Marion Eggelby estaba sentada junto a Clovis hablando del único tema del que le gustaba conversar: sus hijos y sus diversas perfecciones y logros. El estado de ánimo en el que se encontraba Clovis no podría describirse como receptivo; la generación juvenil de Eggelby, representada con los improbables colores brillantes del impresionismo maternal, no despertaba en él entusiasmo alguno. Pero la señora Eggelby tenía entusiasmo suficiente para los dos.
—Le gustaría Eric —dijo en un tono que, más que la esperanza, expresaba su disponibilidad a la discusión. Clovis ya le había dado a entender de manera absolutamente inequívoca que era muy improbable que se interesara demasiado por Amy o por Willie—. Sí, estoy convencida de que Eric le gustaría. Le cae bien a todo el mundo enseguida. ¿Sabe?, siempre me recuerda ese famoso cuadro del joven David... he olvidado quién lo pintó, pero es muy conocido.
—Eso bastaría para ponerme en su contra, si le veo demasiado —intervino Clovis—. Imagínenos, por ejemplo, en un bridge subastado, cuando uno trata de concentrarse en cuál ha sido la afirmación primera de su compañero, y recodar qué palos rechazaron en principio sus oponentes... piense lo que sería tener a alguien que persistentemente te recuerda un cuadro del joven David. Sería simplemente enloquecedor. Si me pasara eso con Eric, le detestaría.
—Eric no juega al bridge —afirmó con dignidad la señora Eggelby.
—¿Que no juega? —preguntó Clovis—. ¿Por qué no?
—He educado a mis hijos para que no jueguen a las cartas. Les estimulo para que jueguen a las damas, al salto de fichas, a ese tipo de cosas. A Eric se le considera como un jugador de damas maravilloso.
—Está usted sembrando de terribles riesgos el camino de su familia— afirmó Clovis—. Un capellán de presidio que es amigo mío me contó que entre los peores casos criminales que ha conocido, de hombres condenados a muerte o a prolongados períodos de pena, no había ni un solo jugador de bridge. En cambio conoció entre ellos a por lo menos dos expertos jugadores de damas.
—Realmente no veo qué relación pueden tener mis chicos con la clase criminal —replicó con resentimiento la señora Eggelby—. Han sido cuidadosísimamente educados, eso se lo puedo asegurar.
—Eso demuestra que dudaba usted cómo podrían salir. En cambio, mi madre nunca se preocupó por educarme. Sólo se interesaba porque me azotaran a intervalos decentes y me enseñaran la diferencia entre el bien y el mal; existe alguna diferencia, ya sabe usted; aunque he olvidado cuál es.
—¡Olvidar la diferencia entre el bien y el mal! —exclamó la señora Eggelby.
—Entiéndame, aprendí historia natural y toda una serie de temas al mismo tiempo, y uno no puede recordarlo todo. Solía acordarme de la diferencia entre el lirón de Cerdeña y el de tipo común, también sabía si el tuercecuello llega a nuestras costas antes que el cuclillo, o cuál de ellos se iba primero, y el tiempo que tardan las morsas en alcanzar la madurez; me atrevo a decir que usted supo alguna vez todas esas cosas, pero apuesto a que las ha olvidado.
—Esas cosas no son importantes —contestó la señora Eggelby—, pero...
—El hecho de que ambos las hayamos olvidado demuestra que son importantes —dijo Clovis interrumpiéndola—. Ya se habrá dado cuenta de que lo que uno olvida es siempre las cosas importantes, mientras que los hechos de la vida triviales e innecesarios se mantienen en nuestra memoria. Por ejemplo, mi prima, Editha Clubberly; nunca me olvido de que su cumpleaños es el doce de octubre. En realidad me es absolutamente indiferente la fecha de su cumpleaños, o incluso si nació o no; cualquiera de esos hechos me resultan absolutamente triviales o innecesarios... tengo montones más de primas. En cambio, cuando me alojo en casa de Hildegarde Shrubley, jamás puedo recordar la importante circunstancia de si su primer marido consiguió su nada envidiable reputación en las carreras de caballos o en la bolsa, incertidumbre que me obliga a eliminar inmediatamente como tema de conversación los deportes y las finanzas. Uno tampoco puede mencionar nunca los viajes, porque su segundo esposo tenía que vivir permanentemente en el extranjero.
—La señora Shrubley y yo nos movemos en círculos diferentes —contestó muy envarada la señora Eggelby.
—Nadie que conozca a Hildegarde podría acusarla de moverse en un círculo —contestó Clovis—. Su visión de la vida parece la de una marcha incesante con un inagotable suministro de gasolina. Si consigue que algún otro le pague la gasolina, tanto mejor. No me importa confesarle que me ha enseñado más que cualquier otra mujer en la que pueda pensar.
—¿Qué tipo de conocimientos? —preguntó la señora Eggelby con la actitud que podría tener colectivamente un jurado que encuentra el veredicto sin necesidad de abandonar la sala.
—Bien, entre otras cosas, me enseñó al menos cuatro maneras diferentes de cocinar la langosta —contestó Clovis con voz agradecida—. Aunque eso, desde luego, a usted no debe interesarle; quienes se abstienen de los placeres de la mesa de juego nunca llegan a apreciar realmente las posibilidades más sutiles de la mesa de comedor. Supongo que su capacidad de un placer animado se atrofia por la falta de uso.
—Una tía mía se puso muy enferma después de comer langosta —dijo la señora Eggelby.
—Me atrevería a decir, si conociéramos más su historia, que descubriríamos que a menudo había estado enferma antes de comer langosta. ¿Está usted ocultando el hecho de que había tenido sarampión, gripe, dolores de cabeza nerviosos e histeria, y todas esas cosas que tienen las tías, mucho antes de comer la langosta? Las tías que nunca en su vida han estado enfermas son realmente raras; de hecho, personalmente no conozco a ninguna. Aunque claro, si la comió cuando tenía dos semanas de edad, pudo ser su primera enfermedad... y la última. Pero si fue ése el caso no creo que usted lo hubiera mencionado.
—Debo marcharme —afirmó la señora Eggelby con un tono totalmente desprovisto hasta de la pena más superficial.
Clovis se levantó con actitud de graciosa desgana.
—He disfrutado tanto con nuestra pequeña charla sobre Eric —dijo—. Ardo en deseos de conocerle algún día.
—Adiós —contestó glacialmente la señora Eggelby; añadiendo en voz muy baja un comentario suplementario—: ¡Ya me ocuparé yo de que eso no suceda nunca!
Animales y más que animales, Saki.
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