con
fuerza el cristal que me separaba del niño, pero apenas emitió
sonido alguno. Entonces agité repetidas veces los brazos, me moví
de un lado a otro, me encaramé a la reja y salté otra vez al suelo
hasta que Tomás, súbitamente, reparó en mi presencia. Con una
rapidez que me dejó perplejo, saltó de la cama, corrió hacia la
ventana y la abrió. Ahora estábamos los dos frente a frente. Sin
testigos. Miré hacia el piso de arriba y no vi luz ni signos de
movimiento. Estábamos solos. Tomás extendió su mano hacia la mía
y dijo. «Luna, luna», con tal expresión de ansiedad en sus ojos
que me quedé sobrecogido. A continuación dijo «Cola» y, más
tarde, «Luna» de nuevo, esta vez suplicándome, intentando
aferrarse a la mano que yo le tendía a través de la reja, llorando,
golpeando el alféizar con el puño libre. Después de un titubeo me
señalé a mí mismo y dije «Amigo». No dio muestras de haber
comprendido y lo repetí dos veces más. Tomás me miraba
sorprendido. «¿Amigo?», preguntó. «Sí, A-M-I-G-O», dije. Sus
ojos se redondearon con una mezcla de asombro y diversión. Corrió
hacia el vaso de noche y me lo mostró gritando «¡Amigo!». Luego,
sonriendo —o quizás un poco asustado— , se encogió de hombros.
Yo no sabía qué hacer y repetí la escena sin demasiada convicción.
De pronto, Tomás se señaló a sí mismo y dijo: «Olla», «La
Olla», «O-L-L-A» y al hacerlo recorría su cuerpo con las manos y
me miraba con ansiedad, «OLLA», repetí yo, y mi dedo se dirigió
hacia su pálido rostro.
A partir de aquel
momento los dos empezamos a comprender lo que ocurría a ambos lados
de la reja. No fue el encuentro de dos mundos distintos y
antagónicos, sino de algo mucho más inquietante. El lenguaje que
había aprendido Tomás desde los primeros años de su vida — su
único lenguaje— era de imposible traducción al mío, por cuanto
era EL MÍO sujeto a unas reglas que me eran ajenas. Si José y
Josefina en su locura hubiesen creado para su hijo un idioma
imaginario sería posible traducir, intercambiar nuestros vocablos a
la vista de objetos materiales. Pero Tomás me enseñaba su vaso de
noche y repetía AMIGO. Me mostraba la ventana y decía INDECENCIA.
Palpaba su cuerpo y gritaba OLLA. Ni siquiera se trataba de una
simple inversión de valores. Bueno no significaba malo, sino
Estornudo. Enfermedad no hacía referencia a Salud, sino a un estuche
de lapiceros. Tomás no se llamaba Tomás, ni José era José, ni
Josefina, Josefina. Olla, Cuchara y Escoba eran los tres habitantes
de aquella lejana granja en la que yo, inesperadamente, había caído.
Renunciando ya a entender palabras que para cada uno tenían un
especial sentido, Olla y yo hablamos todavía un largo rato a través
de gestos, dibujos rápidos esbozados en un papel, sonidos que no
incluyesen para nada algo semejante a las palabras. Descubrimos que
la numeración, aunque con nombres diferentes, respondía a los
mismos signos y sistemas. Así, Olla me explicó que el día anterior
había cumplido catorce años y que, cuando hacía dos, me había
visto a través de aquella misma ventana, me había lanzado ya una
llamada de auxilio en forma de nota. Quiso ser más explícito y
llenó de nuevo mi bolsillo de escritos y dibujos. Luego, llorando,
terminó pidiendo que le alejara de allí para siempre, que lo
llevara conmigo. Nuestro sistema de comunicación era muy rudo y no
había lugar para matices. Dibujé en un papel lo mejor que pude el
Ford años cuarenta, el camino, la granja, un pueblo al final del
sendero y en una de sus calles, a los dos, YO-AMIGO y Tomás-OLLA. El
chico se mostró muy contento. Entendí que estaba deseoso de conocer
un mundo que ignoraba pero del que, sin embargo, se sentía excluido.
Miré el reloj: las cinco y media. Expliqué a Olla que a las nueve
vendría el coche a recogernos. Él tendría que espabilarse y salir
de la habitación como pudiese cuando me viera junto al chófer. Olla
me estrechó la mano en señal de agradecimiento.
