miércoles, 7 de abril de 2021

Una visita a la cabina de piloto. Etgar Keret.

Cuanto aterrizamos en Ben Gurion todo el avión aplaudió salvo yo, que rompí a llorar. Mi padre, que estaba sentado junto al pasillo, intentó calmarme mientras le contaba a todo el que fuera lo suficientemente educado como para escucharlo que aquélla era la primera vez que yo volaba al extranjero y que por eso estaba un poco nerviosa.
-Pues al despegar, precisamente, ha estado muy tranquila -le dio la lata a un pobre viejo con unas gafas de culo de botella y que olía a orina-, mientras que ahora, cuando resulta que ya hemos aterrizado, va y le sale todo.
Mientras lo decía me puso la mano en la nuca, como se le pone a un perro, y me susurró, con forzada dulzura:
-No llores, cariño, que papá está aquí a tu lado.
Hubiera querido matarlo, pegarle con todas mis fuerzas hasta hacerlo sangrar. Pero mi padre seguía masajeándome la nuca y susurrándole al apestoso viejo que tenía al lado que normalmente yo no era así, que en la mili fui monitora de artillero en Shivta y que irónicamente ni novio, Guiora, era agente de seguirdad de ELAL.
Una semana antes, cuando aterricé en Nueva York, mi novio, Guiora, qué ironía también, me fue a esperar con un ramo de flores a pie de escalerilla. Como trabaja en el aeropuerto pudo organizarlo fácilmente. Nos besamos en la escalerilla del avión, como en una pésima película romántica cualquiera, y me pasó con las maletas el control de pasaportes sin que tuviéramos que esperar ni un segundo. Del aeropuerto nos fuimos derectamente a un restaurante desde el que se ve todo Manhattan. El coche que se ha comprado allí es un enorme modelo americano del 88 pero estaba tan limpio que parecía nuevo. En el restaurante, Guira no sabía muy bien qué pedir y al final nos decidimos por algo con un nombre muy cómico que tenía un poco la pinta de un pulpo y que olía espantosamente mal. Guira intentó comerlo diciendo que estaba muy bueno, pero al cabo de un momento también él se rindió y los dos nos echamos a reír. Durante el tiemp que no lo había visto se había dejado barba y la verdad es que le favorecía. Del resturante nos fuimos a la Estatua de la Libertad y al MOMA y yo aparenté estar entusiasmada, aunque no dejé ni por un momento de sentir algo raro. Porque, al fin y al cabo, él y yo no nos habíamos visto desde hacía más de dos meses, y en vez de ir directamente a su piso a follar, o al menos sentarnos allí para charlar un rato, nos dio por ir a todo tipo de sitios turísticos a los que seguro que Guira habría ido ya más de mil veces y sobre los que encima me daba un montón de cansinas y ensayadas explicaciones. Por la tarde, cuando llegamos a su piso, dijo que tenía que arreglar no sé qué asuntos por teléfono y yo me fui a duchar. Cuando me estaba secando él calentó agua para unos espaguetis y puso la mesa con una botella de vino y unas flores medio marchitas. Yo me moría de ganas de hablar con él, no sé, porque me daba la sensación de que había pasado algo malo que él no me quería contar, como en las películas, cuando alguien muere y se les intenta ocultar a los niños. Pero Guiora seguía con su espantosa verborrea acerca de todos los lugares que iba a enseñarme esa semana y lo mucho que temía que no le fuera a dar tiempo, tratándose de una ciudad tan grande, y encima sin que dispusiéramos de una semana entera, apenas cinco días, porque uno ya había pasado y el último día mi vuelo era ya por la tarde y encima cuando llegara mi padre ya no íbamos a poder hacer nada. Lo interrumpí con un beso, porque no se me ocurrió otra manera de hacerlo. Los pelos de la barba me picaron un poco en la cara.
-Guiora -le pregunté- ¿va todo bien?
-Estupendamente -me dijo-, claro que sí, lo que pasa es que son muy pocos días y me da miedo que no nos vaya a dar tiempo de nada.
Los espaguetis, eso sí, le quedaron buenísimos, y después de echar un polvo nos sentamos en la terraza a tomar vino mientras mirábamos a las personas que pasaban por la calle, tan pequeñitas ellas. Le dije a Guiora que tenía que ser interesantísimo vivir en una ciudad tan gigantesca como ésa y que yo podría pasarme horas allí sentada en la terraza mirando todos esos puntitos que había allá abajo mientras intentaba adivinar qué se les estaría pasando por la cabeza.
-No te creas -se limitó a decir Guiora y fue a buscarse una coca-cola light-. Sabes -prosiguió-, precisamente ayer estuve a diez calles de aquí hacia el lado Este, donde están todas la putas. Desde aquí no se ve porque queda al otro lado del edificio. Y un sintecho, ya mayor, se me acercó al coche, y eso que tenía bastante buen aspecto para ser un sin techo. Iba con una ropa muy vieja y empujaba una especie de carro de súper con muchas bolsas de papel, de esas que siempre llevan de un sitio a otro, pero aparte de eso tenía un aspecto normal, iba limpio, no sé, es difícil de contar. El caso es que se me acerca y me propone hacerme una mamada por diez dólares. "Te lo voy a hacer pero que muy bien", me dice, "me lo voy a tragar todo". Y en un tono muy decidido, como el que te está intentando convencer de que te compres una tele. Yo no sabía dónde meterme. Imagina, a las dos de la mañana y a unos metros de él hay una fila de unas veinte putas puertorriqueñas, algunas de ellas realmente guapas, y ese hombre, que