miércoles, 9 de octubre de 2024

La jarra. Ray Bradbury.

ERA UNA DE ESAS COSAS que guardan dentro de jarras, en las tiendas de las ferias en las afueras de un pueblecito soñoliento. Una de esas cosas pálidas que flotan en plasma de alcohol, y sueñan y dan vueltas y vueltas, de ojos despellejados y muertos que te miran y nunca te ven. De algún modo, son parte del silencio de las últimas horas de la noche, cuando sólo se oye el chirrido de los grillos y las ranas que sollozan en las tierras húmedas. Una de esas cosas que se guardan en jarrones y te revuelven el estómago, como cuando ves un brazo conservado en una vasija de laboratorio.
Charlie le devolvió la mirada un largo rato.
Un largo rato, las manazas rudas y de dedos velludos apretaron la cuerda que retenía a la gente curiosa. Charlie había pagado y ahora miraba.
Se hacía tarde. El tiovivo se adormecía cayendo en un perezoso tintineo mecánico. Los vendedores de entradas fumaban detrás de una tienda y maldecían jugando al póquer. Las luces se apagaban y sobre la feria había un resplandor de verano. La gente volvía a las casas en hileras y grupos. En alguna parte atronaba una radio, que se apagaba en seguida, y el cielo de Louisiana se abría en estrellas silenciosas.
No había nada en el mundo para Charlie excepto aquella cosa pálida encerrada en un universo seroso. Boquiabierto, mostrando los dientes, miraba con ojos curiosos, admirados, asombrados.
Alguien caminaba en las sombras, detrás, pequeño, comparado con la estatura desgarbada de Charlie.
—Oh —dijo la sombra, saliendo al resplandor de la luz eléctrica—. ¿Está usted ahí todavía?
—Sí —dijo Charlie como un hombre que habla en sueños.
El dueño de la tienda apreciaba la curiosidad de Charlie. Señaló con un movimiento de cabeza al viejo conocido de la jarra.
—Le gusta a todo el mundo; de un cierto modo, quiero decir.
Charlie se acarició la larga mandíbula huesuda.
—Dígame…, usted… ¿nunca pensó en venderla?
El dueño abrió los ojos, y los cerró en seguida. Gruñó.
—No. Trae clientes. Les gusta ver cosas así. Seguro.
Charlie emitió un «oh» decepcionado.
—Bueno —reflexionó el dueño—, si un hombre tiene dinero, quizá…
—¿Cuánto dinero?
—Si un hombre tiene… —El dueño calculó, mirando a Charlie mientras extendía un dedo tras otro—. Si un hombre tuviera tres, cuatro, digamos, quizá siete, ocho…
Charlie asentía cada vez que aparecía un dedo expectante. El dueño elevó entonces el total.
—… quizá diez dólares, o quizá quince…
Charlie frunció el ceño, preocupado.
El dueño se retractó.
—Digamos que un hombre tuviera doce dólares. —Charlie sonrió—. Bueno, yo podría venderle esa cosa de la jarra —concluyó el dueño.
—Qué coincidencia —dijo Charlie—. Tengo justo doce dólares en el bolsillo. Y he estado pensando qué pasaría si me llevara algo así, si me llevara a mi casa algo como esto y lo pusiera en el estante, junto a la mesa. La gente iría a verme, estoy seguro.
—Bueno, pues mire usted… —dijo el dueño.
La venta se completó poniendo la jarra en el asiento trasero del carro de Charlie. El caballo sacudió los cascos cuando vio la jarra, y lloriqueó.
El dueño de la tienda abrió los ojos, casi aliviado.
—Ya estaba cansado de verla, de todos modos. No me dé las gracias. En este último tiempo me venían ideas raras a la cabeza… Pero no me haga caso, soy un fulano charlatán. ¡Adiós, granjero!
Charlie se alejó. Las lámparas desnudas y azules se retiraron como estrellas moribundas; la noche campesina y oscura de Louisiana se extendió alrededor del carro y el caballo. No había nadie excepto Charlie, el caballo que movía acompasadamente los cascos grises, y los grillos.
Y la jarra detrás del asiento alto.
