Abre la puerta.
Dicen
que abra la puerta, y yo no la abro. No sólo dicen que la abra,
ruegan; y cuando los ruegos no surten efecto, amenazan, pero cuando
las amenazas no surten efecto se callan un rato, susurran jadeantes y
ansiosos mientras están totalmente quietos al otro lado de la puerta
como si quisieran hipnotizarla. O tal vez hipnotizarme a mí a través
del ojo de la cerradura.
Hip-no-ti-zar.
Pero
yo no abro. No, no sólo eso, me retiro más y más adentro en la
habitación, lo más adentro que puedo, hasta el rincón donde está
la cama. Me acuesto en esa cama y cojo la almohada y me tapo la
cabeza con ella para no oír, para no ver, para no saber. A veces sin
embargo sé, lo que tengo que saber penetra en mí a través de
canales infernales y se necesitarían todas las almohadas del mundo
para taponarlos. Yo sólo tengo una, alta, compacta y blanda; pero
¡qué puede hacer contra esto!
¡Qué
puede hacer! No puede hacer nada, y, no obstante, hay momentos en
esta habitación cerrada en los que todo el tormento desaparece de
repente, en los que la almohada pese a todo basta y una alegría
serena, dulce como la miel, fluye dentro de mí. En esos instantes
raros estoy completamente abierta, me figuro que estoy aquí acostada
como un mar que recibe un ancho y suave río en sus brazos y se deja
besar cálido y feliz por sus tibias aguas. En esos raros momentos
puedo incluso liberarme de la almohada, dejarla caer de la cama y con
la nuca apoyada en mis manos cruzadas mirarle a los ojos al techo que
está encima de mí. Entonces no es solamente una puerta cerrada lo
que me separa de los de allí fuera, no solamente un cuarto largo,
estrecho, lleno de silencio, sino algo que es mucho más fuerte,
mucho más brutal en su capacidad de hacerme sentir sola.
Pero
algo ha ocurrido entre los de allí fuera porque de pronto uno, no sé
si Knut o Inge, da un paso firme hacia la puerta y empieza a golpear
con los nudillos, y a pesar de que el que golpea no está del todo
sobrio, es sin embargo un golpeteo diabólicamente calculado. No se
posa una vez aquí, otra vez allí en la superficie de la puerta, se
reúne en un único lugar reducido, justo encima de la manija, y
trabaja esa mancha con una obstinación tan tranquila y horrible como
si se tratara de hacer un agujero en la puerta para de esa manera
vencerme.
Deja
que sigan, pienso jubilosa, deja que se rompan los nudillos, deja que
se golpeen las manos hasta hacerse sangre. Dios mío, qué engañados
están si creen que van a poder hacerme girar la llave antes de que
yo misma quiera.
Así
pues, todavía puedo dejar la almohada, todavía casi me divierte que
alguien desgaste sus nudillos por mí. Por mí. Por una vez hay
alguien que hace algo por mí. Me estiro en la cama y estoy de
vacaciones. Sé que esto no va a durar mucho, no es la primera vez
que pasa y por eso sé que no va a durar mucho. No tardaré en notar
que el que golpea no golpea la fría e insensible puerta sino mi
cálido y dolorido cuerpo. Los nudillos saben siempre lo que quieren,
los nudillos saben siempre dónde hacen más daño, los nudillos
están tan acostumbrados a mi cuerpo que encuentran el lugar más
sensible por sí solos.
Los
golpes se interrumpen un momento. Entonces Knut susurra (era él pues
el que llamaba):
—Abre,
nena, nenita, nena, abre.
Luego
se hace el silencio, es decir, se hace el silencio fuera de la
puerta, y, al hacerse tanto silencio fuera de la puerta, se oyen las
voces cascadas y ebrias de la cocina mucho mejor. Allí hay mujeres
también, sé que han traído mujeres, pero ni siquiera eso me
importa ahora. Mientras tenga fuerza para no abrir la puerta no hay
nada que me importe.
Ahora
les oigo murmurar al otro lado de la puerta de nuevo y soy lo
bastante orgullosa y feliz para no esforzarme por oír lo que dicen
de mí. Sé que están indecisos, sé que tengo ventaja. Ellos no
pueden hacer nada contra mí mientras la cocina esté llena de amigos
borrachos. Un hombre no puede decirle a un amigo borracho que mi
parienta se ha encerrado en la habitación y no quiere salir, la muy
bruja. Entonces el amigo borracho se echaría a reír y cada trocito
de esa risa penetraría como metralla en el alma de ese hombre.
