Un domingo al mediodía suena el teléfono en casa. Es mi madre, y en su voz vibra una nota de angustia.
—Vení enseguida. Estamos muy preocupados. Se perdió Paul —dice, casi llorando.
—¡Tío Paul! —gritó afligida.
Un rato después estoy en su casa, compartiendo el malestar de la familia.
—Salimos juntos —dice el abuelo—. Me paré en un kiosco y cuando me di vuelta ya no estaba —hay un matiz de culpabilidad en su tono y la mirada de la abuela no contribuye a que se sienta mejor. Tío Paul está frágil, debió haberlo cuidado mejor.
—Escaneé una foto y ya hice los cartelitos en la computadora. Los puse por todo el barrio.
Ofrezco recompensa para el que lo encuentre. Puse el número de mi celular y no de casa por las dudas, si lo secuestraron no quiero que sepan mi dirección —dice mi mamá, que es una abuela bastante tecno.
—¿No vas a hacer la denuncia?
—Todavía no.
—La semana pasada —le digo— me dieron por la calle una tarjetita de un detective de perros.
—¿Un qué? —dice asombrada la abuela.
—Un detective de perros. Encuentra perros perdidos. Cobra un fee por día y te garantiza cierto número de avisos en los medios y en la web, además de la búsqueda personal.
Pero en ese momento escuchamos un alegre ladrido detrás de la puerta. Una vecina encontró a Paul acurrucado en el umbral de la casa de al lado: tío Paul, como lo llaman mis hijas, un poco celosas del trato preferencial que le da la abuela a su mimado Yorkshire Terrier.
Historias verdaderas. Ana María Shua.
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