Un chapoteo, adelante y atrás, adelante y atrás. Un movimiento húmedo. Y la cosa gris y fría, que golpeaba el vidrio, soñolienta, y miraba y miraba y no veía nada, nada.
Charlie se inclinó hacia atrás y tocó la tapa. La mano volvió oliendo a un licor raro, cambiada y fría, y temblorosa, excitada. Sí, señor, pensó Charlie. ¡Sí, señor!
Un chapoteo, un chapoteo.
En el valle, unos faroles verdes como la hierba y rojos como la sangre echaban una luz polvorienta sobre unos hombres que murmuraban y escupían, sentados en el almacén de ramos generales.
Conocían los crujidos chirriantes del carro de Charlie, y cuando oyeron que se detenía, no movieron los cráneos toscos y de pelo pardo. Los cigarros de los hombres eran luciérnagas; las voces, murmullos de ranas en una noche de verano.
Charlie se volvió hacia adelante, ansiosamente.
—¡Hola, Clem! ¡Hola, Mult!
—Hola, Charlie. Hola —murmuraron los hombres. El conflicto político continuó. Charlie lo cortó en seco.
—Tengo algo aquí. ¡Tengo algo que todos ustedes querrán ver!
Los ojos de Tom Carmody centellearon, verdes a la luz de la lámpara, en el porche del almacén. Le parecía a Charlie que Tom Carmody se pasaba la vida a la sombra de los porches, o a la sombra de los árboles, o en los extremos más lejanos de los cuartos, mirándolo a uno con ojos brillantes desde la oscuridad. Uno nunca sabía qué cara tenía en ese momento, y los ojos estaban siempre burlándose de uno. Y cada vez que lo miraban a uno se veían de un modo diferente.
—No tienes nada que queramos ver, compadre.
Charlie apretó un puño y lo miró.
—Algo en una jarra —dijo—. Parece un cerebro, parece una medusa de mar en conserva, parece…, bueno, ¡vean ustedes mismos!
Alguien quebró un cigarro en una lluvia de cenizas rosadas y fue a mirar. Charlie alzó solemnemente la jarra, y a la luz incierta del farol la cara del hombre cambió de pronto.
—Eh, pero… ¿qué demonios es eso?
El primer deshielo de la noche. Otros hombres se movieron perezosamente, poniéndose de pie; se inclinaron hacia adelante y caminaron impulsados por la atracción de la gravedad. No hacían ningún esfuerzo, excepto el de poner un zapato delante de otro para no caer de bruces sobre las caras insólitas. Se amontonaron alrededor de la jarra. Y Charlie, por primera vez en la vida, concibió una oculta estrategia y guardó la jarra.
—¿Quieren ver más? ¡Vayan a mi casa! Estará allí —declaró generosamente.
Tom Carmody escupió desde la cueva del porche.
—¡Ja!
—¡Déjame verlo otra vez! —gritó el abuelo Medknowe—. ¿Es un octópodo?
Charlie sacudió las riendas. El caballo se movió tropezando.
—¡Vengan todos! ¡Serán bienvenidos!
—¿Qué dirá tu mujer?
—¡Nos echará a escobazos!
Pero Charlie y el carro ya estaban del otro lado de la loma. Los hombres, todos, se quedaron de pie, mordiéndose las lenguas, entornando los ojos, vueltos hacia el camino oscuro. Tom Carmody juró entre dientes desde el porche…
Charlie subió los escalones de la cabaña y llevó la jarra al trono del vestíbulo, pensando que de ahora en adelante la casucha sería un palacio, con un emperador. ¡Ésta era la palabra! Un emperador todo frío y blanco y silencioso que nadaba en una piscina privada, alto en el trono del estante, por encima de la mesa rústica.
La jarra, mientras Charlie miraba, quemó la niebla fría que flotaba sobre la casa, a orillas del pantano.
—¿Qué tienes ahí?
La voz de soprano de Thedy sacó a Charlie de aquel largo ensimismamiento. Thedy, malhumorada, miraba desde la puerta del dormitorio. Tenía el pelo recogido en una trenza detrás de las orejas rojas, y una bata de color azul desvaído le cubría el cuerpo delgado. Los ojos eran también desvaídos, como la bata.
—Bueno —repitió—. ¿Qué es eso?