se parece mucho a mi tío, proponiéndome una mamada. En ese momento también él se dio cuenta de lo curioso de la situación, porque según parecía era la priemera vez que proponía algo así y de repente los dos estábamos confundidos. Entonces me dijo, medio en tono de disculpa: "¿Y si te lavo el coche en lugar de eso? Son cinco dólares. Es que tengo muchísima hambre". Y así es como me encuentro de repente en la parte más apestosa de Manhattan a las dos de la mañana con un hombre de unos cuarenta limpiándome el coche con una botella de agua mineral y un trapo que un día fue una camisea de los Chicago Bulls. Algunas putas empezaron a acercarse a nosotros, además de un tipo negro que parecía su chulo. Entonces estuve seguro de que habría jaleo. Cuando el hombre terminó le di las gracias, le pagué y me fui de allí tranquilamente.
Después es esta historia los dos nos quedamos callados y yo fijé la mirada en el cielo, que ahora se veía muy negro. Le pregunté qué hacía en la calle de las putas en plena noche y me contestó que eso no tenía nada que ver con la historia. Le pregunté si estaba con alguien, pero a eso tampoco me contestó. Le pregunté si se trataba de una puta. Él se quedó callado un momento y me dijo que la chica trabajaba en Lufthansa. En ese momento, de repente, pude olerla a través de él, a través de su cuerpo, de su barba. Un poco como el olor de la col agria, y ahora, después del polvo, ese olor se me había pegado también a mí. Él, de todos modos, se empeñó en que me quedara esa semana en su piso y yo accedía al momento, porque no tenía elección. Allí sólo había una cama, pero como yo no quería hacerme la estrecha dormimos juntos, aunque sin acostarnos, y supe que nunca más iba a aceptar acostarme con él, cosa que también él sabía. Cuando se quedó dormido fui a ducharme otra vez, para quitarme el olor de ella, aunque era consciente de que, mientras estuviera durmiendo con él en la misma cama, el olor seguiría allí.
El día del vuelo de regreso me puse mis mejores galas, para que Guiora se diera un poco de cuenta de lo que se perdía, pero creo que ni siquiera se fijó. Cuando fuimos a buscar a mi padre al hotel la verdad es que me alegré un montón de verlo. Lo abracé muy fuerte, cosa que lo dejó un poco sorprendido, aunque se le notaba que se había puesto muy contento. Mi padre le hizo a Guiora unas cuantas preguntas estúpidas y Guiora se retorció algo incómodo, dijo que tenía que arreglar unos asuntos con urgencia y que sentía no podernos llevar al aeropuerto. Después fue al coche a buscar las maletas y cuando nos despedimos y aparentamos darnos un beso mi padre no se dio cuenta de nada. En cuanto Guiora se hubo ido, subí a la habitación de mi padre y me volví a duchar mientras mi padre pedía un taxi para el aeropuerto. Durante el vuelo estuve de lo más callada y él no paró de hablar. Aquella semana había pasado muy despacio. Todos los días me decía: "Éste es tu último viernes aquí", como solía hacerlo durante la última semana de la instrucción en la mili, sólo que en esta ocasión no me sirvió de mucho. E incluso ahora, cuando esa pesadilla por fin ha terminado, no noto ningún alivio. Hasta el olor de ella sigue ahí. Me he olido un montón de veces intentando comprender de dónde viene ese olor, hasta que me he dado cuenta de que es del reloj. El olor de ella se quedó impregnado ahí ya desde la primera noche.
Después de comer mi padre hizo que iba al servicio pero volvió con una azafata. Entonces supe que, como sorpresa, me había organizado una visita a la cabina del piloto. Estaba tan destrozada que no me quedaban fuerzas para discutir con él. Fui llevada en volandas por la azafata hasta la cabina del piloto, donde el comandante y copiloto me estuvieron dando unas explicaciones aburridísimas sobre un montón de aparatos y relojes. Al final, el comandante, que ya peinaba canas, me preguntó cuántos años tenía y el copiloto se echó a reír. El comandante le dirigió una mirada asesina y aquél se calló al instante y pidió disculpas.
-No he querido ofenderte -me dijo-, es que sencillamente estoy acostumbrado a que normalmente..., ya sabes, sean niños los que vienen aquí.
El comandante dijo que de todos modos había sido muy amable por mi parte ir a visitarlos y me preguntó si me lo había pasado bien en Nueva York. Le dije que sí. El comandante me dijo que le encantaba esa ciudad porque tiene de todo, y el copiloto, como todavía se sentía algo incómodo y quería decir algo, añadió que a él, personalmente, le resultaba un poco duro por toda la pobreza que se ve allí, pero que hoy, con todos los rusos, también en Israel la situación es parecida, en realidad. Después me preguntaron si había tenido ocasión de comer en ese restaurante nuevo que han hecho desde el que se ve todo Manhatta, y yo les dije que sí. Cuando volví a mi asiento mi padre me sonrió muy satisfecho y me cambió de asiento para que pudiera ver mejor el aterrizaje. Cuando intenté reclinar un poco el respaldo mi padre me acarició el dorso de la mano y me dijo:
-Cariño, la luz roja está encendida, tendrías que abrocharte ya el cinturón, porque tachán, tanchán, estamos a punto de aterrizar.
Y yo me abroché el cinturón muy fuerte y noté, tachán, tachán, que rompía a llorar.

Un hombre sin cabeza, 2011.

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