Regresé a mi cuarto
y abrí la ventana como si acabara de despertarme. Me afeité e hice
el mayor ruido posible. Mis manos derramaban frascos y mi garganta
emitía marchas militares. Intenté que todos mis actos sugiriesen el
despertar eufórico de un ciudadano de vacaciones en una granja. Sin
embargo, mi cabeza bullía. No podía entender, por más que me
esforzara, la verdadera razón de aquel monstruoso experimento con el
que me acababa de enfrentar y, menos aún, encontrar una explicación
satisfactoria a la actuación de José y Josefina durante estos años.
Pensar en demencia sin matices y, sobre todo, en demencia compartida,
capaz de crear tal deformación organizada como la del pequeño
Tomás-Olla, me resultaba inconsistente. Debían existir otras causas
o, por lo menos, alguna razón oculta en el pasado de mis amigos. ¿El
egoísmo? ¿No querer compartir por nada
del mundo el cariño
de aquel hermoso y único hijo? Mi voz seguía entonando marchas
militares cada vez con más fuerza. Sentía necesidad de actividad y
me puse a hacer y deshacer la cama. ¿Conocía yo realmente a mis
amigos? Intenté recordar algún rasgo fuera de lo común en la
infancia de mis antiguos compañeros del colegio, pero todo lo que
logré encontrar me pareció de una normalidad alarmante. José había
sido siempre un estudiante vulgar, ni brillante ni problemático.
Josefina, una niña aplicada. Desde muy jóvenes parecían sentir el
uno hacia el otro un gran cariño. Más tarde les perdí la pista y
unos años después anunciaron una boda que a nadie sorprendió.
Deshice la cama por segunda vez y me puse a sacudir el colchón junto
a la ventana: estaba amaneciendo.
Hacia las seis y
media empecé a detectar signos de movimiento. Oí ruido de vajilla
en la cocina y, a través de los cristales, observé cómo José
abría las jaulas de los conejos. Bajé sin dejar de canturrear.
Josefina estaba preparando el desayuno. No dejaba de sonreír y
también ella, a su vez, cantaba. Interpreté tanta alegría por la
inminencia de mi marcha, pero nada dije y me serví un café. Al poco
rato apareció José en la puerta del jardín. Vestía traje de faena
y olía a conejo. Su rostro estaba mucho más relajado que el día
anterior. Sin embargo su mirada seguía tan opaca como cuando, apenas
veinte horas antes, había tardado su buen rato en reconocerme. Tomó
asiento a mi lado y me dio los buenos días. En realidad, no dijo
exactamente B-u-e-n-o-s d-í-a-s, con estas u otras palabras, pero,
por la expresión de su cara, traduje el balbuceo en un saludo.
Josefina se sentó junto a nosotros y untó dos tostadas con manteca
y confitura. Pensé que estaba compartiendo el desayuno con dos
monstruos y sentí un cosquilleo en el estómago.
Eran las ocho. La
sensación de que no era yo el único pendiente del reloj me llenaba
de angustia. Mis anfitriones seguían comiendo con buen apetito:
tarta de manzana, pan negro, miel. Me entregué a una actividad
frenética para disimular mi nerviosismo. Abrí el maletín de viaje
y simulé buscar unos documentos. Lo cerré. Pedí un paño de gamuza
para sacar brillo al cierre. No podía dejar de preguntarme, ahora
que mi cansancio empezaba a hacerse manifiesto, cómo lograría Tomás
llegar hasta el coche o franquear siquiera los muros de aquella
habitación donde se le pretendía aislar del mundo. Pero el chico
era tan listo como sospechaba. A las ocho y media sonó una
campanilla en la que hasta ahora no había reparado y Josefina
preparó una bandeja con leche, café y un par de bizcochos. Esta vez
no hizo alusión alguna a la supuesta debilidad de su hijo (cosa que
agradecí sinceramente) ni me molesté yo en preguntar si Tomás
había pasado mala noche. El reloj se había convertido en una
obsesión. Las nueve. Pero el Ford años cuarenta no aparecía aún
por el camino.
Me sentía más y
más nervioso: salí al jardín y, al igual que la noche anterior,
arranqué un par de ramitas para rechazarlas a los pocos segundos. No
sé por qué, pero no me atrevía a mirar en dirección a la ventana
del chico. Sentía, sin embargo, sus ojos puestos en mí y cualquiera
de mis actos reflejos cobraba una importancia inesperada. De pronto
los acontecimientos se precipitaron. «¡Amigo!», oí. Había sido
pronunciado con una voz muy débil, casi como un susurro. Me volví
hacia la puerta principal y grité: «¡Olla!». El chico estaba ahí,
a unos diez metros de donde yo me encontraba, inmóvil, respirando
fuerte. Parecía más pálido que la noche anterior, más indefenso.
