viernes, 27 de julio de 2018

Willi. E. L. Doctorow.

Un día de primavera me adentré en el prado que se extendía detrás del establo y sentí elevarse alrededor las exhalaciones del campo, el húmedo dulzor de la hierba, e imaginé que, al calor del sol, el espíritu de la tierra ascendía y se fundía conmigo en un abrazo divino. Era tal la luminosa convicción de los colores en el henar dorado, en el cielo azul, que no pude contener la risa. Me tiré entre la hierba y extendí los brazos. De inmediato me sentí en trance, pero, a la vez, sin embargo, me mantenía consciente, de modo que en todo aquello en lo que posaba los ojos no sólo veía su existencia sino que también la sentía. Tales estados se producen de manera natural en los niños. Resonaba en mí el zumbido del universo; el mundo y yo, en una gran revelación natural, éramos indistinguibles. Vi la languidez de los bichos mientras tejían entre las hojas de hierba y dejaban hilos infinitesimalmente finos de una red resplandeciente de textura tan tupida que el aliento de la tierra, al elevarse, creaba en ella suaves ondulaciones. En los tallos de heno, diminutas criaturas reptantes acometían colosales odiseas, viajes de toda una vida, ante mis ojos. Aun así no estaba presente en mi cabeza la idea de milagro, del milagro de la percepción microscópica. La escala del universo era irrelevante y las menores señales de energía eran proporcionales a la del sol, un ojo egipcio entre los tallos que él iluminaba como ilumina la tierra, en mitades. El heno había quedado aplastado debajo de mí, de modo que el contorno de mi cuerpo se dibujaba en el campo, los brazos y las piernas extendidos, los dedos, y tenía conciencia de mi ser como la silueta arbitraria de una entidad que había decidido convertirse así en un medio para comunicarse conmigo. La idea misma de una cabeza, unas extremidades y un tronco sólo tenía sentido como acto de comunicación, yo me percibía a mí mismo en el hormigueo de la hierba aplanada y, de pronto, la sensación de imposición era enorme, un aguijoneo, un alzamiento de esa parte del mundo que por alguna razón estaba momentáneamente bajo mi responsabilidad, esa parte que me concedía la posesión de sí misma. Y me levanté y tuve la sensación de deslizarme sobre los planos del sol, que percibí como finas estrías alternadas con delgadas líneas de las esencias húmedas de la tierra. Y vuelto invisible por mi revelación, llegué al establo y examiné la fachada, arrimando la cara a la blancura pintada de su resplandor como un perro o un gato permanece con el hocico contra una puerta hasta que se acerca alguien y lo deja salir. Y pegado a la pared blanca del establo, avancé de lado hasta llegar a la ventana, un simple recuadro sin cristal que se percibía sólo por la frescura geométrica de su volumen interior, por estar dentro a oscuras. Y allí me quedé, como en la boca un vacío, y sentí la existencia insustancial del prado al sol atraída en torno a mí hacia el interior del establo, como una implosión torrencial de luz hacia la oscuridad y de vida hacia la muerte y yo mismo me desintegré también en esa fuerza y fui absorbido como la paja del campo en medio de ese rugido, pero permanecí donde estaba. Y en una relación espacial muy normal con mi entorno sentí el calor sereno del sol en la espalda y la frescura del establo fresco en la cara. Y el ventoso rugido universal en los oídos se había estrechado y depurado hasta alcanzar una frecuencia reconocible, la del canto pulsátil de una mujer en el acto del amor, el suspiro y la nota y el suspiro y la nota de una partitura estática. Escuché. Y empujado por el sol, como si éste fuera una mano en mi nuca, metí la cara en el umbral de esa oscuridad fresca y mis ojos, ya cegados por el sol, vieron en la paja y en el estiércol a mi madre, desnuda, en una postura de absoluta degradación, un cuerpo, un cuerpo enrojecido sin cabeza, la cabeza amortajada con su propia ropa, todo invertido, como vuelto del revés por una ráfaga de viento, todo orden, verdad y razón, y esta madre profanada era tañida violentamente y obligada a cantar su propia profanación. ¡Cómo describir lo que sentí! ¡Sentí que merecía ver aquello! Sentí que era mi triunfo, pero me sentí monstruosamente traicionado. Me sentí