Está sentado en el poyo que hay fuera del banco. Está fumando un cigarro. Esperando a alguien. Yo también estoy esperando, en la acera de enfrente, y sin nada más en qué ocuparme, le miro de vez en cuando. Al principio no parece preocupado, espera tranquilo, con confianza. Pero pasados los primeros diez minutos, comienza a mirar a uno y otro lado, cada vez con más frecuencia. Se está haciendo tarde. Así y todo, permanece sentado en el poyo. Saca el teléfono móvil y lo examina, comprueba que no haya llamadas perdidas. Lo veo entre los autobuses y los coches que cruzan por la carretera, a ratos, como cuando ponen esas luces como flashes en las discotecas, con un extraño asincronismo. Ahí está, piensa por un momento, y es que al final de la calle, entre la gente, ha visto a un desconocido que se parece a su amigo. Se ha levantado, pero enseguida se ha dado cuenta de que no es él. De todos modos, ha decidido permanecer de pie, apoyado contra la pared del banco. Ha encendido otro cigarro, pero ahora, cuando ha llevado la cabeza hacia el mechero que mantiene entre las manos, sigue mirando de reojo a uno y otro lado. No quiere perder ni un solo momento. Porque es muy posible que en ese exacto segundo pase su amigo. Así lo cree al menos. Son las paranoias de la larga espera. El último síntoma del estrés que crea el esperar. De repente, parece que se da cuenta de lo absurdo de su situación. No vendrá y yo aquí, cada vez más nervioso. ¿Pero qué me importa a mí que no venga? Ha mirado hacia mi lado. Se ha dado cuenta de que yo también estoy esperando a alguien. Se le ha encendido el semblante. Se ha sentido solidarizado conmigo. Y espera lo mismo a cambio. He metido las manos en los bolsillos. Ya no mira a uno y otro lado. En vez de eso, me mira a mí, cada vez con más frecuencia. Me han tocado en la espalda. Es mi amigo. Ha venido. Juntos nos hemos dirigido calle arriba. Antes de desaparecer en el cruce de calles, he mirado al chico del banco. Él me mira a mí. Triste. Me he sentido como un cabrón.
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