Perdería la cara, y la cara es lo más importante que tiene un
hombre borracho, bueno, no sólo uno borracho sino también uno
completamente normal. La cara de un hombre es como la manija de una
puerta. Aunque esté en la puerta de una barraca tiene que parecer la
manija de la puerta de un banco o de un bar. Tiene que parecer
siempre orgullosa, orgullosa como el bronce, y la misión de la mujer
es limpiar cada día ese orgullo de las manchas de cobardía y
angustia.
Knut
no va a empezar a gritar porque a ver quién quiere que otros oigan
que la mujer de uno está loca. Inge no va a echar abajo la puerta
porque a ver quién quiere que otros sepan que uno tiene una hermana
loca. Así que deliberan y todavía están demasiado sobrios como
para ponerse de acuerdo en algo que hacer. Alguien gritó en la
cocina. Estoy segura de que fue una mujer, pero que nadie crea que me
importa. Yo estoy acostada sin almohada y me doy cuenta de que era un
grito, un pequeño y agudo grito de mujer jugando.
—Nenita,
nenita, nena querida —dice Knut mientras yo sonrío al techo—,
querida nena, ¿por qué no abres? ¿Estás enfadada conmigo? ¿Qué
te he hecho? ¡Por lo menos podías decir qué te he hecho!
Hecho
y hecho.
Mi
querido Knut, pienso yo, o por lo menos creo que pienso así, mi
querido Knut, tú no has hecho nada. Una persona normal no pensaría
que tú has hecho nada. Una persona normal pensaría que eres
condenadamente bueno. Pero es que yo no soy normal. Porque una
persona normal no se encerraría en un cuarto, no se acostaría en
ese cuarto a llorar sólo porque su hombre ha vuelto del trabajo unas
horas más tarde de lo que suele los sábados y ha traído a casa a
un par de amigos latosos con sus mujeres o sus novias o unas chicas
cualesquiera.
Y,
sin embargo, eso es lo que ha ocurrido. Eso y ninguna otra cosa.
Cuando les oí venir por la escalera, riéndose, llenando toda la
subida de un crudo hedor de voces, apagué el gas, tiré el delantal
en el respaldo de una silla, corrí al cuarto y cerré con llave.
Después estuve pegada a la puerta oyendo cómo hacían tonterías en
el vestíbulo y cómo hacían tonterías luego en la cocina. Oí la
risa ahogada de las mujeres, llena de ambigüedad, al sentarse en las
rodillas de alguien. Supongo que habría bebida en la mesa y tazas de
café y una taza se rompió. Knut se hizo el gallito y gritó que no
tiene importancia, joder.
Pero
luego oí claramente cómo Knut se empequeñecía, cuando había
cerrado la puerta de la cocina y se quedó solo y tosiendo de apuro
en el vestíbulo. Yo no podía verle, desde luego, pero sabía qué
aspecto tenía y cómo iba a comportarse. Su aspecto era furioso y
avergonzado al mismo tiempo, quizá más avergonzado porque un hombre
no debe llegar a casa después del trabajo de la jornada y no
encontrar a la esposa en su sitio. A una esposa hay que tenerla en su
sitio, especialmente un sábado, ella tiene que estar ahí, con la
misma seguridad que el medio litro de aguardiente en el armario de la
cocina.
Knut
empezó a buscar. Abrió la puerta del váter y, aunque seguro que no
lo necesitaba, entró y estuvo allí un rato porque no hay que dar la
impresión de que uno anda buscando a su esposa. Yo estaba todo el
tiempo pegada a la puerta escuchando la comedia, comedia porque él
sabía todo el tiempo que yo me había encerrado aquí. No es la
primera vez, pero sí es la primera vez que se ha visto obligado a
darse por aludido. Las otras veces ha venido a casa solo, o hemos
estado solos los dos en la cocina y de repente yo me he levantado y
he corrido al cuarto y he cerrado la puerta con llave. Entonces él
se ha quedado un rato esperando, ha ido unas cuantas veces del fogón
a la ventana, ha prendido una pipa y luego ha llamado a mi hermano
para quedar con él a la puerta de un bar. Esas veces me ha vencido
yéndose, dejándome sola en lugar de venir a estar conmigo.
