Este hombre ejercía el antiguo oficio de barquero. Entre dos éxtasis, con su vieja barca, ayudaba a la gente a cruzar el río, a cuya orilla se había instalado. Pero este hombre era también un ser sencillo y sin dobleces. Nunca había aprendido a leer ni a contar. E incluso a veces, durante los momentos de soledad, llegaba a olvidar que sabía hablar. Por ello sus plegarias se parecían más bien a tiernas melodías que salían de sus labios o también a gritos y clamores que dirigía al cielo, tan grande era su devoción.
Un día llegó un sacerdote que quería cruzar el río. Al ver a este hombre en trance rodando por el suelo con grandes gesticulaciones, estertores y zarandeos, el sacerdote le preguntó:
—Hijo mío, ¿qué estás haciendo?
—Estoy rezando... —le respondió el hombre.
—Ah, pero no es así como hay que rezar —le interrumpió el sacerdote—. Tienes que arrodillarte, juntar las manos y decir: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad...».
El sacerdote le enseñó toda la plegaria y el barquero se puso loco de alegría. Le dio las gracias efusivamente al santo hombre e incluso le confió su barca para que cruzara el río, porque quería ponerse inmediatamente a rezar esta nueva oración.
En cuanto el sacerdote se hubo ido, el hombre se arrodilló, juntó las manos, se concentró, sudó... No le vino ninguna palabra a la cabeza, ¡lo había olvidado todo! Y el sacerdote estaba ya en el medio del río. Entonces, sin dudarlo ni un instante, el barquero se levantó el sayal y se puso a correr sobre el agua. Llegó a donde estaba el sacerdote y le tocó el hombro:
—¿Cuáles eran las palabras que me habéis enseñado? ¡ No me acuerdo de nada!
Y viendo a aquel hombre de pie sobre el agua, el sacerdote respondió:
—Sigue haciendo lo que hacías antes. Ya estaba bien así.
Y bendiciendo el cielo, el sacerdote continuó remando.
Cuentos de los sabios cristianos, judíos y musulmanes. Jean-Jacques Fdida.
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