Las
historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria; la mía
también. Estiria es uno de esos lugares reputados como románticos
por quienes jamás han estado allí. Es una gran región nada
interesante, celebrada por sus pavos, sus capones y la estupidez de
sus habitantes.
Los
vampiros suelen llegar de noche, en carruajes tirados por dos
caballos negros.
Nuestro
vampiro, sin embargo, llegó por un medio menos habitual, como lo es
el ferrocarril, y además lo hizo por la tarde. Creerá el lector que
bromeo, o acaso que, al decir vampiro, me refiero a un vampiro
financiero… No, nada de eso. Hablo en serio, completamente en
serio. El vampiro al que aludo, uno de esos vampiros que devastan
nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro verdadero.
Generalmente
se habla de los vampiros como seres extraños, siniestros, oscuros y
singularmente hermosos. Nuestro vampiro, por el contrario, apenas
coincidía con todo eso; no tenía un aspecto particularmente
siniestro y, aunque no carecía de cierto atractivo, de ninguna
manera se le puede considerar hermoso.
Sí,
devastó nuestro hogar, mató a mi hermano —la única persona a la
que yo adoraba— y a mi querido padre. Pero al tiempo debo decir que
me rendí a él, fascinada; y que, a pesar de todo, no lo recuerdo
con amargura ni desprecio.
Habrán
leído ustedes, sin duda, lo que se ha escrito de mí en los
periódicos, todo eso acerca de la Baronesa y sus bestias…
Bien, pues de eso y de cómo he gastado mi fortuna recogiendo
animales perdidos voy a hablar aquí.
Ahora
soy vieja; todo aquello ocurrió cuando era una niña de trece años…
Empezaré por hablar de mi casa… Éramos polacos y nos
apellidábamos Wronski; vivíamos en Estiria, en un castillo
demasiado grande para los pocos que éramos: descontando la
servidumbre, mi padre, nuestra institutriz —una excelente dama
belga llamada Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo…
Permítaseme que empiece por mi padre: era anciano; tanto mi hermano
como yo nacimos cuando ya era viejo. Nada recuerdo de mi madre: murió
al dar a luz a mi hermano, un año menor que yo… Nuestro padre fue
un hombre estudioso, siempre rodeado de libros y versado en los
asuntos más extraños y en las lenguas más raras. Tenía una larga
barba blanca y lucía una magnífica capa de terciopelo negro.
¡Cuánto
nos amaba! Mi padre nos quería mucho más de lo que soy capaz de
expresar, y lo digo a pesar de que no fuese yo su favorita. Todo su
corazón era para Gabriel —Gabryel, como se escribe en polaco—,
al que llamábamos, en ruso, Gavril. Hablo, claro está, de mi
hermano, el más parecido a mi madre por lo que pude observar en el
único retrato que había de ella en nuestro hogar, en el despacho de
mi padre. Pero no se crea que estaba celosa. Yo le adoraba. Fue el
único amor de mi vida. En su memoria levanté mi refugio para perros
y gatos callejeros, en Westbourne Park.
Era
yo por aquel tiempo, como he dicho, una niña. Me llamaba Carmela. Mi
hermosa melena flotaba por todas las estancias del castillo, que
recorría saltarina de continuo, aunque no me gustaba que me la
peinasen. Debo decir que no era una niña precisamente guapa, pues
los retratos no mienten y cuando contemplo los que se me hicieron
entonces no puedo sino observar que en efecto no lo era. Sin embargo,
aún hoy, cuando sonrío al fotógrafo, pienso en que acaso mi
rostro, precisamente por su carencia de rasgos armónicos, por mi
gran boca y por mis grandes ojos que poseen un brillo salvaje,
resulte atractivo a alguien.
De
niña fui bastante díscola, aunque no tanto como Gabriel, según
decía Mademoiselle Vonnaert… Debo hablar de ella. Era una persona
excelente, una dama de mediana edad que se expresaba en un francés
límpido y culto aunque fuese belga, y que además hablaba alemán,
lengua que, como sabrán ustedes, o deberían saberlo, se habla en
Estiria.
