domingo, 25 de abril de 2021

Historia verdadera de un vampiro. Conde Stanislaus Eric Stenbock.

Las historias de vampiros se localizan por lo general en Estiria; la mía también. Estiria es uno de esos lugares reputados como románticos por quienes jamás han estado allí. Es una gran región nada interesante, celebrada por sus pavos, sus capones y la estupidez de sus habitantes.
Los vampiros suelen llegar de noche, en carruajes tirados por dos caballos negros.
Nuestro vampiro, sin embargo, llegó por un medio menos habitual, como lo es el ferrocarril, y además lo hizo por la tarde. Creerá el lector que bromeo, o acaso que, al decir vampiro, me refiero a un vampiro financiero… No, nada de eso. Hablo en serio, completamente en serio. El vampiro al que aludo, uno de esos vampiros que devastan nuestro corazón y nuestro hogar, era un vampiro verdadero.
Generalmente se habla de los vampiros como seres extraños, siniestros, oscuros y singularmente hermosos. Nuestro vampiro, por el contrario, apenas coincidía con todo eso; no tenía un aspecto particularmente siniestro y, aunque no carecía de cierto atractivo, de ninguna manera se le puede considerar hermoso.
Sí, devastó nuestro hogar, mató a mi hermano —la única persona a la que yo adoraba— y a mi querido padre. Pero al tiempo debo decir que me rendí a él, fascinada; y que, a pesar de todo, no lo recuerdo con amargura ni desprecio.
Habrán leído ustedes, sin duda, lo que se ha escrito de mí en los periódicos, todo eso acerca de la Baronesa y sus bestias… Bien, pues de eso y de cómo he gastado mi fortuna recogiendo animales perdidos voy a hablar aquí.
Ahora soy vieja; todo aquello ocurrió cuando era una niña de trece años… Empezaré por hablar de mi casa… Éramos polacos y nos apellidábamos Wronski; vivíamos en Estiria, en un castillo demasiado grande para los pocos que éramos: descontando la servidumbre, mi padre, nuestra institutriz —una excelente dama belga llamada Mademoiselle Vonnaert—, mi hermano y yo… Permítaseme que empiece por mi padre: era anciano; tanto mi hermano como yo nacimos cuando ya era viejo. Nada recuerdo de mi madre: murió al dar a luz a mi hermano, un año menor que yo… Nuestro padre fue un hombre estudioso, siempre rodeado de libros y versado en los asuntos más extraños y en las lenguas más raras. Tenía una larga barba blanca y lucía una magnífica capa de terciopelo negro.
¡Cuánto nos amaba! Mi padre nos quería mucho más de lo que soy capaz de expresar, y lo digo a pesar de que no fuese yo su favorita. Todo su corazón era para Gabriel —Gabryel, como se escribe en polaco—, al que llamábamos, en ruso, Gavril. Hablo, claro está, de mi hermano, el más parecido a mi madre por lo que pude observar en el único retrato que había de ella en nuestro hogar, en el despacho de mi padre. Pero no se crea que estaba celosa. Yo le adoraba. Fue el único amor de mi vida. En su memoria levanté mi refugio para perros y gatos callejeros, en Westbourne Park.
Era yo por aquel tiempo, como he dicho, una niña. Me llamaba Carmela. Mi hermosa melena flotaba por todas las estancias del castillo, que recorría saltarina de continuo, aunque no me gustaba que me la peinasen. Debo decir que no era una niña precisamente guapa, pues los retratos no mienten y cuando contemplo los que se me hicieron entonces no puedo sino observar que en efecto no lo era. Sin embargo, aún hoy, cuando sonrío al fotógrafo, pienso en que acaso mi rostro, precisamente por su carencia de rasgos armónicos, por mi gran boca y por mis grandes ojos que poseen un brillo salvaje, resulte atractivo a alguien.
De niña fui bastante díscola, aunque no tanto como Gabriel, según decía Mademoiselle Vonnaert… Debo hablar de ella. Era una persona excelente, una dama de mediana edad que se expresaba en un francés límpido y culto aunque fuese belga, y que además hablaba alemán, lengua que, como sabrán ustedes, o deberían saberlo, se habla en Estiria.
Me cuesta mucho, sin embargo, describir a mi hermano Gabriel como merece; había en él algo extraño, sobrenatural, o acaso deba decir protohumano; algo, en última instancia, a medias entre lo animal y lo divino. Puede que la idealización griega del fauno sirva para ilustrar lo que pretendo decir. O puede que no. Tenía los ojos grandes de las gacelas; su cabello, como el mío, siempre despeinado… Algo que sin duda heredamos de nuestra madre, un cabello hermoso y libre, pues era gitana; algo, en suma, que acaso sirva para explicar nuestra naturaleza salvaje. Ya he dicho que era díscola. Pero Gabriel lo era mucho más. Por nada del mundo aceptaba ponerse medias y zapatos, salvo los domingos, el único día en que se dejaba peinar, aunque sólo por mí… En cuanto a su boca… Quizá sólo pueda describirla diciendo que su forma era la de un arc d’amour… Cuando recuerdo su boca sólo me viene a la mente ese Salmo que dice: «La Gracia vive en tus labios, que Dios te los bendiga eternamente». Los labios de mi hermano Gabriel exhalaban el hálito de la vida. Porque eran hermosos, dulces, bestialmente vivos, maleables.