¿Era
eso lo que yo quería? ¿Es eso lo que quiero? ¿No se encierra uno
en una habitación para poder estar solo? No, yo no. La primera vez
que ocurrió y Knut pasó fuera toda la noche después con Inge y me
encontró llorando en la alfombra del cuarto con la cabeza envuelta
en un almohadón empapado, se acostó en la cama con los zapatos
puestos gritando que él era el hombre más considerado del mundo que
dejaba a su jodida esposa en paz cuando quería estar sola.
Quería-estar-sola.
¡Queríaestarsola!
Estarqueríasola.
Esquertaríasola.
Una
vez sin embargo vino y llamó a la puerta, y yo le dejé que llamara
primero. Luego le dejé rogar un rato. Se me debería perdonar, creo,
esa pequeña intransigencia. Yo sólo quería enseñarle lo que se
siente al tener que luchar un poco para conseguir a una mujer. Yo
sólo quería inducirle a que me ayudara a vencer mi soledad
penetrando en ella. Mientras él rogaba yo me desnudé sin hacer el
menor ruido y cuando giré la llave estaba casi desnuda. Y sin
embargo él no me vio. Entró directamente en la habitación con la
misma apresurada indiferencia con que se entra en una cabina
telefónica. Entró, abrió un cajón de su escritorio, sacó el
medio litro de aguardiente de él y salió y desapareció para el
resto de la noche. ¡Y que yo no me hundiera a través del suelo con
mi desnudez! Me sentí como una ramera despreciada, como se puede
comprender.
Pero
esta noche es diferente. Estuve escuchando los pasos de Knut, cómo a
regañadientes y ansiosos y un poco ebrios se acercaban a la puerta
del cuarto, más despacio a medida que se acercaban porque sabían. Y
luego la manija que se presionaba hacia abajo lentamente y el
juramento que no llegó nunca porque él sabía.
—Inge
—gritó luego a través de la puerta de la cocina—, ven un
momento. Te llaman por teléfono.
Inge
es mi hermano, pero no es sólo mi hermano. Es algo mucho más grande
también. Él es la buena conciencia de Knut. Puede ser bastante
difícil para la buena conciencia de un hombre descuidar a su esposa
tan abiertamente como él desearía poder hacerlo. Tener a Inge le
viene muy bien a Knut. Inge debe de hacerle pensar: Es verdad que a
veces salgo y no vuelvo a casa, pero en todo caso es con su hermano
con quien estoy. ¡Su hermano, figúrense!
No
hay una frase que sea tan buena como en todo caso. Yo conozco esa
frase y sé que puede usarse como estaca cuando uno quiere empujar a
otro más adentro en su fango.
Pero
Inge acudió. Inge no es tonto y entendió enseguida lo que había
pasado. Inge, pensé yo allí al pie de la puerta, tú eres en todo
caso mi hermano. Ahora confío en ti. Ahora me ayudarás a salir de
aquí sin que por eso tenga que perderme. Estuve a punto de
decírselo, pero unos segundos más tarde me habría mordido la
lengua si se lo hubiera dicho. Porque esto es lo que le dijo Inge a
Knut:
—¿Para
qué quieres que salga, ahora que ya has conseguido encerrarla?
Déjala ahí y que rabie si quiere. A algunas mujeres no hay nada que
más les guste. Déjala así hasta que se ablande.
Fue
entonces cuando sentí que necesitaba una almohada. Fue entonces
cuando me arrastré por la habitación hasta la cama. No, arrastrarme
tal vez no me arrastré, sólo que eso fue lo que sentí. Me pareció
que toda una galería de ojos ebrios, alegres, despiadados me
contemplaba durante la corta huida por el suelo desde la puerta hasta
la cama, y ellos fueron los que me hicieron arrastrarme, aunque a lo
mejor corrí. Hundida en una almohada oí que los dos que estaban
allí fuera se iban, pero también que volvían casi enseguida.
Vuelven,
pensé, aunque la almohada debía impedirme pensar. Vuelven. Algo han
olvidado pues en la habitación. Aquí hay algo que ellos quieren. O…
Me
levanté a buscar en la habitación, abrí cajones, armarios, miré
bajo la ropa y detrás de la loza, pero no había ninguna bebida
escondida en ningún sitio. Necesitaba la almohada todavía un rato
para cubrir mis dudas. No puedo ser débil, pensé, sólo una vez le
abre una mujer la puerta a un hombre en vano. Mientras ellos estaban
allí fuera llamando, temerosos de que les oyeran las bulliciosas
personas de la cocina y temerosos de que no les oyera yo, yo estaba
acostada con una almohada fuertemente apretada contra la cabeza para
ahogar mis estúpidas ganas de levantarme corriendo a girar la llave
y mostrarles mi cara boba y feliz a los dos hombres que estaban al
otro lado de mi puerta. Pero el dolor se deslizó por debajo de la
almohada y clavó sus tormentos en mí, me recordó el momento
terrible de humillación, pero la alegría se pega al dolor como una
sanguijuela, y la sanguijuela chupó mi dolor, y yo me sentí lo
suficientemente feliz y débil como para dejar caer la almohada.