Me
cuesta mucho, sin embargo, describir a mi hermano Gabriel como
merece; había en él algo extraño, sobrenatural, o acaso deba decir
protohumano; algo, en última instancia, a medias entre lo animal y
lo divino. Puede que la idealización griega del fauno sirva para
ilustrar lo que pretendo decir. O puede que no. Tenía los ojos
grandes de las gacelas; su cabello, como el mío, siempre despeinado…
Algo que sin duda heredamos de nuestra madre, un cabello hermoso y
libre, pues era gitana; algo, en suma, que acaso sirva para explicar
nuestra naturaleza salvaje. Ya he dicho que era díscola. Pero
Gabriel lo era mucho más. Por nada del mundo aceptaba ponerse medias
y zapatos, salvo los domingos, el único día en que se dejaba
peinar, aunque sólo por mí… En cuanto a su boca… Quizá sólo
pueda describirla diciendo que su forma era la de un arc
d’amour… Cuando recuerdo su boca sólo me viene a la
mente ese Salmo que dice: «La Gracia vive en tus labios, que Dios te
los bendiga eternamente». Los labios de mi hermano Gabriel exhalaban
el hálito de la vida. Porque eran hermosos, dulces, bestialmente
vivos, maleables.
Gabriel
era inquieto y vivaz, corría como un ciervo, trepaba hasta las más
altas ramas de los árboles; era en sí mismo la imagen y el símbolo
de la vitalidad. Por lo general apenas prestaba atención a lo que le
explicaba Mademoiselle Vonnaert, pero cuando lo hacía aprendía con
rapidez extraordinaria y se sabía las lecciones palabra por palabra.
Tocado por un talento musical extraordinario, aprendía fácilmente
cualquier instrumento, aunque, como el violín, los tocaba a su
manera, sin sujetarse a las normas; e incluso manufacturaba sus
propios instrumentos, con raíces, ramas y hasta simples palos.
Mademoiselle Vonnaert, sin embargo, fue incapaz de hacer que se
interesara en el piano. Supongo que fue así porque Gabriel era lo
que se dice un niño mimado y calamitoso, en el sentido más
superficial de la palabra. Nuestro padre, eso es cierto, atendía al
instante cualquier capricho que tuviese.
Recuerdo
bien una de sus peculiaridades. Desde muy niño tuvo horror a la
carne; jamás consintió en probarla, no lo hubiera hecho por nada
del mundo. Otra de sus peculiaridades era el influjo que tenía sobre
los animales. Cualquier animal acudía a él en cuanto le tendía su
mano. Los pájaros se posaban en sus hombros. Cuando salíamos a dar
un paseo por el bosque, siempre se apartaba de nosotras; y cuando
Mademoiselle Vonnaert y yo volvíamos a reunimos con él, lo
encontrábamos rodeado de conejos, puercoespines, pequeños zorros,
marmotas, ardillas… A muchos de ellos se los llevaba a casa, lo que
horrorizaba a la pobre Mademoiselle Vonnaert. Aunque puede que, en
realidad, la horrorizase aquel magnetismo que Gabriel poseía sobre
las pequeñas bestias. Había optado por tomar como habitación la
parte más alta de una de las torretas del castillo, a la que subía,
no por las escaleras, sino trepando a un castaño próximo para
entrar por la ventana. Pero, aunque parezca una contradicción, los
domingos acudía devoto a la parroquia para oír misa, con su
impecable casaca roja, calzado y bien peinado. Entonces parecía un
ser absolutamente angelical, una criatura tocada con todo lo que
adorna a las deidades. Nunca podré olvidar aquella expresión
extática de sus ojos.
Bien,
aún no he hablado del vampiro… Hagámoslo ya de una vez… Tuvo
que dirigirse mi padre un día a una ciudad próxima, cosa que hacía
con relativa frecuencia. Volvió en la compañía de un desconocido.
Aquel caballero, nos dijo mi padre, había perdido el tren y como no
tenía la posibilidad de tomar otro ese día, pues eran pocas las
líneas que cubrían la región, pasaría la noche con nosotros.
Había coincidido con mi padre en el viaje desde la ciudad a la
pequeña estación del pueblo a cuyas afueras estaba nuestro castillo
y pronto entablaron conversación. Mi padre, un hombre cortés y
generoso, sabedor de las circunstancias de aquel hombre, lo invitó a
nuestro hogar. Mi padre siempre decía que la hospitalidad es una
característica de nuestro linaje.