—¿Qué te parece a ti, Thedy?
Thedy se adelantó apenas, moviendo lentamente, perezosamente el péndulo de las caderas, con los ojos fijos y los labios entreabiertos mostrando unos felinos dientes de leche.
La cosa pálida y muerta flotaba en el suero.
Thedy le echó a Charlie una mirada de color azul apagado, luego miró la jarra y otra vez a Charlie, y de nuevo la jarra, y al fin dio una rápida media vuelta.
—Se… se parece… ¡se parece a ti, Charlie! —gritó.
La puerta del dormitorio se cerró de golpe.
La reverberación no perturbó los contenidos de la jarra. Pero Charlie se quedó allí, inmóvil, sintiendo que el corazón le latía frenéticamente. Mucho después, ya tranquilo, le habló a la cosa en la jarra.
—Trabajo la tierra hasta pelarme los huesos todos los años, y Thedy toma el dinero y corre a visitar a sus padres, y se queda allá nueve semanas seguidas. No puedo con ella. Thedy y los hombres del almacén me toman el pelo. No sé cómo dominarla, y sin embargo… ¡trataré!
Filosóficamente, los contenidos de la jarra no aconsejaron nada.
—¿Charlie?
Alguien estaba en la puerta del patio de enfrente.
Charlie se volvió, sorprendido, y rompió en una sonrisa.
Eran algunos de los hombres del almacén.
—Eh… Charlie…, nosotros… pensamos…, bueno…, vinimos a echarle una ojeada a… lo que tienes ahí en la jarra ésa…
Julio pasó con su calor, y llegó agosto.
Por primera vez en años, Charlie se sentía feliz como una espiga que crece luego de una sequía. Era bueno oír a la noche las botas que aplastaban los pastos, el ruido de los hombres que escupían en la zanja antes de poner los pies en el porche, el sonido de los cuerpos pesados y el crujido de las tablas, y el quejido de la casa cuando aún otro hombro se apoyaba en el marco de la puerta y otra voz decía mientras una muñeca velluda limpiaba unos labios:
—¿Se puede entrar?
En una estudiada indiferencia, Charlie invitaba a los recién llegados. Había sillas o cajones para todos, o por lo menos alfombras para sentarse en cuclillas. Y cuando los grillos se rascaban las patas con un zumbido de verano, y las ranas hinchaban las gargantas como señoras con paperas que gritan en la noche, la gente del valle colmaba la sala.
Al principio nadie abría la boca. En esas noches, la primera media hora, mientras la gente entraba y se instalaba, todos se entretenían en armar cigarrillos. Ponían cuidadosamente el tabaco en la hojita de papel, la enroscaban, la golpeaban, como enroscaban y golpeaban los pensamientos y temores y asombros de la noche. Eso les daba tiempo para pensar. Uno podía verles los cerebros que funcionaban detrás de los ojos mientras preparaban los cigarrillos.
Parecían un grupo de fieles en una iglesia pobre. Sentados, en cuclillas, apoyados en las paredes de yeso, se volvían uno a uno, y con una angustia reverente, hacia la jarra del estante.
No clavaban en seguida los ojos. No, volvían la cabeza lentamente, como si miraran alrededor, dejando que los ojos se pasearan por cualquier objeto viejo que se revelase al foco de la conciencia.
Y —sólo por accidente, claro está— los ojos se detenían siempre en el mismo sitio. Al cabo de un rato todos los ojos del cuarto estaban fijos en la jarra como alfileres clavados en un alfiletero increíble. Y sólo se oía un sonido: el de alguien que chupaba una espiga de maíz. O los pies desnudos de los niños que se escurrían por las tablas del porche. Quizás una voz de mujer decía entonces: «Ustedes los niños afuera. ¡Vamos!». Se oía una risita, como un agua suave y rápida, y los pies desnudos corrían a asustar a los sapos.
Charlie estaba delante de todos, naturalmente, en su silla mecedora, con una almohada de tartán bajo el trasero huesudo, meciéndose lentamente, disfrutando de la jarra y las miradas fijas que se había ganado, junto con la jarra.
Thedy había sido vista en un extremo del cuarto entre las otras mujeres, todas grises y calladas, apartadas de los hombres.
