domingo, 29 de julio de 2018

El Querubín difunto. Francisco Ayala.


Los muros, las portadas, las columnas de Salamanca abundan en conchas peregrinas; y la repetida imagen del molusco venustino queda, con su mineral consistencia, bien adherida a la piedra. Pero, para contraste con esta inerte condición, también los tiernos querubines proliferan sobre la arquitectura de la ciudad dándole una palpitación alegre. El movimiento prometido por sus alas y la felicidad de las jocundas cabecitas infantiles llenan de vida pórticos y cornisas; pues, al contrario de aquellas quietas veneras, estos querubines quieren desprenderse de la piedra, y volar. ¿Serán ellos acaso los «¡Angelitos al cielo!» con guitarra y aguardiente de los velorios aldeanos? Sostenidos en lo alto por esas alitas suyas de paloma o de golondrina, miran desde arriba con un regocijo inmortal hacia la afligida tierra...
También en la galería del palacio Fonseca donde nosotros estamos alojados habitan algunos querubines. Y hoy, cuando subíamos la escalera, hemos observado que la corrosión, al atacar la blanda piedra rosada, ha convertido en agujeros negros la boca, la nariz y los ojos de uno de ellos, prestando al mofletudo angelote la apariencia espectral de una calavera. Tú, entonces, le has sacado una fotografía, que es como el retrato desesperado al niño muerto, antes de su entierro.


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