de pronto privado de fuerza para sostenerme en pie. Me volví y deslicé la espalda pared abajo hasta quedar sentado bajo la ventana. El corazón me palpitaba en el pecho en nauseabunda proporción a los gritos de ella. Quise matarlo, matar a ese hombre que mataba a mi madre. Quise entrar de un salto por la ventana y clavarle un bieldo en la espalda, pero quise que él la matara, quise que él la matara por mí. Quise ser él. Me tendí en el suelo y, con los brazos sobre la cabeza y las manos entrelazadas y los tobillos cruzados, rodé pendiente abajo por detrás del establo, entre la hierba y la cosecha de heno. Aplasté el heno como un cilindro mecánico de fuerza irrefrenable que rodaba cada vez más deprisa sobre las piernas, a través de los riachuelos y los surcos, por encima de la tierra desigual, imperfecta, defectuosa e irregular, destellando el sol en mis ojos cerrados con urgencia diurna, como si el tiempo, el planeta se hubieran descontrolado. Como así fue. (Estoy recordando estas cosas ahora, siendo ya un hombre mayor que mi padre cuando murió y para quien una mujer de la edad de mi madre cuando todo esto ocurrió es una mujer joven a la que prácticamente le doblo la edad. ¡Qué increíble logro de la fantasía es la mente científica! Postulamos un mundo empírico, pero ¿cómo es posible que yo esté aquí, ante esta mesa, en esta habitación… y que no esté aquí? Si la memoria se reduce a la estimulación de un sinfín de células del cerebro, cuanto mayor sea el estímulo -el remordimiento, la toma de conciencia del destino-, tanto más intensamente plena será la sensación de la memoria, hasta el punto de que se producirá un desplazamiento, como en una máquina del tiempo, y la memoria pasará a ser, en sentido ontológico, otra realidad.) Papá, ahora te veo en el universo creado por ti. Camino por los suelos encerados de tu casa y me siento a tu mesa en el comedor. Noto las borlas del mantel en mis rodillas desnudas. La luz de los candelabros ilumina tu boca risueña de dientes grandes. Veo el abultamiento de tu garganta a la altura del cuello de la camisa. El cuero cabelludo rosado se ve a través del corte de pelo al rape de estilo alemán. Veo tu cabeza en alto durante una conversación y tu mano blanca y carnosa de gesto consumado dejando las cosas claras a tu esposa en el extremo opuesto de la mesa. Mamá está muy atenta. La llama de la vela arde en sus ojos e imagino la fiebre allí, pero está muy tranquila y realmente absorta en lo que dices. De su cuello largo, muy blanco, cuelga una fina cadena, de la que pende en la oscuridad de su pudoroso vestido un camafeo de color crema, el perfil labrado de otra bella dama de otro tiempo. En su cuello se advierte una palpitación lenta y delicada. Tiene sus pequeñas manos entrelazadas y los huesos de su muñecas sobresalen de la orla de encaje de los puños. Te sonríe en el seno de tu afectuoso sentido de la propiedad, orgullosa de ti, complacida de ser tuya, de ser señora de esta casa y de ser madre de este niño. De la presencia de mi preceptor, sentado a la mesa frente a mí, girando distraídamente el pie de la copa de vino y lanzándole miradas, apenas es consciente. Solo tiene ojos para su marido. Ahora pienso, papá, que en ese momento sus sentimientos son sinceros. Ahora me consta que cada momento posee su propia convicción y lo que llamamos traición es la convicción de cada momento, el deseo de que algo sea lo que parece ser. En el estado de regocijo, es posible amar a la persona a la que se ha traicionado y regenerarse en el amor por ella, sí, es totalmente posible. El amor renueva todas las caras y todas las costumbres y todos los ideales y deja relucientes los barrotes de la prisión, pero ¿cómo podía saber eso un niño? Corrí a mi habitación y esperé a que alguien me siguiese. A quienquiera que se atreviese a entrar en mi habitación lo atacaría, lo destrozaría. Quería que fuese ella, quería que ella acudiese a mí, para abrazarme y cogerme la cabeza entre sus manos y besarme en los labios como a ella le gustaba, quería que emitiese esos sonidos inarticulados de consuelo que emitía mientras me estrechaba cuando yo me hacía daño o me sentía desdichado, y entonces yo le pegaría con los puños, la derribaría a golpes y la vería levantar las