North
Richmond Street, por ser un callejón sin salida, era una calle
callada, excepto a la hora en que la escuela de los Hermanos
Cristianos soltaba sus alumnos. Al fondo del callejón había una
casa de dos pisos deshabitada y separada de sus vecinas por su
terreno cuadrado. Las otras casas de la calle, conscientes de las
familias decentes que vivían en ellas, se miraban unas a otras con
imperturbables caras pardas.
El
inquilino anterior de nuestra casa, sacerdote él, había muerto en
la saleta interior. El aire, de tiempo atrás enclaustrado,
permanecía estancado en toda la casa, y el cuarto de desahogo detrás
de la cocina estaba atiborrado de viejos papeles inservibles. Entre
ellos encontré muchos libros forrados en papel, con sus páginas
dobladas y húmedas:
El
abate,
de Walter Scott,
La
devota comunicante
y
Las
memorias de Vidocq.
Me gustaba más este último porque sus páginas eran amarillas. El
jardín silvestre detrás de la casa tenía un manzano en el medio y
unos cuantos arbustos desparramados, debajo de uno de los cuales
encontré una bomba de bicicleta oxidada que perteneció al difunto.
Era un cura caritativo; en su testamento dejó todo su dinero para
obras pías y los muebles de la casa a su hermana.
Cuando
llegaron los cortos días de invierno, oscurecía antes de que
hubiéramos acabado de comer. Cuando nos reuníamos en la calle ya
las casas se habían hecho sombrías. El pedazo de cielo sobre
nuestras cabezas era de un color morado moaré y las luces de la
calle dirigían hacia allá sus débiles focos.
El
aire frío mordía, pero jugábamos hasta que nuestros cuerpos
relucían.
Nuestros
gritos hacían eco en la calle silenciosa. Nuestras carreras nos
llevaban por entre los oscuros callejones fangosos detrás de las
casas, donde pasábamos bajo la baqueta de las salvajes tribus de las
chozas, hasta los portillos de los oscuros jardines escurridos en que
se levantaban tufos de los cenizales, y los oscuros, olorosos
establos donde un cochero peinaba y alisaba el pelo a su caballo o
sacaba música de arneses y de estribos. Cuando regresábamos a
nuestra calle, ya las luces de las cocinas bañaban el lugar. Si
veíamos a mi tío doblando la esquina, nos escondíamos en la
oscuridad hasta que entraba en la casa. O si la hermana de Mangan
salía a la puerta llamando a su hermano para el té, desde nuestra
oscuridad la veíamos oteando calle arriba y calle abajo.
Aguardábamos todos hasta ver si se quedaba o entraba y si se quedaba
dejábamos nuestro escondite y, resignados, caminábamos hasta el
quicio de la casa de Mangan. Allí nos esperaba ella, su cuerpo
recortado contra la luz que salía por la puerta entreabierta. Su
hermano siempre se burlaba de ella antes de hacerle caso y yo me
quedaba junto a la reja, a mirarla. Al moverse ella su vestido
bailaba con su cuerpo, y echaba a un lado y otro su trenza sedosa.
Todas
las mañanas me tiraba al suelo de la sala delantera para vigilar su
puerta. Para que no me viera bajaba las cortinas a una pulgada del
marco. Cuando salía a la puerta mi corazón daba un vuelco. Corría
al pasillo, agarraba mis libros y le caía atrás. Procuraba tener
siempre a la vista su cuerpo moreno y, cuando llegábamos cerca del
sitio donde nuestro camino se bifurcaba, apretaba yo el paso y la
alcanzaba. Esto ocurría un día tras otro. Nunca había hablado con
ella, si exceptuamos esas pocas palabras de ocasión, y, sin embargo,
su nombre era como un reclamo para mi sangre alocada.
Su
imagen me acompañaba hasta los sitios más hostiles al amor. Cuando
mi tía iba al mercado los sábados por la tarde yo tenía que ir con
ella para ayudarla a cargar los mandados. Caminábamos por calles
bulliciosas hostigados por borrachos y baratilleros, entre las
maldiciones de los trabajadores, las agudas letanías de los
pregoneros que hacían guardia junto a los barriles de mejillas de
cerdo, el tono nasal de los cantantes callejeros que entonaban un
«oigan —esto— todos» sobre O'Donovan Rossa o una balada sobre
los líos de la tierra natal. Tales ruidos confluían en una única
sensación de vida para mí: me imaginaba que llevaba mi cáliz a
salvo por entre una turba enemiga. Por momentos su nombre venía a
mis labios en extrañas plegarias y súplicas que ni yo mismo
entendía. Mis ojos se llenaban de lágrimas a menudo (sin poder
decir por qué) y a veces el corazón se me salía por la boca.