Se
presentó como el Conde Vardalek, húngaro. Pero hablaba muy bien
alemán, no con ese acento monótono de los húngaros, sino con una
melodiosa entonación eslava. Tenía una voz particularmente dulce e
insinuante. Pronto sabríamos, además, que hablaba también polaco,
y Mademoiselle Vonnaert elogió su excelente francés. En realidad
hablaba un sinfín de idiomas… Pero, antes de continuar, daré mi
impresión primera. Era alto, muy delgado, con el cabello ondulado
cayéndole sobre los hombros, lo que contribuía a que su rostro
pareciera velado, como si el movimiento armónico de su cabello
levantase a su alrededor una cortina de humo. Había algo en su
figura —aún no sé decir qué era— que te sugería estar ante la
presencia de una serpiente. Todo en él era refinamiento,
especialmente sus manos, de largos dedos, unas manos que emanaban
magnetismo. Su nariz era grande y sinuosa; su boca, sensual y
expresiva, como lo era su sonrisa. Todo ello, empero, contrastaba con
la profunda tristeza que se percibía en su mirada. Cuando lo vi
entrar en nuestra casa creí que tenía los ojos entornados, de tan
caídos como eran sus párpados. Era imposible, por ello, saber de
qué color los tenía. Parecía muy cansado, o abatido. No puedo
decir la edad que aparentaba.
De
repente entró Gabriel en el salón con una mariposa amarilla
revoloteando alrededor de su cabello. Abrazaba contra su pecho a una
ardilla e iba descalzo, como de costumbre. El extraño le miró
intensamente, vi esa intensidad en sus ojos. Y vi entonces que eran
verdes, además de grandes, con las pupilas dilatadas. Gabriel se
detuvo y lo miró como un pajarillo hipnotizado por una serpiente,
mientras le tendía su mano. Vardalek, estrechándosela —y no sé
por qué reparé en algo tan trivial, pero es verdad que lo hice—,
le tomó el pulso con el dedo pulgar. Gabriel salió entonces aprisa
del salón y no menos veloz subió las escaleras en dirección a su
cuarto en la torreta, olvidándose en esta ocasión del árbol. Me
aterrorizó pensar en lo que a su vez estaría pensando el Conde
Vardalek de mi hermano. Y no pude por menos que sorprenderme cuando
lo vi bajar poco después vestido de domingo, calzado y con sus
medias. No obstante, lo peiné como hacía los domingos. Gabriel
parecía sentirse muy bien.
Cuando
bajó el extraño para cenar, luego de haber dejado sus cosas en la
habitación que le asignó mi padre, su aspecto era distinto, me
pareció mucho más joven. Había en su piel una cierta cualidad
elástica que antes no le había percibido, cualidad que acentuaba la
delicadeza de su figura, algo muy raro en un hombre, pensé… Antes,
por el contrario, su presencia me había sugerido enfermedad, acaso
debido a esa especie de veladura de su rostro que me hizo sospechar
que era muy pálido.
Bien,
digamos que durante la cena nos encantó a todos, y muy especialmente
a mi padre. Pareció compartir con mi buen padre intereses y hobbies.
En una de sus conversaciones, cuando mi padre relataba algunas de sus
experiencias militares de otro tiempo, dijo algo acerca de un joven
tamborilero herido en combate. Los ojos de nuestro huésped, al oír
aquello, se abrieron desmesuradamente y observé que sus pupilas
estaban aún más dilatadas que antes. Su mirada, entonces, me
pareció desagradable, aunque puede que fuese por la expresión,
ciertamente extraña, de su rostro, algo a medias entre el
embotamiento y la muerte, y a la vez animado por una excitación
horrible, a duras penas controlable. Pero sólo fue un momento.
Lo
que más tiempo ocupó su conversación con mi padre fue lo referente
a ciertos libros místicos que había descubierto poco tiempo atrás
y de los cuales apenas acertaba a colegir algo, pero Vardalek parecía
saberlo todo al respecto. Ya en los postres, mi padre le sugirió
que, si eso no le suponía mayor inconveniente, podría retrasar unos
días su viaje y seguir siendo nuestro huésped por un tiempo. Mi
padre le dijo que, como en nuestro castillo había pocas
distracciones, bien podría gozar de su biblioteca, que ponía a su
entera disposición.
—No
me resulta inconveniente quedarme unos días —dijo Vardalek—; no
tengo mayor necesidad ni interés concreto en seguir mi viaje mañana,
y si puedo serle útil ayudándole a descifrar esos libros de los que
ha hablado, estaré encantado de hacerlo —y añadió con una
sonrisa amarga, muy amarga—: Soy un hombre cosmopolita, un viajero
que pisa sin descanso la superficie terrestre.
Después
de cenar, mi padre le preguntó si tocaba el piano.
—Un
poco —dijo el Conde mientras tomaba asiento ante el piano.
E
interpretó maravillosamente varias csardas y rapsodias húngaras.