manos aterrorizada e impotente mientras yo le pegaba y le asestaba puntapiés y saltaba sobre ella y le arrancaba el aire del cuerpo, pero fue mi preceptor quien, al cabo de un rato, abrió la puerta, se asomó a la habitación con la mano en el pomo, sonrió, pronunció unas palabras y me dio las buenas noches. Cerró la puerta y lo oí subir por la escalera a la planta de arriba, donde tenía su habitación. Ledig, se llamaba. Era cristiano. Yo había buscado en su cara, sin encontrarlo, algún indicio de autosuficiencia, de orgullo burlón o de crueldad. No se advertía la menor ordinariez, nada que pudiera ofenderme. Contaba apenas veinte años. Incluso me pareció detectar en sus ojos cierto grado de tormento. En todo caso, siempre parecía melancólico y, durante mis clases, a menudo dejaba vagar el pensamiento y se quedaba mirando por la ventana y suspiraba. Era un colegial en igual medida que su alumno. Existían, pues, todas las razones para abstenerse de juzgarlo, para dejar pasar el tiempo, para reflexionar, para adquirir entendimiento. Nadie sabía lo que sabía yo. Yo tenía esa opción, pero ¿la tenía? Me habían puesto en una situación intolerable. Se me había concedido doble visión, de esa que se produce después de un golpe brutal. Descubrí que no quería saber nada de mi madre dulce y considerada. Descubrí que no soportaba la delicada pedagogía de mi preceptor. ¿Cómo cabía esperar, en medio de ese aislamiento rural, que yo siguiera adelante? No tenía amigos, no se me permitía jugar con los hijos de los campesinos que trabajaban para nosotros. Sólo contaba con esa trinidad de madre, preceptor y padre, esta trinidad no precisamente santísima del engaño y la ignorancia que me había excomulgado de mi vida a los trece años. Ésta es, por supuesto, la edad en que un niño se inicia en la madurez para el calendario del judaísmo tradicional.
Entre tanto, mi padre vivía centrado en el triunfo de su vida, dirigiendo una explotación agropecuaria conforme a los principios más modernos de la gestión científica, asombrando a sus campesinos e indignando a los demás granjeros de la región con su éxito. El sol hacía crecer sus cultivos, la Sociedad Agrícola de Galitzia le concedió un premio por la calidad de su leche y vivía con esa satisfacción perdurable que parece otorgarse a los individuos que están sobradamente a la altura de la vida que han elegido. Yo lo había incorporado al universo de los poderes gigantescos que, como niño, experimentaba con el cambio de las estaciones. Veía a los toros fecundar a las vacas, veía parir a las yeguas, veía salir la vida del huevo y el prodigo multiplicador de las charcas y los estanques, la gelatina y el cieno de la vida rielando en una expectativa grávida. Allí donde ponía los ojos, la vida brotaba de algo que no era vida, los insectos se desplegaban desde el interior de su sacos en la superficie de las aguas quietas y al instante empezaban a merodear en busca de cena; todo aquello que empezaba a existir sabía de inmediato qué hacer y lo hacía sin sorprenderse de ser lo que era, indiferente al lugar donde estaba; la gran tierra expulsaba por cada poro, por cada célula, a sus recién nacidos ensangrentados, alumbraba su propia diversidad a partir de todas las sustancias concebibles que contenía en sí misma, manaba vida que volaba o se agitaba al viento o descendía desde las montañas o se adhería la cara inferior negra y húmeda de las rocas o nadaba o mamaba o mugía o se partía en silencio. Yo situaba a mi padre en medio de todo esto como propietario y administrador. El vivía en el universo de los poderes gigantescos porque lo comprendía y lo ponía a su servicio, usaba el sol de cada día para sus cultivos y para criar lo que criaba de manera natural, por eso yo lo distinguía como el ojo de Dios en el reino, la inteligencia que aportaba orden y otorgaba a todo su valor. Él me quería y yo aún siento mi propio placer al hacerlo reír y quizá no me engañe cuando recuerdo el contacto de mi mano infantil en su mejilla sin afeitar, el olor a vino en su aliento, el humo de tabaco impregnado a su pelo espeso y ondulado o su expresión de fingido asombro en su absurda felicidad cuando jugábamos. Tenía lo ojos juntos, del color de la uva negra, y los abría mucho en nuestros