Voy,
pensé, claro que abro. Ahora sé que es por mí por quien llamáis.
Porque en la cocina tenéis todo lo que queréis: bebidas y mujeres y
hombres que se ríen. Y sin embargo estáis donde estáis. También
me necesitáis a mí. Sólo un minuto más y voy.
Pero
si uno ha estado muy solo no hay nada que sea tan precioso como los
minutos anteriores al fin de la soledad, y yo aplacé lo que iba a
hacer porque eso me enriquecía más. Por cada minuto de soledad me
iba hinchando más de felicidad. Yo era un sapo y el sapo pensó:
«Todavía hay piel. Todavía me falta mucho para estallar».
Y
entonces fue de repente demasiado tarde. Si la puerta de la cocina no
se hubiera abierto justo en ese momento estoy segura de que yo habría
estado camino de mi puerta cerrada. Pero la puerta de la cocina se
abrió y yo permanecí acostada en la cama, inflada e inmóvil de
satisfacción como una serpiente después de haberse tragado un
conejo. Fue una mujer la que llegó primero, y luego llegaron todos.
Y los hombres que me esperaban a mí dejaron de reclamarme. De
repente ya no me esperaban. Sólo esperaban a que su dignidad
corriese a alcanzarles. Y finalmente llegó y entonces Inge gritó:
—Estamos
tratando de engañar a mi hermana para que salga, pero nada.
Y
Knut gritó:
—Bueno,
¿sales o no sales?
Y
entonces yo no podía salir. Yo estaba paralizada allí tumbada y una
mano se cayó de la cama y empezó a buscar una almohada. Pero antes
de que esa mano alcanzase la almohada empezó a cantar una de las
mujeres desconocidas de allí fuera. Si a eso se le puede llamar
cantar, yo no lo sé. Estoy demasiado cansada y demasiado lejos.
—Open
the door, Richard. Open the door and let me in.
—Eso
quiere decir abre la puerta, Rickard, por si acaso no lo supieras,
cascarrabias —gritó Inge.
Yo
entonces hubiera debido levantarme corriendo y gritando con todas mis
fuerzas: «Yo no me llamo Rickard. Yo no soy un tío y sobre todo yo
no soy una puta que tiene tiempo para andar por las tiendas de música
todo el día buscando discos para sus amantes nocturnos».
Hubiera
debido y hubiera debido, pero no fue así. En lugar de ello la
piadosa almohada cayó sobre mi cabeza y era como una masa que
llegaba a todas las rendijas de mi cara y las tapaba y se endurecía,
y todo lo que pasó luego lo oí y lo supe, pero no podía hacer ni
lo más mínimo para evitarlo. Ni siquiera podía hacer que mi cara
se estremeciese de tristeza por ello.
Y
cuando la puerta del vestíbulo se cerró de un portazo y toda la
chusma se llevó las estrepitosas carcajadas escaleras abajo, ni
siquiera pude pensar: Si al menos uno viviera en un piso que diera a
la calle. Y no al patio, porque al patio no sale nadie un sábado por
la noche. No, yo sólo seguí acostada y la almohada creció y
creció, se volvió techo y se volvió paredes y se volvió suelo. Y
con todo, no era de eso de lo que yo tenía miedo. De lo que tenía
miedo era del terrible despertar al que ni mis mejores artimañas
podrían aplazar. Yo volvería a ser pequeña y normal de nuevo. Me
levantaría, iría hasta la puerta y la abriría, iría a la cocina a
beber un vaso de agua. Luego regresaría a un cuarto no cerrado con
llave, me acostaría en la cama y sólo pensaría en una única cosa
hasta que me durmiese, si es que me dormía: es únicamente cuando
estoy sola cuando puedo abrir. Únicamente cuando nadie puede entrar
puedo tener la puerta abierta. ¿Hasta qué punto tengo que quedarme
sola para que alguien descubra al fin mi soledad y me salve? ¿Para
que eche abajo mi puerta?
El hombre desconocido, 1947.
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