Thedy parecía a punto de estallar en un chillido de celos. Pero no decía nada, y miraba a los hombres que se atropellaban en el cuarto y se sentaban a los pies de Charlie, vueltos hacia aquello que parecía el Santo Grial, y apretaba los labios fríos y no hablaba con nadie.
Tras un período de apropiado silencio, alguien, quizás el viejo abuelo Medknowe de Crick Road, carraspeaba, aclarándose las flemas en alguna caverna profunda, se inclinaba hacia adelante, parpadeaba, se humedecía los labios, quizás, y un temblor raro le sacudía los dedos callosos.
Esto era para todos la señal de empezar a hablar. Las orejas se alzaban. La gente se instalaba como cerdos en el barro húmedo, luego de una lluvia.
El abuelo miraba largo rato, se medía los labios con una lengua de lagartija, se echaba hacia atrás y decía como siempre, con voz atenorada de viejo:
—¿Sabe alguien qué es? ¿Sabe alguien si es macho o hembra, o una criatura neutra? Me despierto de noche, me vuelvo en mi jergón, y pienso en la jarra, aquí, en la larga oscuridad. Pienso en esa cosa que flota en un líquido, pacífica y pálida, como una ostra. A veces despierto a Maw, y los dos pensamos…
Mientras hablaba, el abuelo movía los dedos en una estremecida pantomima. Todos observaban el grueso pulgar que tejía en el aire, y los otros dedos ondulantes de uñas anchas.
—… los dos pensamos, acostados. Y sentimos un escalofrío. La noche es sofocante seguramente, y los árboles sudan y hace tanto calor que ni siquiera vuelan los mosquitos, pero nosotros sentimos ese escalofrío, de cualquier modo, y damos vueltas en la cama, tratando de dormir…
El abuelo volvía al silencio, como si ese discurso fuera más que suficiente, y dejaba que otra voz expresara el asombro, la angustia, el extrañamiento.
Juke Marmer, de Willow Sump, se enjugaba en las rodillas el sudor de las manos y decía suavemente:
—Recuerdo cuando yo era muchacho. Había una gata en casa que se pasaba el tiempo teniendo cría. Dios todopoderoso, la tenía cada vez que daba un salto y se subía a una cerca… —Juke hablaba con una especial dulzura beatífica, benevolente—. Bueno, regalábamos los gatitos, pero cuando apareció esa camada particular, todos los vecinos tenían ya uno o dos gatitos, de regalo.
»De modo que Ma salió al porche con una jarra de dos litros, llena de agua hasta el borde. Me dijo: «Juke, ¡tú ahogarás los gatitos!». Me recuerdo todavía en el porche, de pie: los gatitos maullaban, moviéndose en círculo, ciegos, pequeños, desamparados y graciosos…; empezaban a abrir los ojos. Miré a Ma, y dije: «¡Yo no, Ma! ¡Tú!». Pero Ma se puso pálida y dijo que no había otro remedio, y yo era el único a mano. Y entró a batir una salsa y preparar un pollo. Yo… recogí uno…, un gatito. Lo sostuve en las manos. Era tibio. Maullaba apenas, y tuve ganas de echar a correr, y no volver más. —Juke asentía con movimientos de cabeza, los ojos brillantes, jóvenes, vueltos hacia el pasado, resucitándolo, modelándolo con palabras, alisándolo con la lengua—. Eché el gatito al agua. El gatito cerró los ojos, abrió la boca, buscando aire. Recuerdo cómo estiraba las uñitas y sacaba la lengua rosada, y las burbujas subían en fila a la superficie.
»No he olvidado aún cómo flotaba el gatito, cuando todo había terminado, dando vueltas, lentamente y sin preocuparse, mirándome, sin acusarme por lo que yo le había hecho. Pero no me quería tampoco, no. Ahhh…
Los corazones se sobresaltaban. Los ojos iban de Juke a la jarra en el estante, y bajaban, y se alzaban de nuevo, aprensivamente.
Una pausa.
Jadhoo, el negro de Heron Swamp, echaba hacia atrás las órbitas de marfil, como un juglar oscuro. Los nudillos morenos se doblaban y estiraban: langostas vivas.