juegos. Se reía como un caballo y enseñaba unos dientes grandes y blancos. Era un hombre fuerte, fornido y robusto -la complexión que yo heredé- y había surgido como huérfano de los callejones de la Europa oriental cosmopolita, como los anfibios de Darwin salían del mar, y se había convertido en hacendado, marido y padre. Era un judío que no hablaba yidish y un granjero criado en la ciudad. No me permitían jugar con los niños de la aldea ni asistir a sus toscas escuelas. Vivíamos solos, aislados en nuestra finca, en el orgullo de la vida construida por uno mismo; ni judíos ni cristianos, ni amigos ni siervos de los austrohúngaros. A día de hoy aún no sé cómo se las arregló, ni qué rabia devoradora lo indujo a negar toda clasificación que la sociedad impone y vivir como una anomalía, sin lazos con el pasado en un mundo que, como después se vio, no tenía futuro alguno pero yo siento reverencia por el hecho de que lo hiciera. Por erguirse con la vida, quedó expuesto a las espadas de los jinetes mongoles, las hoces de los campesinos en la revolución, los ceños fruncidos de banqueros monstruosos y los gestos cruciformes de prelados. Debido a su arrogancia, se vio amenazado por el poder acumulado de toda la historia europea, dispuesta a decapitarlo, a clavar su cabeza en un poste y a convertirlo en espantapájaros en sus propios campos, con los brazos rígidamente extendidos hacia la vida. Pero cuando llegó el momento de esta transformación, se llevó a cabo con extrema facilidad, por medio de una palabra de su hijo. Yo fui el instrumento de su caída. Irónicamente, el linaje y el mito, la cultura, la historia y el tiempo adoptaron la forma de su propio hijo.
La observé durante varios días. Recordaba el sarpullido de la pasión en su carne. Estaba tan avergonzado de mí mismo que me sentía continuamente enfermo: la más vaga, más difusa náusea, náusea de la sangre, náusea del hueso. En la cama, por la noche, me costaba respirar y espantosas oleadas de fiebre rompían en mí y me dejaban reseco en mi terror. No podía expulsar de mi mente la imagen de su cuerpo derrocado, las amplias blancuras, sus pies calzados en el aire, cada noche la hacía gritar de éxtasis en mis sueños y un día, al amanecer, desperté mojado en mi propia savia. Ésa fue la crisis que me venció, porque, a causa del miedo a ser descubierto por la criada y por mi madre, a causa del miedo a ser descubierto por todos ellos como el archicriminal de mis sueños, corrí a él, acudí a él en busca de la absolución, confesé y me acogí a su misericordia. Papá, dije. Él estaba en la perrera cruzando a una pareja de bracos. Empleaba esa raza para cazar. Había armado una especie de arnés para la hembra para que no huyera, una especie de picota, y la perra aullaba desesperada y, si bien con el rabo mostraba su disponibilidad, apartaba el trasero de las arremetidas del macho en erección, que la montaba y embestía y fallaba y la volvía a montar y no conseguía mantenerla quieta. Mi padre se golpeaba la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha. Métesela, vociferaba, venga, entra ahí, dale ya. Finalmente el macho lo consiguió y empezó el apareamiento. La hembra ahora permanecía inmóvil y en silencio, cayéndole la baba por los belfos, dejando escapar algún que otro gemido. Y al final el macho se corrió y se quedó erguido con las patas delanteras en el lomo de ella, colgándole la lengua mientras jadeaba, y aguardaron como perros a que se produjese la detumescencia. Mi padre se arrodilló junto a ellos y los apaciguó con susurros. Buenos perros, dijo, buenos perros. En este momento hay que vigilarlos, me dijo. Si intentan separarse demasiado pronto, se hacen daño. Papá, dije. Se volvió y me miró por encima del hombro, allí arrodillado junto a los perros, y vi su felicidad y su esplendor con el pantalón de faena remetido en las botas de montar negras y la camisa con el cuello desabrochado y el vello negro del pecho ensortijado hasta la garganta, y dije papá, habría que llamar a estos perros Mamá y Ledig. Y me di la vuelta tan deprisa que ni siquiera recuerdo el momento en que se demudó su rostro. No esperé siquiera a ver si me entendía, me di la vuelta y eché a correr, pero sí estoy seguro de una cosa: mi padre no me llamó.
