martes, 31 de mayo de 2016

IV. Balada en la muerte de la poesía. Luis García Montero.

En el espejo del salón cae una luz de jardín provinciano, late un rumor de pasos, pero no está su imagen. Aunque cruces delante del espejo, ya no existes. El presidiario que sale de la cárcel, y lleva en cada zapato su condena, y regresa a una habitación en la que ella no está, y tiene que soportar una vez más las sombras que se esconden en un manojo de llaves, no existe, ya no existe.


La mujer que acaba de encontrar un amor ajeno y un nombre falso en el bolsillo de su vida, ya no existe.


El cuerpo que deja a su espalda una ciudad, porque ha cambiado de historia, y de tiempo, y de cosas sabidas, y de palabras mal dichas, y de ese musgo que creció hasta dejarlo sin domicilio, ya no existe.


La muñeca del rimel sucio, la soledad de los detenidos, el día circular de los hambrientos, ya no existen. Tampoco existen los ojos del insomnio, el miedo a la verdad y la insuficiencia pálida de una mentira.


No existe el corazón de nadie al fondo de un vaso, ni el barco de las botellas, ni los desnudos que ruedan abrazados como un planeta en la noche del universo.


La poesía ha muerto y cada uno de sus conjurados desaparece en el espejo.


Balada en la muerte de la poesía, Luis García Montero, 2016.

Aviso de robo. Lilian Elphick.

Mi silencio ha sido robado.
 

La persona que lo encuentre, trátelo con cariño. 
No le grite, que se asusta. 
No lo maree con palabras inútiles. 
Una vez que el silencio se haya acostumbrado, favor de clavarle el puñal bien adentro, en el centro de su total indiferencia. 
Deje los restos en la calle. 
No faltará quien se los lleve.

domingo, 29 de mayo de 2016

La otra orilla. Antonio López Ortega.

Como el río voraz que recoge su caudal en la vertiginosa corriente, la imagen vuelve a latir en mi recuerdo. Mi padre ha extraviado el rumbo en alguna carretera de mi infancia y quiere acortar camino atravesando el puente que ya roza peligrosamente la crecida. Mi madre se asusta y dice « no amor, por aquí no». Pero mi padre ensordece ante la súplica y aventura el Plymouth azul sobre los gruesos maderos de la base. Yo me asomo por la ventanilla, yo me asomo para ver los cauchos sumergidos en el agua marrón, yo me asomo para sentir el temblor del corazón en mi garganta. Una sacudida nos suspende en el aire como si el vehículo respondiera al timón alocado de la balsa que ya casi somos.
Ganada finalmente la otra orilla, apagado el lloriqueo de mi hermana y vueltos a su órbita los ojos de mi madre, alcancé a ver el rostro sudoroso de mi padre: una tibia sonrisa, sí, una apuesta que el azar le consentía en las manos temblorosas, una secuencia vuelta pedazos que aún reconstruyo bajo el hierro al rojo vivo de los días.


Naturalezas menores. Antonio López Ortega. 1991.

sábado, 28 de mayo de 2016

Eloísa. José Luis Zárate.

Eloísa miró sus manos y las líneas de su vida, quiso que ahí estuviera impreso el nombre de alguien que la alejara de su madre y de su abuela, de las duras obligaciones del cariño. Pero no había más que la certeza de que hoy, como ayer, debía verlas y soportar todas sus manías cotidianas y saber que su vida estaba pasando sin que nadie —ella, sobre todo— la aprovechara. Las dos mujeres mayores se la pasaban cuidándola de una eventual caída que Eloísa sabía dulce y cálida, dándole raciones de una amargura que nada tenía que ver con ella, víctima de pecados que nunca cometió. Día tras día el espejo mostraba cómo iba pareciéndose cada vez más a esas dos mujeres, como si fueran un par de vampiros dulces que quisieran transformarla hasta que ella también viera esa casa con jardín bien cuidado como el único lugar seguro del mundo, un ataúd adornado con carpetitas tejidas en la soledad, fuera del tiempo libre del mal, de los sexos masculinos que la buscaban, de esa malignidad que su madre y su abuela habían probado en el ayer, luz brillante que aún las quemaba. Eloísa entró a esa casa queriendo tener algún secreto. El perico la vio con inmensos ojos negros y ella tuvo la terrible sensación de que se había vuelto transparente. Había una nota en la cocina: fuimos por alpiste para Pepe, no tardamos. Diez, quince minutos de libertad para mirarse las manos y no ver más en ellas que el futuro reiterativo y hueco de su casa. Porque, es necesario decirlo, esas mujeres la habían transformado, sus miedos eran parte integral de su cuerpo, no en balde sentía asco de sólo pensar que un hombre la tocaba en forma intima, miraba envidiosa a sus compañeras y a sus novios pero sabía con toda la certeza de la desesperación que ella nunca podría librarse lo suficiente de su propia persona para permitir que alguien la besara. Nunca odió, era pecado, pero de pronto su boca se llenó de un sabor amargo que necesitaba escupir a la cara de alguien. Sintió como si de afuera, del otro lado de la calle, algo la fuera llenando de una furia densa y pesada, un río oscuro que la colmaba, desbordándola, sus cuidadas uñas de secretaria dejaron un camino en la madera de la mesa. Su madre y su abuela abrían en ese instante la puertita del jardín y ella quiso herirlas de una manera terrible. En cuanto entraron a la casa las mujeres se le quedaron viendo, los ojos desorbitados, y ella observó cómo se fueron poniendo pálidas, mientras sus manos secas cubrían sus labios arrugados, horrorizadas. Eloísa quiso gritarles que las odiaba y que su refugio contra el mal era maligno en sí, y que iba a dejarlas en ese preciso instante y tantas cosas más, pero de sus labios no salió una sola palabra sino, simplemente, un montón de plumas verdes, deshechas y ensangrentadas.

