Vino la Muerte a verme, la dejé entrar, le serví té con galletas, después le mostré fotografías familiares. Hablamos de tantas cosas, también nos reímos de otras. Cuando oscureció, la acompañé al paradero. No pasó nunca el bus. Tuve que prestarle plata para un taxi porque ella vive muy lejos. A la vuelta, compré cigarrillos y no pude encontrar mi casa; di vueltas por calles que ya me eran desconocidas. Le pregunté a un policía pero él me miró como si hubiese sido un fantasma: salió corriendo. Lo mismo me pasó con una señora que paseaba a su perro y con los repartidores del gas.
Han pasado los días y yo aún no doy con mi casa. Más encima se me quedó el horno prendido, y la reja abierta de par en par. Con la delincuencia que hay ahora... Ojalá no pase nada.
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