Fue un día distinto como todos los demás, de sombras alargadas. Quizá había sido la avispa mortecina que estrelló su aguijón contra el brazo del niño; tal vez se clavó la criatura en el pie una alcayata despechada con sed de venganza. No hubo sangre; ni tan siquiera encontramos el agujerito. Al principio el bisbiseo nos pareció casi imperceptible; pero obstinado. Con el tiempo era imposible no darse cuenta. Parecía un zumbido de tarde de siesta con moscas borrachas. Cuando cruzábamos la calle le agarrábamos la mano, que se le deshinchaba enseguida, como un globo que pierde aire con silbido fofo. Se fue quedando enclenque y blando. Probamos con el fuelle y la bomba de la bicicleta. El vientre se le inflaba unos momentos para acabar plano y flácido. El muchacho se nos gastaba poco a poco. Una tarde, lo metí doblado en una bolsa de plástico para que no se escurriera por alguna rejilla y en la madrugada conduje hasta el mar, porque siempre quiso que se lo enseñara. En la playa, con el fragor de las olas y el frescor de la brisa exhaló un último pfff desgarrador. De felicidad, de alivio también.
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