En Hyperia, José Luis Zárate, 1999.

jueves, 26 de mayo de 2016

Clovis y las responsabilidades de los padres. Saki.

Marion Eggelby estaba sentada junto a Clovis hablando del único tema del que le gustaba conversar: sus hijos y sus diversas perfecciones y logros. El estado de ánimo en el que se encontraba Clovis no podría describirse como receptivo; la generación juvenil de Eggelby, representada con los improbables colores brillantes del impresionismo maternal, no despertaba en él entusiasmo alguno. Pero la señora Eggelby tenía entusiasmo suficiente para los dos.

—Le gustaría Eric —dijo en un tono que, más que la esperanza, expresaba su disponibilidad a la discusión. Clovis ya le había dado a entender de manera absolutamente inequívoca que era muy improbable que se interesara demasiado por Amy o por Willie—. Sí, estoy convencida de que Eric le gustaría. Le cae bien a todo el mundo enseguida. ¿Sabe?, siempre me recuerda ese famoso cuadro del joven David... he olvidado quién lo pintó, pero es muy conocido.

—Eso bastaría para ponerme en su contra, si le veo demasiado —intervino Clovis—. Imagínenos, por ejemplo, en un bridge subastado, cuando uno trata de concentrarse en cuál ha sido la afirmación primera de su compañero, y recodar qué palos rechazaron en principio sus oponentes... piense lo que sería tener a alguien que persistentemente te recuerda un cuadro del joven David. Sería simplemente enloquecedor. Si me pasara eso con Eric, le detestaría.

—Eric no juega al bridge —afirmó con dignidad la señora Eggelby.

—¿Que no juega? —preguntó Clovis—. ¿Por qué no?

—He educado a mis hijos para que no jueguen a las cartas. Les estimulo para que jueguen a las damas, al salto de fichas, a ese tipo de cosas. A Eric se le considera como un jugador de damas maravilloso.

—Está usted sembrando de terribles riesgos el camino de su familia— afirmó Clovis—. Un capellán de presidio que es amigo mío me contó que entre los peores casos criminales que ha conocido, de hombres condenados a muerte o a prolongados períodos de pena, no había ni un solo jugador de bridge. En cambio conoció entre ellos a por lo menos dos expertos jugadores de damas.

—Realmente no veo qué relación pueden tener mis chicos con la clase criminal —replicó con resentimiento la señora Eggelby—. Han sido cuidadosísimamente educados, eso se lo puedo asegurar.

—Eso demuestra que dudaba usted cómo podrían salir. En cambio, mi madre nunca se preocupó por educarme. Sólo se interesaba porque me azotaran a intervalos decentes y me enseñaran la diferencia entre el bien y el mal; existe alguna diferencia, ya sabe usted; aunque he olvidado cuál es.

—¡Olvidar la diferencia entre el bien y el mal! —exclamó la señora Eggelby.

—Entiéndame, aprendí historia natural y toda una serie de temas al mismo tiempo, y uno no puede recordarlo todo. Solía acordarme de la diferencia entre el lirón de Cerdeña y el de tipo común, también sabía si el tuercecuello llega a nuestras costas antes que el cuclillo, o cuál de ellos se iba primero, y el tiempo que tardan las morsas en alcanzar la madurez; me atrevo a decir que usted supo alguna vez todas esas cosas, pero apuesto a que las ha olvidado.

—Esas cosas no son importantes —contestó la señora Eggelby—, pero...

—El hecho de que ambos las hayamos olvidado demuestra que son importantes —dijo Clovis interrumpiéndola—. Ya se habrá dado cuenta de que lo que uno olvida es siempre las cosas importantes, mientras que los hechos de la vida triviales e innecesarios se mantienen en nuestra memoria. Por ejemplo, mi prima, Editha Clubberly; nunca me olvido de que su cumpleaños es el doce de octubre. En realidad me es absolutamente indiferente la fecha de su cumpleaños, o incluso si nació o no; cualquiera de esos hechos me resultan absolutamente triviales o innecesarios... tengo montones más de primas. En cambio, cuando me alojo en casa de Hildegarde Shrubley, jamás puedo recordar la importante circunstancia de si su primer marido consiguió su nada envidiable reputación en las carreras de caballos o en la bolsa, incertidumbre que me obliga a eliminar inmediatamente como tema de conversación los deportes y las finanzas. Uno tampoco puede mencionar nunca los viajes, porque su segundo esposo tenía que vivir permanentemente en el extranjero.