—¿Saben ustedes qué es esto? ¿No lo saben? Yo les diré. Eso es el centro de la vida, ¡sí, señor!
Sacudiéndose rítmicamente como un árbol, movido por un viento que nadie podía ver, oír o sentir, excepto él mismo, Jadhoo ponía otra vez los ojos en blanco, y parecía que se le iban a soltar en las órbitas. En seguida hablaba con una voz que tejía una trama oscura, tomando a todos por las orejas y metiéndolos en el dibujo.
—De ahí, asomaron una mano, y un pie, y una lengua, y un cuerno, mientras crecían. Una ameba pequeña quizá. Luego un sapo de cuello bolsudo. ¡Sí! —Jadhoo se apretó los nudillos—. Se alzó sobre unos huesos blandos, ¡y fue un hombre! ¡El centro de la creación! Eso es la mamá Midbambú de donde nacimos todos, hace diez mil años, ¡créanme!
—¡Hace diez mil años! —murmuraba la abuela Carnation.
—Es vieja. ¡Mírenla! No se preocupa. Sabe lo que hace. Flota como una costilla de cerdo en una sartén. Tiene ojos para ver, pero no parpadean, no miran enojados, ¿no es cierto? No, señor. Sabe lo que hace. Sabe que nosotros venimos de ahí, y volvemos ahí.
—¿De qué color tiene los ojos?
—Grises.
—¡No, verdes!
—¿De qué color tiene el pelo? ¿Castaño?
—¡Negro!
—¡Rojo!
—¡No! ¡Gris!
Entonces Charlie daba su fatigada opinión. Algunas noches decía lo mismo que la noche antes. No importaba. Cuando uno dice lo mismo noche tras noche en pleno verano, siempre suena distinto. Los grillos lo cambian. Las ranas lo cambian. La cosa en la jarra lo cambia. Charlie decía:
—Un hombre se pierde en el pantano, o un muchacho quizás, y se pasa allí los años dando vueltas, entrando en los abismos de noche, y la piel se le pone pálida y se enfría y se encoge. Lejos del sol se marchita y reduce y al fin se queda ahí tendido, como una especie de nata, como una larva que duerme en el agua fangosa. Bien, ¡quizás esto sea alguien que conocemos! Alguien con quien hablamos una vez…
Un siseo entre las mujeres, en las sombras. Una mujer se ponía de pie, los ojos negros y brillantes, buscando palabras. Se llamaba señora Thidden y murmuraba:
—Muchos niños corren desnudos al pantano todos los años. Corren y no vuelven. Yo misma casi me pierdo un día. Yo…, yo perdí así a mi niño, Foley. No dirá usted…, no dirá usted…
El aliento se quedaba en las narices, constreñido, apretado. Las bocas se doblaban en las comisuras, estiradas por músculos duros. Las cabezas se volvían sobre unos cuellos de tallos de apio, y los ojos leían el horror y la esperanza de la señora Thidden. El cuerpo de la señora Thidden, duro como el alambre, se apoyaba de espaldas en la pared, sosteniéndose con las puntas de los dedos.
—Mi nene —murmuraba, jadeando—. Mi nenito. Mi Foley. ¡Foley! ¡Foley!, ¿eres tú? ¡Foley! Foley, dime, niño, ¿eres tú?
Todos retenían el aliento, mirando la jarra.
La cosa de la jarra no decía nada. Se contentaba con mirar fijamente por encima de la multitud, y allá dentro, en los huesos, un jugo secreto de miedo corría como una rana de primavera, y la serenidad y la certidumbre resuelta y la humildad fácil eran mordidas y devoradas por ese jugo y se disolvían en un torrente. Alguien gritó.
—¡Se mueve!
—No, no. Te engañan los ojos.
—¡Es verdad! —gritó Juke—. Vi que se movía como un gatito muerto.
—Cálmate. Está muerta desde hace mucho. Quizá desde antes que nacieras.
—¡Me hizo una seña! —chilló la señora Thidden—. ¡Es mi Foley! ¡Mi niño! ¡Tenía tres años! ¡Mi niño que se extravió y desapareció en el pantano!
Un sollozo quebrado.
