Eloísa miró sus manos y las líneas de su vida, quiso que ahí estuviera impreso el nombre de alguien que la alejara de su madre y de su abuela, de las duras obligaciones del cariño. Pero no había más que la certeza de que hoy, como ayer, debía verlas y soportar todas sus manías cotidianas y saber que su vida estaba pasando sin que nadie —ella, sobre todo— la aprovechara. Las dos mujeres mayores se la pasaban cuidándola de una eventual caída que Eloísa sabía dulce y cálida, dándole raciones de una amargura que nada tenía que ver con ella, víctima de pecados que nunca cometió. Día tras día el espejo mostraba cómo iba pareciéndose cada vez más a esas dos mujeres, como si fueran un par de vampiros dulces que quisieran transformarla hasta que ella también viera esa casa con jardín bien cuidado como el único lugar seguro del mundo, un ataúd adornado con carpetitas tejidas en la soledad, fuera del tiempo libre del mal, de los sexos masculinos que la buscaban, de esa malignidad que su madre y su abuela habían probado en el ayer, luz brillante que aún las quemaba. Eloísa entró a esa casa queriendo tener algún secreto. El perico la vio con inmensos ojos negros y ella tuvo la terrible sensación de que se había vuelto transparente. Había una nota en la cocina: fuimos por alpiste para Pepe, no tardamos. Diez, quince minutos de libertad para mirarse las manos y no ver más en ellas que el futuro reiterativo y hueco de su casa. Porque, es necesario decirlo, esas mujeres la habían transformado, sus miedos eran parte integral de su cuerpo, no en balde sentía asco de sólo pensar que un hombre la tocaba en forma intima, miraba envidiosa a sus compañeras y a sus novios pero sabía con toda la certeza de la desesperación que ella nunca podría librarse lo suficiente de su propia persona para permitir que alguien la besara. Nunca odió, era pecado, pero de pronto su boca se llenó de un sabor amargo que necesitaba escupir a la cara de alguien. Sintió como si de afuera, del otro lado de la calle, algo la fuera llenando de una furia densa y pesada, un río oscuro que la colmaba, desbordándola, sus cuidadas uñas de secretaria dejaron un camino en la madera de la mesa. Su madre y su abuela abrían en ese instante la puertita del jardín y ella quiso herirlas de una manera terrible. En cuanto entraron a la casa las mujeres se le quedaron viendo, los ojos desorbitados, y ella observó cómo se fueron poniendo pálidas, mientras sus manos secas cubrían sus labios arrugados, horrorizadas. Eloísa quiso gritarles que las odiaba y que su refugio contra el mal era maligno en sí, y que iba a dejarlas en ese preciso instante y tantas cosas más, pero de sus labios no salió una sola palabra sino, simplemente, un montón de plumas verdes, deshechas y ensangrentadas.
En Hyperia, José Luis Zárate, 1999.
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