Pensaba poco en el futuro. No sabía si llegaría o no a hablarle y
si le hablaba, cómo le iba a comunicar mi confusa adoración. Pero
mi cuerpo era un arpa y sus palabras y sus gestos eran como dedos que
recorrieran mis cuerdas.
Una
noche me fui a la saleta en que había muerto el cura. Era una noche
oscura y lluviosa y no se oía un ruido en la casa. Por uno de los
vidrios rotos oía la lluvia hostigando al mundo: las finas,
incesantes agujas de agua jugando en sus camas húmedas. Una lámpara
distante o una ventana alumbrada resplandecía allá abajo. Agradecí
que pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían desear echar
un velo sobre sí mismos, y sintiendo que estaba a punto de
perderlos, junté las palmas de mis manos y las apreté tanto que
temblaron, y musité: «¡Oh, amor! ¡Oh, amor!», muchas veces.
Finalmente,
habló conmigo. Cuando se dirigió a mí sus primeras palabras fueron
tan confusas que no supe qué responder. Me preguntó si iría a la
«Arabia». No recuerdo si respondí que sí o que no. Iba a ser una
feria fabulosa, dijo ella; le encantaría a ella ir.
—¿Y
por qué no vas? —le pregunté.
Mientras
hablaba daba vueltas y más vueltas a un brazalete de plata en su
muñeca. No podría ir, dijo, porque había retiro esa semana en el
convento. Su hermano y otros muchachos peleaban por una gorra y me
quedé solo recostado a la reja. Se agarró a uno de los hierros
inclinando hacia mí la cabeza. La luz de la lámpara frente a
nuestra puerta destacaba la blanca curva de su cuello, le iluminaba
el pelo que reposaba allí y, descendiendo, daba sobre su mano en la
reja. Caía por un lado de su vestido y cogía el blanco borde de su
pollera, que se hacía visible al pararse descuidada.
—Te
vas a divertir —dijo.
—Si
voy —le dije—, te traeré alguna cosa.
¡Cuántas
incontables locuras malgastaron mis sueños, despierto o dormido,
después de aquella noche! Quise borrar los días de tedio por venir.
Le cogí rabia al estudio. Por la noche en mi cuarto y por el día en
el aula su imagen se interponía entre la página que quería leer y
yo. Las sílabas de la palabra Arabia acudían a mí a través del
silencio en que mi alma se regalaba para atraparme con su embrujo
oriental. Pedí permiso para ir a la feria el sábado por la noche.
Mi tía se quedó sorprendidísima y dijo que esperaba que no fuera
una cosa de los masones. Pude contestar muy pocas preguntas en clase.
Vi la cara del maestro pasar de la amabilidad a la dureza; dijo que
confiaba en que yo no estuviera de holgorio. No lograba reunir mis
pensamientos. No tenía ninguna paciencia con el lado serio de la
vida que, ahora, se interponía entre mi deseo y yo, y me parecía
juego de niños, feo y monótono juego de niños.
El
sábado por la mañana le recordé a mi tío que deseaba ir a la
feria por la noche. Estaba atareado con el estante del pasillo,
buscando el cepillo de su sombrero y me respondió, agrio:
—Está
bien, muchacho, ya lo sé.
Como
él estaba en el pasillo no podía entrar en la sala y apostarme en
la ventana. Dejé la casa de mal humor y caminé lentamente hacia la
escuela. El aire era implacablemente crudo, y el ánimo me abandonó.
Cuando
volví a casa para la cena mi tío aún no había regresado. Pero
todavía era temprano. Me senté frente al reloj por un rato y,
cuando su tictac empezó a irritarme, me fui del cuarto. Subí a los
altos. Los cuartos de arriba, fríos, vacíos, lóbregos, me
aliviaron y fui de cuarto en cuarto cantando. Desde la ventana del
frente vi a mis compañeros jugando en la calle. Sus gritos me
llegaban indistintos y apagados y, recostando mi cabeza contra el
frío cristal, miré a la casa a oscuras en que ella vivía. Debí
estar allí parado cerca de una hora, sin ver nada más que la figura
morena proyectada por mi imaginación, retocada discretamente por la
luz de la lámpara en el cuello curvo y en la mano sobre la reja y en
el borde del vestido.