—Vamos, señora Thidden. Vamos. Tranquilícese. Domínese. No es su niño ni el mío. Vamos.
Una de las mujeres abrazó a la señora Thidden y los sollozos se apagaron y fueron una respiración convulsiva y un aleteo en los labios, y un temblor de mariposa: el roce temeroso del aliento.
Cuando todo estuvo tranquilo otra vez, la abuela Carnation, con una marchita flor rosada en el pelo gris que le caía sobre los hombros, chupó la pipa que tenía en la boca y habló alrededor de la boquilla sacudiendo la cabeza de modo que los cabellos le bailaban a la luz.
—Tanta charla y tanta palabrería… Como si fuésemos a averiguar alguna vez qué es eso. Como si no fuese cierto que no queremos saberlo. Es como los trucos de los magos en las ferias. Una vez que se descubre la trampa, se acabó la diversión. ¿No venimos aquí cada diez noches, y charlamos todos, y siempre hay algo que decir? Pues si supiéramos qué es esa cosa condenada, ¡no habría de qué hablar!
—¡Bueno, maldición! —rugió una voz de toro—. ¡No creo que sea nada!
Tom Carmody.
Tom Carmody de pie, como siempre, en las sombras. Afuera, en el porche, espiando el interior de la casa, con una sonrisa burlona en los labios. La risa de Carmody entró en Charlie como el aguijón de una avispa. Thedy había preparado la escena. Thedy estaba tratando de matar la vida nueva de Charlie, ¡sí!
—Nada —repitió Carmody roncamente—. No hay nada en esa jarra. Sólo un pedazo de medusa de mar, ¡una extravagancia maloliente y podrida!
—No seas celoso, primo Carmody —dijo Charlie, lentamente.
—¡Ja! —gruñó Carmody—. He venido a ver cómo un montón de tontos charlan sobre nada. Habrán notado que nunca puse el pie adentro. Me voy para casa ahora. ¿Alguien viene conmigo?
Nadie le ofreció compañía a Carmody. Se rió otra vez, como si esto fuese un chiste más gracioso (a qué extremos podía llegar la gente), mientras Thedy se clavaba las uñas en las palmas de las manos allá en un rincón del cuarto. Charlie vio que a Thedy se le torcía la boca, una boca fría, y no podía hablar.
Carmody, todavía riéndose, taconeó en el porche y se fue con el sonido de los grillos.
La abuela Carnation clavó las encías en la pipa.
—Como decía antes de la tormenta, esa cosa del estante, ¿por qué no puede tener algo de… todas las cosas? Muchas cosas. Todas clases de vida…, muerte…, no sé. Lluvia y sol, y abono y jalea, todo eso junto. Hierbas y víboras y niños y niebla y todas las noches y días en el cañaveral muerto. ¿Por qué ha de ser una cosa? Quizá sea montones.
Y la charla transcurrió tranquilamente durante otra hora, y Thedy se deslizó a la noche detrás de Tom Carmody, y Charlie empezó a sudar. Estaban metidos en algo esos dos. Planeaban algo. Charlie sudó calor todo el resto de la noche…
La reunión terminó tarde, y Charlie se fue a la cama confundido. La reunión había estado bien, pero ¿qué pasaba con Thedy y Tom?
Luego, cuando ciertas bandadas de estrellas descendieron por el cielo señalando el tiempo que seguía a la medianoche, Charlie oyó el susurro de las hierbas altas apartadas por el péndulo de las caderas de Thedy. Los tacos puntearon en el porche, y luego en la casa, en el dormitorio.
Se tendió en silencio en la cama, mirando a Charlie con ojos de gato. Charlie no podía verlos, pero sentía la mirada.
—¿Charlie?
Charlie esperó.
Luego dijo:
—Estoy despierto.
Luego Thedy esperó.
—¿Charlie?
—¿Qué?
—Apuesto a que no sabes dónde he estado. Apuesto a que no lo sabes.
La voz de Thedy era como una canción irrisoria y débil en la noche.
Charlie esperaba.
Thedy esperó también, de nuevo. Sin embargo, no pudo esperar demasiado, y continuó:
—He estado en la feria de Cape City. Tom Carmody me llevó allá. Nosotros… hablamos con el dueño de la feria, Charlie, sí, ¡sí!
