Empezó a darle
vuelta al café con leche con la cucharita. El líquido llegaba al
borde, llevado por la violenta acción del utensilio de aluminio. (El
vaso era ordinario, el lugar barato, la cucharilla usada, pastosa de
pasado.) Se oía el ruido del metal contra el vidrio. Ris, ris, ris,
ris. Y el café con leche dando vueltas y más vueltas, con un hoyo
en su centro. Maelström. Yo estaba sentado enfrente. El café estaba
lleno. El hombre seguía moviendo y removiendo, inmóvil, sonriente,
mirándome. Algo se me levantaba de adentro. Le miré de tal manera
que se creyó en obligación de explicarse:
—Todavía
no se ha deshecho el azúcar.
Para
probármelo dio unos golpecitos en el fondo del vaso. Volvió en
seguida con redoblada energía a menear metódicamente el brebaje.
Vueltas y más vueltas, sin descanso, y el ruido de la cuchara en el
borde del cristal. Ras, ras, ras. Seguido, seguido, sin parar,
eternamente. Vuelta y vuelta y vuelta y vuelta. Me miraba sonriendo.
Entonces saqué la pistola y disparé.
Crímenes ejemplares, 1957.
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