En nuestra casa había una solana, una especie de invernadero con una pared exterior de cristal y el techo inclinado de cristal verde con armazón de acero. Era un elemento muy lujoso en esa región y aquel era el sitio preferido de mi madre para estar. Lo había llenado de plantas y libros y le gustaba tumbarse allí en una chaise longue a leer y fumar. Allí la encontré, como preveía, y la contemplé con asombro y fascinación porque conocía su destino. Era de una belleza extraordinaria, de pelo oscuro, con la raya en medio, recogido en un moño, y las manos pequeñas, y la adorable redondez de la barbilla, los asomos bajo la barbilla de una incipiente gordura, como un rasgo de indolencia en su carácter. Pero un hombre no se fijaría tanto en eso como en su cuello, tan adorable y frágil, o en el turgente busto pudorosamente cubierto. Un hombre no desearía ver las señales del futuro. Como era mi madre nunca me había parado a pensar en que era mucho más joven que mi padre. Se había casado con él recién salida del colegio, mi madre era la mayor de cuatro hijas y sus padres estaban impacientes por acomodarla en próspero bienestar, eso es lo que ofrece un hombre maduro. No es que los padres desconocieran el elemento erótico para el hombre en esa clase de matrimonios, lo conocían perfectamente. La rectitud y el decoro son siempre muy prácticos. La contemplé con asombro y sobrecogimiento. Me sonrojé. ¿Qué pasa?, dijo ella. Bajó el libro y sonrió y me tendió los brazos. ¿Qué, Willi, qué pasa? Me eché a sus brazos y rompí a llorar y ella me estrechó y mis lágrimas mojaron el vestido oscuro que llevaba puesto. Me cogió la cabeza y susurró ¿Qué, Willi, qué te has hecho, pobre Willi? De pronto, dándose cuenta de que mis sollozos habían pasado a ser entrecortados e histéricos, me apartó sin soltarme -las lágrimas y los mocos caían de mí- y abrió los ojos desorbitadamente en una expresión de sincera alarma.
Esa noche oí desde el dormitorio los sonidos pasmosos y excitantes de su perdición. Volví a oír esos terribles sonidos de golpes sobre un cuerpo en Berlín después de la guerra, matones del Freinkorps en las calles agrediendo a rameras que habían sacado a rastras del burdel y arrancándoles la ropa del cuerpo y abatiéndolas a palos sobre los adoquines. Me incorporé en la cama, casi incapaz de respirar, aterrorizado, pero sintiendo una innegable excitación. Dale ya, mascullé, golpeándome la palma con el puño. Dale ya. Pero de pronto no lo resistí más y entré corriendo en su habitación y me planté entre ellos. Levanté de la cama a mi madre, que no dejaba de gritar, la estreché entre mis brazos y a voz en cuello exigí a mi padre que parase, que parase, pero él alargó los brazos por encima de mí, la agarró del pelo con una mano y le asestó un puñetazo en la cara con la otra. Yo monté en cólera, la aparté de un empujón y me abalancé sobre él, lanzándole golpes, diciéndole a gritos que iba a matarlo. Esto ocurrió en Galitzia en el año 1910. Aquello iba a ser destruido en cualquier caso, incluso sin mí.

 

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