Y Thedy se rió de algún modo, entre dientes, secretamente. Charlie se sentía frío como el hielo. Se levantó apoyándose en un codo.
—Descubrimos qué es esa cosa que tienes en la jarra, Charlie —dijo Thedy, insinuante.
Charlie se derrumbó en la cama, llevándose las manos a las orejas.
—¡No quiero oír!
—Oh, pero tienes que oír, Charlie. Es un buen chiste. Oh, es divertido, Charlie —siseó Thedy.
—Vete —dijo Charlie.
—¡Oh! No, no, señor Charlie. Cómo, no, Charlie… querido. ¡No hasta que te lo diga!
—¡Fuera!
—¡Un momento! Hablamos con el dueño, y él…, él se quería morir de risa. Dijo que había vendido la jarra y lo que había dentro a un… granjero… por doce dólares. ¡Y todo no vale más de dos dólares!
La risa floreció en la oscuridad, directamente de la boca de Thedy, una temible especie de risa.
Thedy concluyó, rápidamente.
—¡Es sólo basura, Charlie! ¡Goma, papel secante, seda, algodón, ácido bórico! ¡Nada más! ¡Una armazón de metal adentro! Nada más, Charlie. ¡Nada más! —chilló Thedy.
—¡No, no!
Charlie se sentó rápidamente, desgarrando las sábanas con los dedazos, rugiendo, rugiendo:
—¡No quiero oír! ¡No quiero oír!
—Espera a que los otros sepan cómo todo es un engaño. ¡Cómo se reirán! Se desternillarán de risa.
Charlie la tomó por las muñecas.
—No les dirás nada.
—No querrás que sea una mentirosa, ¿verdad, Charlie?
Charlie la empujó, apartándola.
—Déjame solo. ¡Fuera! Fuera, ¡malvada y celosa de todo lo que hago! Perdiste los estribos cuando traje la jarra. ¡No podías dormir si no arruinabas las cosas!
Thedy se rió.
—Entonces no se lo diré a nadie —dijo.
Charlie la miró fijamente.
—Estropeaste mi diversión. Eso es lo que cuenta. No importa si se lo dices o no a los otros. Yo lo sé. Y no me divertiré más. Tú y ese Tom Carmody. Cómo me gustaría ahogarle esa risa. ¡Se ha reído de mí durante años! Bueno, cuéntaselo a los otros, al resto…, ¡diviértete tú también!
Charlie se apartó, colérico, tomó violentamente la jarra, de modo que el líquido se sacudió dentro, y ya iba a arrojarla afuera cuando se detuvo, temblando, y la depositó suavemente en la mesa alta. Se inclinó sobre la jarra, sollozando. Si perdía esto, perdía el mundo. Y estaba perdiendo a Thedy también. Cada mes que pasaba, Thedy bailaba un poco más lejos, burlándose de él, tomándole el pelo. Durante muchos años las caderas de Thedy habían sido el péndulo que le había marcado a Charlie el tiempo de la vida. Pero otros hombres —Tom Carmody, por ejemplo— estaban midiendo el tiempo con el mismo péndulo.
Thedy estaba esperando a que Charlie destrozara la jarra. Pero Charlie la acariciaba una y otra vez, hasta que al fin se tranquilizó. Pensó en las veladas largas y amables del último mes, esas animadas veladas de charla y amigos que se movían por el cuarto. Eso por lo menos estaba bien, aunque no hubiera otra cosa.
Charlie se volvió lentamente hacia Thedy. La había perdido para siempre.
—Thedy, no fuiste a la feria.
—Sí, fui.
—Estás mintiendo —dijo Charlie, en calma.
—¡No, no miento!
—En…, en esta jarra… tiene que haber algo. Algo además de esa basura que dices. Mucha gente piensa que hay algo ahí, Thedy. No puedes negarlo. Ese hombre de la feria miente, si es que hablaste con él. —Charlie tomó aliento, largamente, y dijo—: Ven, Thedy.
—¿Qué quieres? —preguntó Thedy, de mal humor.
—Ven aquí. —Charlie dio un paso hacia la mujer—. Ven aquí.
—No te acerques, Charlie.
