miércoles, 17 de julio de 2024

Fragmento 152. [Libro del desasosiego]. Fernando Pessoa.

Quedo pasmado siempre que concluyo alguna cosa. Pasmado y desolado. Mi instinto de perfección debería inhibirme de acabar; debería inhibirme incluso de empezar. Pero me hago el distraído y lo hago. Lo que consigo es un producto, en mí, no de una aplicación de la voluntad, sino de una cesión suya. Empiezo porque no tengo fuerza para pensar; acabo porque no tengo alma para interrumpir. Este libro es mi cobardía.
La razón por la que tantas veces interrumpo un pensamiento con un fragmento de
paisaje, que de algún modo se integra en el esquema, real o supuesto, de mis impresiones, es porque ese paisaje es una puerta por donde huyo del conocimiento de mi impotencia creadora. Tengo la necesidad, en medio de las conversaciones conmigo mismo que forman las palabras de este libro, de hablar de pronto con otra persona, y me dirijo a la luz que se cierne, como en este momento, sobre los tejados de las casas, que parecen mojados al darles de lado; al agitarse suave de los frondosos árboles en la ladera de la ciudad, que parecen próximos, con una posibilidad de caída muda; a los carteles superpuestos de las casas empinadas, con ventanas entre letras donde el sol muerto dora la goma húmeda.
¿Por qué escribo, si no escribo mejor? ¿Pero qué sería de mí si no escribiera lo que logro escribir, por inferior a mí mismo que en eso sea? Soy un plebeyo de la aspiración, porque quiero realizar; no pretendo el silencio como quien recela de un cuarto oscuro. Soy como quienes aprecian más la medalla que el esfuerzo, y disfrutan de la gloria sin cambiarse.
Para mí, escribir equivale a despreciarme; pero no puedo dejar de escribir. Escribir es
como una droga que me repugna y tomo, el vicio que desprecio y en el que vivo. Hay
venenos necesarios, y los hay sutilísimos, compuestos por ingredientes del alma, hierbas recogidas en los rincones de las ruinas de los sueños, amapolas negras encontradas junto a las sepulturas de los propósitos, hojas largas de árboles obscenos que agitan sus ramas en las orillas oídas de los ríos infernales del alma.
Escribir, sí, significa perderme, pero todos se pierden, porque todo es pérdida. Sin
embargo, yo me pierdo sin alegría, no como el río en la hoz para la que nació sin saberlo, sino como el lago creado en la playa por la marea alta, y cuya agua sumida nunca volverá al mar.

Libro del desasosiego, 1982.

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