Una
música que hace enloquecer a los hombres. El mismo parecía
arrebatado mientras la interpretaba.
Gabriel
estaba muy cerca del piano, mirándole con los ojos fijos, ahora con
las pupilas dilatadas, absolutamente inmóvil. Cuando finalizó su
interpretación nuestro invitado, mi hermano, acaso fascinado por la
maravilla de las csardas, dijo humildemente, con voz muy baja y
dulce:
—Creo
que puedo tocar eso.
Y
fue raudo a buscar su violín, y un xilofón que él mismo se había
hecho, y alternando uno y otro instrumento tocó muy bien aquello que
acababa de interpretar el Conde Vardalek al piano.
Vardalek
lo miraba con embeleso. Cuando acabó Gabriel de deleitarnos con su
breve concierto, el Conde le dijo con voz muy triste:
—¡Pobre
niño! Tu alma es la de la música…
No
pude entender entonces por qué, en vez de felicitar a Gabriel por su
talento, lamentaba que lo tuviese.
Gabriel
se volvió reservado, tímido. Incluso se olvidó de los animalitos
que tanto amaba. Ocurrió súbitamente. Es cierto que nunca habíamos
albergado en nuestra casa a un extraño, pero me parecía que eso no
era motivo suficiente como para que Gabriel no saliera de su torreta,
de modo que yo misma tuve que subirle la comida al día siguiente,
pues se negaba a salir de allí. ¡Cuál no sería mi sorpresa, sin
embargo, cuando un día después, a hora temprana, lo vi paseando de
la mano de Vardalek por nuestro jardín! Hablaban animadamente.
Gabriel le iba mostrando todos los animalitos que había recogido en
el bosque y que habían hecho de nuestro jardín algo parecido a un
pequeño zoológico. Me asusté, porque parecía absolutamente
dominado por el Conde. Pero lo que más nos sorprendió a todos (y
debo decir que el extraño mostraba a diario una corrección
exquisita por lo que estábamos encantados con su presencia y con su
actitud deferente hacia mi hermano), aunque quizá no tanto a mí,
que le observaba continuamente, fue que gradualmente, aunque bastante
aprisa, Gabriel perdiera su vitalidad, su salud… No es que perdiese
de golpe su buen color y se tornara pálido; era que había en sus
movimientos una languidez extraña, una extenuación imposible de
imaginar hacía tan poco en un niño así de vivaz y activo como
siempre lo fuera.
Mi
padre, por su parte, se volvía más devoto del Conde Vardalek a
medida que pasaban los días. Nuestro huésped, bien es cierto, le
ayudaba mucho en sus estudios. Tan devoto del Conde se había vuelto
mi padre, que un día, lleno de júbilo, le pidió que lo acompañase
a Trieste, donde solía ir de vez en cuando. Volvería, dijo mi
padre, lleno de regalos para nosotros: siempre nos traía de allí
joyas orientales espléndidas y ropas de exquisita textura.
He
conocido a mucha gente a la que le gusta ir a Trieste, orientales
incluidos… Pero siempre he pensado que esas cosas deslumbrantes con
las que regresan no pueden ser de allí, de Trieste, un lugar que
evoco especialmente por sus tiendas de corbatas.
Cuando
Vardalek abandonó el castillo junto a mi padre, Gabriel se pasaba
los días preguntando por él y hablando de él. Y al tiempo pareció
recuperar su vitalidad, su salud. Vardalek, a su regreso, pareció un
anciano, un hombre abatido. Gabriel corrió a darle la bienvenida y
lo besó en la boca. Después le ofreció una rebanada de pan: poco
después volvía a tener el aspecto saludable de antes.
Las
cosas siguieron así por un tiempo. Mi padre no quería ni oír
hablar de que Vardalek se marchara, siguiendo su camino. Era ya, para
él, como uno más de la casa. Tanto Mademoiselle Vonnaert como yo
nos dábamos cuenta del estado de Gabriel, pero mi padre parecía
totalmente ciego.
Una
noche subí las escaleras en busca de algo que me había dejado en el
salón principal. Una vez arriba pasé ante la habitación que
ocupaba Vardalek. Tocaba al piano —mi padre había hecho que se lo
subieran allí— uno de los nocturnos de Chopin, muy hermoso. Me
detuve para escuchar aquello.