Quiso acercarse a mí y entonces reparé en algo que hasta el momento
me había pasado inadvertido. Tomás andaba con dificultad, con gran
esfuerzo. Sus brazos y sus piernas parecían obedecer a consignas
opuestas; su rostro, a medida que iba avanzando, se me mostraba cada
vez más desencajado. No supe qué decir y acudí al encuentro del
muchacho. Olla jadeaba. Se agarró a mis hombros y me dirigió una
mirada difícil de definir. Me di cuenta entonces, por primera vez,
de que estaba en presencia de un enfermo.
Pero no tuve apenas
tiempo de meditar. La ventana de Olla se abrió y apareció Josefina
fuera de sí, gritando — aullando, diría yo— con todas sus
fuerzas. Sus manos, crispadas y temblorosas, reclamaban ayuda.
Escuché unos pasos a mis espaldas; José transportaba una pesada
cesta repleta de hortalizas pero, al contemplar la escena, la dejó
caer. Olla ardía. Yo sujetaba su cuerpo sin fuerzas. José corrió
como enloquecido hacia la casa. Oí cómo el hombre mascullaba
incoherencias, daba vuelta a una llave y abría por fin la puerta del
cuarto del chico. Casi en seguida salieron los dos. Estaban tan
excitados intercambiando frases sin sentido que no parecía que mi
presencia les incomodara ya. Traían un frasco de líquido azulado e
intentaron que la garganta de Olla lo aceptase. Pero el chico había
quedado inmóvil y tenso. Como una piedra.
— ¿Qué podríamos
hacer? —pregunté.
Mis amigos repararon
de repente en mi presencia. José me dirigió una mirada inexpresiva.
«Tenemos que llamar a un médico», dije. Pero nadie se movió un
milímetro. Formábamos un grupo dramático junto a la puerta. Olla
tendido en el suelo con el cuerpo apoyado en mis rodillas, José y
Josefina lívidos, intentando aún que el chico lograra deglutir el
líquido azulado. «Se pondrá bien», dije yo, y mis propias
palabras me parecieron ajenas. ¿Qué estaba pasando? ¿Por qué
minutos atrás me sentía como un héroe y ahora deseaba
ardientemente vomitar, despertar de alguna forma de aquella
pesadilla? ¿Por qué el mismo muchacho que horas antes me pareció
rebosante de salud respondía ahora a la descripción que durante
todo el día de ayer me hicieran de él sus padres? ¿Por qué,
finalmente, ese lenguaje, del que yo mismo —con toda seguridad
único testigo— no conseguía liberarme mientras José y Josefina
reanimaban a su hijo entre sollozos? ¿Por qué? Me así con fuerza
del brazo de José. Supliqué, gemí, grité con todas mis fuerzas,
«¿POR QUÉ?» volvía a decir y, de repente, casi sin darme cuenta,
mis labios pronunciaron una palabra.
«Luna», dije,
«¡LUNA!». Y en esta ocasión no necesité asirme de nadie para
llamar la atención. José y Josefina interrumpieron sus sollozos.
Ambos, como una sola persona, parecieron despertar de un sueño. Se
incorporaron a la vez y con gran cuidado entraron el cuerpo del
pequeño Tomás en la casa. Luego, cuando cerraron la puerta,
Josefina clavó en mis pupilas una mirada cruel.
Corrí como
enloquecido por el sendero. Anduve dos, tres, quizá cinco
kilómetros. Estaba ya al borde de mis fuerzas cuando oí el ronroneo
de un viejo automóvil. Me senté en una piedra. Pronto apareció el
Ford años cuarenta. El conductor detuvo el coche y me miró
sorprendido. «No sabía que tuviera Ud. tanta prisa», dijo, «pero
no pase cuidado. El autobús espera». Me acomodé en el asiento
trasero. Estaba exhausto y no podía articular palabra. El chófer se
empeñaba en buscar conversación.
— ¿Hace tiempo
que conoce a los Albert?
Mi jadeo fue
interpretado como una respuesta. —Buena gente —dijo—. Magnífica
gente —y miró el reloj — . Su autobús espera. Tranquilo. Me
desabroché la camisa. Estaba sudando.
— ¿Y el pequeño
Tomás? ¿Se encuentra mejor? Negué con la cabeza.
—Pobre Ollita
—dijo. Y se puso a silbar.
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