viernes, 2 de febrero de 2018

La ropa. José Cereijo.

Después de ducharse se mira, desnudo, en el espejo de luna del armario. Tiene cuarenta y tres años; aparenta, quizá, cinco o seis menos. Observa, con mirada crítica y distante, el principio de barriga, las primeras canas —también en el pubis—, la cara, que nunca le ha gustado. Escoge el menos viejo de los calzoncillos, azul, con rayas negras. Nunca ha sido demasiado cuidadoso con su guardarropa. Por un momento se le ocurre la idea de salir y comprarse ropa nueva; sonriendo ligeramente, la descarta. Se enfunda después en la camiseta, fina, de manga corta. Tal vez, se dice, el día —es a fines de febrero— sea demasiado frío para aquella ropa. Vuelve a sonreír. Luego coge la camisa, de color gris claro. Es la mejor que tiene. Recuerda la primera vez que se la puso, para una recepción: pequeña vanidad, ahora irónica. El par de calcetines negros ha sido mal preparado por la asistenta, que viene los martes y los viernes: son de pares distintos, uno más corto que el otro. Piensa en cambiárselos, pero luego decide dejarlo estar. Como homenaje a los martes y los viernes. Saca del armario el traje azul y empieza a ponérselo, pero cambia de idea: demasiado solemne. Se lo quita, y en su lugar echa mano a unos vaqueros, un poco usados, pero aún aceptables. Coge un cinturón negro, elástico, pero, con él en la mano, se acuerda de quién se lo regaló, y lo deja estar. Se decide por uno viejo, de cuero. Termina de vestirse con un jersey de punto, entre azul y gris, regalo de su hermano. El pelo se le desordena un poco al ponérselo. Siempre le dicen que se lo peina demasiado, que le sienta mejor así. Bien. Se calza unos zapatos ligeros, casi de verano, y vuelve a mirarse en el espejo. Aprueba lo que ve. Entonces coge el revólver y lo sopesa un instante en la mano; luego lo ajusta con cuidado a la sien, y dispara.

Apariencias. José Cereijo, 2005.
 

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