De
repente, algo blanco comenzó a bajar por la escalera, desde la
planta superior… Todos creemos en los fantasmas, de una u otra
manera. Quedé petrificada de terror, sin poder moverme, agarrada al
balaustre. Pero lo que más me aterrorizó fue ver a Gabriel
caminando lentamente hacia la habitación del Conde, con los ojos
abiertos y en trance… Eso me asustó mucho más que ver a un
fantasma.
Seguía
sin poder moverme. Gabriel, vestido con su blanco camisón, abrió la
puerta. Vi entonces a Vardalek tocando el piano, pero ahora hablaba
mientras lo hacía.
—Nie
Umien wyrazic jak ciechi kocham
(mi
querido niño, no quiero acabar contigo) —decía ahora en polaco—,
pero tu vida es mi vida, y debo vivir, yo que preferiría estar
muerto para siempre. ¿Es que Dios no se apiadará nunca de mí? ¡Ah,
la vida! ¡La terrible tortura de vivir! —aquí calló mientras
atacaba el piano con una violencia agónica; después, cuando la
música volvía a ser dulce, prosiguió—: ¡Oh, Gabriel, amado mío!
Pido tu vida. Sólo tú, con tu abundancia de vida, puedes dármela a
mí, que en realidad estoy muerto… Pero… ¡No! ¡Espera!—gritó.
Gabriel
seguía en el umbral de la puerta. Vi que tenía la misma mirada
inexpresiva de antes. Estaba profundamente dormido, desde luego.
Vardalek volvió a tocar el piano. Entonces dijo con un tono de voz
triste, agónico y a la vez gentil:
—Vuelve,
Gabriel… Ya es suficiente.
Y
Gabriel volvió lentamente hacia la escalera que conducía a la
planta de arriba y a su torreta mientras Vardalek seguía tocando el
piano con tal violencia que supuse que se romperían las cuerdas de
un momento a otro. Será imposible que alguien oiga una música tan
extraña como la que oí en ese momento, una música que era el
pálpito de un corazón atribulado.
A
la mañana siguiente encontré a Mademoiselle Vonnaert muerta al pie
de la escalera, en la planta baja. ¿Lo que vi fue un sueño, después
de todo? Creo que no, aunque muchas veces haya preferido pensar que
sí lo fue. Es la primera vez que hablo de todo esto, jamás he dicho
una palabra a nadie. Además, ¿qué podría decir?
Bien,
abreviemos… No es preciso alargar en exceso esta historia
lamentable… Gabriel, que nunca había requerido los cuidados de un
médico, amaneció al día siguiente muy enfermo. Tuvimos que avisar
a un médico de Gratz, que tras reconocer a mi hermano fue incapaz de
decirnos qué tenía… Sólo nos aseguró que Gabriel estaba muy
mal, que su salud era una ruina, pero no acertaba a decir a causa de
qué, pues no había visto en él ninguna alteración orgánica. ¿Qué
podía significar aquello?
Mi
padre se dio cuenta al fin de que Gabriel estaba muy enfermo. Su
ansiedad era infinita. Los últimos cabellos grises que le quedaban
se volvieron blancos. Llegaron doctores desde Viena. Todo fue en
vano.
Gabriel
pasaba mucho tiempo inconsciente y cuando volvía en sí sólo
parecía reconocer a Vardalek, que permanecía siempre a su lado,
cuidándole con mucha ternura.
Un
día, cuando entré en la habitación de mi hermano, Vardalek gritó
enloquecido:
—¡Ve
a buscar un sacerdote antes de que sea tarde!
Gabriel
agitaba sus brazos espasmódicamente, luego se abrazó a Vardalek.
Era la primera vez que lo vi moverse desde hacía mucho tiempo. Y
sería la última. Vardalek lo besó en los labios y Gabriel pareció
calmarse. Salí corriendo, en busca del sacerdote. Cuando volví,
Vardalek ya no estaba. El sacerdote administró la extrema unción a
mi hermano. Todos sabíamos que Gabriel ya estaba muerto, pero no
queríamos admitirlo.
Vardalek
había desaparecido. Cuando salimos a buscarlo por los alrededores
fue en vano. No he vuelto a verlo, ni a oír hablar de él, desde
aquel día.
Mi
padre murió poco después. Envejeció de golpe aún mucho más; se
fue envuelto en una tristeza insoportable. Y así heredé todos los
bienes de los Wronski. Y aquí estoy, vieja y sola, siendo el
hazmerreír de todo el mundo por haber levantado un refugio para
animales callejeros. Y la gente, como suele ser norma, sigue sin
creer en los vampiros.
Estudios de muerte, 1984.
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