Me cuentan que se enlistó para la guerra sólo por llevarle la contraria a mi bisabuelo y que le hicieron una corte marcial por no desobedecer a su sargento en pleno campo de batalla.
Cuando se vino a vivir con nosotros fue un problema desde el principio. El primer día sonó su despertador a las cinco de la mañana, seguido de sus pasos por toda la casa. Como era imposible discutir con él nos fuimos acostumbrando, a eso y a un sinfín de pequeños y odiosos hábitos de viejo tozudo.
Así pasaron cinco años hasta que le entró una fiebre muy alta que ninguna medicina pudo bajar. Nuestro médico de cabecera nos anunció su muerte una tarde de agosto, pero mi abuelo no hizo caso. Él siguió como si nada “Ese matasanos no sabe ni donde está parado; ni siquiera me puso sanguijuelas, es un pendejo”, dijo mientras se ponía ropa sobre aquella piel amarillenta que empezaba asustar a mis hijas.
Le suplicamos que se fuera al cementerio, que le teníamos un féretro muy cómodo; le aseguramos que le llevaríamos flores todos los domingos, pero no aceptó. Después de eso pasamos unos años muy difíciles, sobre todo por los malos olores; pero igual que antes, nos fuimos acostumbrando. Ahora casi ni nos damos cuenta de su presencia; Sólo me pregunto -cuando se sienta conmigo a ver las noticias- ¿cuánto tiempo tardan los huesos en desintegrarse?
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