—La señora Shrubley y yo nos movemos en círculos diferentes —contestó muy envarada la señora Eggelby.

—Nadie que conozca a Hildegarde podría acusarla de moverse en un círculo —contestó Clovis—. Su visión de la vida parece la de una marcha incesante con un inagotable suministro de gasolina. Si consigue que algún otro le pague la gasolina, tanto mejor. No me importa confesarle que me ha enseñado más que cualquier otra mujer en la que pueda pensar.

—¿Qué tipo de conocimientos? —preguntó la señora Eggelby con la actitud que podría tener colectivamente un jurado que encuentra el veredicto sin necesidad de abandonar la sala.

—Bien, entre otras cosas, me enseñó al menos cuatro maneras diferentes de cocinar la langosta —contestó Clovis con voz agradecida—. Aunque eso, desde luego, a usted no debe interesarle; quienes se abstienen de los placeres de la mesa de juego nunca llegan a apreciar realmente las posibilidades más sutiles de la mesa de comedor. Supongo que su capacidad de un placer animado se atrofia por la falta de uso.

—Una tía mía se puso muy enferma después de comer langosta —dijo la señora Eggelby.

—Me atrevería a decir, si conociéramos más su historia, que descubriríamos que a menudo había estado enferma antes de comer langosta. ¿Está usted ocultando el hecho de que había tenido sarampión, gripe, dolores de cabeza nerviosos e histeria, y todas esas cosas que tienen las tías, mucho antes de comer la langosta? Las tías que nunca en su vida han estado enfermas son realmente raras; de hecho, personalmente no conozco a ninguna. Aunque claro, si la comió cuando tenía dos semanas de edad, pudo ser su primera enfermedad... y la última. Pero si fue ése el caso no creo que usted lo hubiera mencionado.

—Debo marcharme —afirmó la señora Eggelby con un tono totalmente desprovisto hasta de la pena más superficial.

Clovis se levantó con actitud de graciosa desgana.

—He disfrutado tanto con nuestra pequeña charla sobre Eric —dijo—. Ardo en deseos de conocerle algún día.

—Adiós —contestó glacialmente la señora Eggelby; añadiendo en voz muy baja un comentario suplementario—: ¡Ya me ocuparé yo de que eso no suceda nunca! 


Animales y más que animales, Saki.




miércoles, 25 de mayo de 2016

Querida Laura. Arantza Portabales.

Aquí te dejo diez consejos que espero que te sean muy útiles:  
1. Huye de la teletienda y del queique de “La tía Mildred". Son terriblemente adictivos.  
2. Estudia mucho. Puede que consigas acostarte con algún futbolista, pero créeme, las posibilidades de casarte con uno son casi nulas.  
3. Haz caso a tu tía. Ella cuidará de ti.  
4. La abuela no es una bruja. Si alguna vez lo dije fue por culpa de la medicación.
5. Desmaquíllate todas las noches. No imaginas a qué velo­cidad solidifica el rímel.
6. Probablemente papá pronto tendrá una novia, y es nor­mal. Sé amable con ella.
7. Lo del Centro Británico no es negociable. Y me da igual que el presidente del gobierno no sepa hablar inglés.
8. En cuestión de chicos no le preguntes a tu padre. Es un buen tipo, pero en fin..., es tu padre. Remítete al punto tres. Estás en buenas manos.
9. Mi foto favorita es la de tu tercer cumpleaños. Yo te aga­rraba por detrás y soplábamos las dos. Dile a papá que la coloque en un marco (diga lo que diga la señora del punto número seis).
10. Haz una vida sana, cepíllate los dientes y hazte una ma­mografía al año. 

Te quiere. Mamá.

Arantza Portabales. A Celeste la compré en un rastrillo. 2015.

lunes, 23 de mayo de 2016

Fontanería. Julia Otxoa.

“Puede lavarse las manos si lo desea” –dijo amablemente la señora Monty acercando una toalla inmaculadamente blanca al fontanero que acababa de arreglarle el grifo de la bañera. 
“Mejor me las quito y las tiro a la basura, después de trabajar todo el día, están hechas unos zorros”. Y dicho y hecho, ante los asombrados ojos de la señora Monty, aquel hombre de aspecto simpático y bonachón se desenroscó ambas manos y las tiró al cubo de la basura. 
Todavía estupefacta por lo que acababa de ver le preguntó: "¿Y el resto del cuerpo también lo tiene usted de usar y tirar?" 
“Por supuesto, señora, actualmente si usted quiere los servicios de un fontanero de carne y hueso como los de antes, de un solo cuerpo para toda la vida, tiene que pagar un dineral. No sale rentable.” 
-Ya –dijo sin demasiado convencimiento la señora Monty, mientras le pagaba la factura por el arreglo del grifo y reflexionaba sobre el nuevo mundo de hombres y mujeres de quita y pon que se avecinaba y al que no acababa de acostumbrarse. 

Un extraño envío. Julia Otxoa, 2007.