—Sólo quiero mostrarte algo, Thedy. —La voz de Charlie era dulce, grave, insistente—. Aquí, gatito. Aquí, gatito, gatito, gatito… ¡Aquí, gatito!
Otra noche, una semana después, llegaron el abuelo Medknowe y la abuela Carnation, seguidos por el joven Juke y la señora Thidden, y Jadhoo, el hombre de color. Seguidos por todos los otros, jóvenes y viejos, dulces y amargos, que se instalaban en las sillas, crujientes, todos con su idea, esperanza, miedo y asombro. Y todos apartando los ojos del estante y diciéndole hola en voz baja a Charlie.
Esperaron a que llegaran los otros. En el brillo de los ojos uno podía ver que todos encontraban algo distinto en la jarra, algo de la vida pálida que sigue a la vida, y de la vida en la muerte y de la muerte en la vida, todos con su historia, su signo, su línea, familiar y vieja, pero nueva.
Charlie estaba solo.
—Hola, Charlie. —Alguien echó una mirada al dormitorio vacío—. ¿Tu mujer otra vez visitando a sus padres?
—Sí, se ha ido a Tennessee. Volverá en un par de semanas. No se puede quedar en un sitio. Ya la conoces a Thedy.
—Siempre dando saltos por ahí, esa mujer.
Voces suaves que hablaban, serenas, y luego de pronto, caminando por el porche oscuro y mirando a la gente y con los ojos brillantes, llegó… Tom Carmody.
Tom Carmody se quedó de pie en el umbral, las rodillas débiles y temblorosas, los brazos colgando y temblando a los costados, los ojos claros. Tom Carmody no se atrevió a entrar. Tom Carmody, boquiabierto, pero sin sonreír. Los labios húmedos y tirantes, la cara pálida como tiza, como si hubiese estado enfermo mucho tiempo.
El abuelo alzó los ojos a la jarra, carraspeó y dijo:
—Caramba, nunca lo había visto tan claramente. Tiene los ojos azules.
—Siempre tuvo los ojos azules —dijo la abuela Carnation.
—No —lloriqueó el abuelo—. No, eran castaños la última vez que estuve aquí. —Parpadeó—. Y otra cosa…, le crecieron unos pelos… castaños. ¡No tenía pelos castaños antes!
—Sí, sí, los tenía —suspiró la señora Thidden.
—¡No, no!
—¡Sí, sí!
Tom Carmody se estremeció en la noche de verano, mirando fijamente la jarra. Charlie, alzando los ojos hacia la jarra, todo paz y serenidad, seguro de su vida y de sus pensamientos. Tom Carmody, solo, viendo cosas en la jarra que nunca había visto antes. Todos veían lo que querían ver: todos los pensamientos se sucedían en una lluvia rápida.
Mi niño, mi niño, pensaba la señora Thidden.
Un cerebro, pensaba el abuelo.
El hombre de color se apretaba los nudillos. ¡Mamá Midbambú!
Un pescador fruncía los labios. ¡Una medusa de mar!
¡Gatito! ¡Aquí! ¡Gatito, gatito, gatito! Los pensamientos se ahogaban clavando las garras en los ojos de Juke. ¡Gatito!
¡Todo y nada!, chillaba el pensamiento de la abuela. ¡La noche, el pantano, la muerte, las cosas pálidas, las cosas húmedas del mar!
Silencio. Y luego el abuelo murmuraba:
—Me pregunto. Me pregunto si será macho o hembra o una criatura neutra.
Charlie alzaba los ojos, satisfecho, golpeando el cigarrillo, llevándoselo a la boca. Luego miraba a Tom Carmody, que ya nunca sonreía, en la puerta.
—Me parece que nunca lo sabremos. Sí, nunca lo sabremos.
Charlie sacudía la cabeza lentamente y se instalaba con sus huéspedes, mirando, mirando.
Era una de esas cosas que guardan dentro de jarras en las tiendas de las ferias en las afueras de un pueblecito soñoliento. Una de esas cosas pálidas que flotan en plasma de alcohol, y sueñan y dan vueltas y vueltas, de ojos despellejados y muertos que te miran y nunca te ven.

El país de octubre, 1955.

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