Cuando
bajé las escaleras de nuevo me encontré a Mrs. Mercer sentada al
fuego. Era una vieja hablantina, viuda de un prestamista, que
coleccionaba sellos para una de sus obras pías. Tuve que soportar
todos esos chismes de la hora del té. La comelata se prolongó más
de una hora y todavía mi tío no llegaba. Mrs. Mercer se puso en pie
para irse: sentía no poder esperar un poco más, pero eran más de
las ocho y no le gustaba andar por afuera tarde, ya que el sereno le
hacía daño. Cuando se fue empecé a pasearme por el cuarto,
apretando los puños. Mi tía me dijo:
—Me
temo que tendrás que posponer tu tómbola para otra noche del Señor.
A
las nueve oí el llavín de mi tío en la puerta de la calle. Lo oí
hablando solo y oí crujir el estante del pasillo cuando recibió el
peso de su sobretodo. Sabía interpretar estos signos. Cuando iba por
la mitad de la cena le pedí que me diera dinero para ir a la feria.
Se le había olvidado.
—Ya
todo el mundo está en la cama y en su segundo sueño —me dijo.
Ni
me sonreí. Mi tía le dijo, enérgica:
—¿No
puedes acabar de darle el dinero y dejarlo que se vaya? Bastante que
lo hiciste esperar.
Mi
tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que él creía en
ese viejo dicho: «Mucho estudio y poco juego hacen a Juan majadero».
Me preguntó que a dónde iba yo y cuando se lo dije por segunda vez
me preguntó que si no conocía «Un árabe dice adiós a su corcel».
Cuando salía de la cocina se preparaba a recitar a mi tía los
primeros versos del poema.
Apreté
el florín bien en la mano mientras iba por Buckingham Street hacia
la estación. La vista de las calles llenas de gente de compras y
bañadas en luz de gas me hizo recordar el propósito de mi viaje. Me
senté en un vagón de tercera de un tren vacío. Después de una
demora intolerable el tren salió lento de la estación y se arrastró
cuesta arriba entre casas en ruinas y sobre el río rutilante. En la
estación de Westland Row la multitud se apelotonaba a las puertas
del vagón; pero los conductores la rechazaron diciendo que éste era
un tren especial a la tómbola. Seguí solo en el vagón vacío. En
unos minutos el tren arrimó a una improvisada plataforma de madera.
Bajé a la calle y vi en la iluminada esfera de un reloj que eran las
diez menos diez. Frente a mí había un edificio que mostraba el
mágico nombre.
No
pude encontrar ninguna de las entradas de seis peniques y, temiendo
que hubieran cerrado, pasé rápido por el torniquete, dándole un
chelín a un portero de aspecto cansado. Me encontré dentro de un
salón cortado a la mitad por una galería. Casi todos los
estanquillos estaban cerrados y la mayor parte del salón estaba a
oscuras. Reconocí ese silencio que se hace en las iglesias después
del servicio. Caminé hasta el centro de la feria tímidamente. Unas
pocas gentes se reunían alrededor de los estanquillos que aún
estaban abiertos. Delante de una cortina, sobre la que aparecían
escritas las palabras
Café
Chantant
con
lámparas de colores, dos hombres contaban dinero dentro de un
cepillo. Oí cómo caían las monedas.
Recordando
con cuánta dificultad logré venir, fui hacia uno de los
estanquillos y examiné los búcaros de porcelana y los juegos de té
floreados. A la puerta del estanquillo una jovencita hablaba y reía
con dos jóvenes. Me di cuenta que tenían acento inglés y escuché
vagamente la conversación.
—¡Oh,
nunca dije tal cosa!
—¡Oh,
pero sí!
—¡Oh,
pero no!
—¿No
fue eso lo que dijo ella?
—Sí.
Yo la oí.
—¡Oh,
vaya pero qué… embustero!
Viéndome,
la jovencita vino a preguntarme si quería comprar algo. Su tono de
voz no era alentador; parecía haberse dirigido a mí por sentido del
deber. Miré humildemente los grandes jarrones colocados como
mamelucos a los lados de la oscura entrada al estanquillo y murmuré:
—No,
gracias.
La
jovencita cambió de posición uno de los búcaros y regresó a sus
amigos.
Empezaron
a hablar del mismo asunto. Una que otra vez la jovencita me echó una
mirada por encima del hombro.
Me
quedé un rato junto al estanquillo —aunque sabía que quedarme era
inútil— para hacer parecer más real mi interés en la loza.
Luego, me di vuelta lentamente y caminé por el centro del bazar.
Dejé caer los dos peniques junto a mis seis en el bolsillo. Oí una
voz gritando desde un extremo de la galería que iban a apagar las
luces. La parte superior del salón estaba completamente a oscuras
ya.
Levantando
la vista hacia lo oscuro, me vi como una criatura manipulada y puesta
en ridículo, por la vanidad; y mis ojos ardieron de angustia y de
rabia.
Dublineses, 1914.
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