Gabriel era inquieto y vivaz, corría como un ciervo, trepaba hasta las más altas ramas de los árboles; era en sí mismo la imagen y el símbolo de la vitalidad. Por lo general apenas prestaba atención a lo que le explicaba Mademoiselle Vonnaert, pero cuando lo hacía aprendía con rapidez extraordinaria y se sabía las lecciones palabra por palabra. Tocado por un talento musical extraordinario, aprendía fácilmente cualquier instrumento, aunque, como el violín, los tocaba a su manera, sin sujetarse a las normas; e incluso manufacturaba sus propios instrumentos, con raíces, ramas y hasta simples palos. Mademoiselle Vonnaert, sin embargo, fue incapaz de hacer que se interesara en el piano. Supongo que fue así porque Gabriel era lo que se dice un niño mimado y calamitoso, en el sentido más superficial de la palabra. Nuestro padre, eso es cierto, atendía al instante cualquier capricho que tuviese.
Recuerdo bien una de sus peculiaridades. Desde muy niño tuvo horror a la carne; jamás consintió en probarla, no lo hubiera hecho por nada del mundo. Otra de sus peculiaridades era el influjo que tenía sobre los animales. Cualquier animal acudía a él en cuanto le tendía su mano. Los pájaros se posaban en sus hombros. Cuando salíamos a dar un paseo por el bosque, siempre se apartaba de nosotras; y cuando Mademoiselle Vonnaert y yo volvíamos a reunimos con él, lo encontrábamos rodeado de conejos, puercoespines, pequeños zorros, marmotas, ardillas… A muchos de ellos se los llevaba a casa, lo que horrorizaba a la pobre Mademoiselle Vonnaert. Aunque puede que, en realidad, la horrorizase aquel magnetismo que Gabriel poseía sobre las pequeñas bestias. Había optado por tomar como habitación la parte más alta de una de las torretas del castillo, a la que subía, no por las escaleras, sino trepando a un castaño próximo para entrar por la ventana. Pero, aunque parezca una contradicción, los domingos acudía devoto a la parroquia para oír misa, con su impecable casaca roja, calzado y bien peinado. Entonces parecía un ser absolutamente angelical, una criatura tocada con todo lo que adorna a las deidades. Nunca podré olvidar aquella expresión extática de sus ojos.
Bien, aún no he hablado del vampiro… Hagámoslo ya de una vez… Tuvo que dirigirse mi padre un día a una ciudad próxima, cosa que hacía con relativa frecuencia. Volvió en la compañía de un desconocido. Aquel caballero, nos dijo mi padre, había perdido el tren y como no tenía la posibilidad de tomar otro ese día, pues eran pocas las líneas que cubrían la región, pasaría la noche con nosotros. Había coincidido con mi padre en el viaje desde la ciudad a la pequeña estación del pueblo a cuyas afueras estaba nuestro castillo y pronto entablaron conversación. Mi padre, un hombre cortés y generoso, sabedor de las circunstancias de aquel hombre, lo invitó a nuestro hogar. Mi padre siempre decía que la hospitalidad es una característica de nuestro linaje.
Se presentó como el Conde Vardalek, húngaro. Pero hablaba muy bien alemán, no con ese acento monótono de los húngaros, sino con una melodiosa entonación eslava. Tenía una voz particularmente dulce e insinuante. Pronto sabríamos, además, que hablaba también polaco, y Mademoiselle Vonnaert elogió su excelente francés. En realidad hablaba un sinfín de idiomas… Pero, antes de continuar, daré mi impresión primera. Era alto, muy delgado, con el cabello ondulado cayéndole sobre los hombros, lo que contribuía a que su rostro pareciera velado, como si el movimiento armónico de su cabello levantase a su alrededor una cortina de humo. Había algo en su figura —aún no sé decir qué era— que te sugería estar ante la presencia de una serpiente. Todo en él era refinamiento, especialmente sus manos, de largos dedos, unas manos que emanaban magnetismo. Su nariz era grande y sinuosa; su boca, sensual y expresiva, como lo era su sonrisa. Todo ello, empero, contrastaba con la profunda tristeza que se percibía en su mirada. Cuando lo vi entrar en nuestra casa creí que tenía los ojos entornados, de tan caídos como eran sus párpados. Era imposible, por ello, saber de qué color los tenía. Parecía muy cansado, o abatido. No puedo decir la edad que aparentaba.
De repente entró Gabriel en el salón con una mariposa amarilla revoloteando alrededor de su cabello. Abrazaba contra su pecho a una ardilla e iba descalzo, como de costumbre. El extraño le miró intensamente, vi esa intensidad en sus ojos. Y vi entonces que eran verdes, además de grandes, con las pupilas dilatadas. Gabriel se detuvo y lo miró como un pajarillo hipnotizado por una serpiente, mientras le tendía su mano. Vardalek, estrechándosela —y no sé por qué reparé en algo tan trivial, pero es verdad que lo hice—, le tomó el pulso con el dedo pulgar. Gabriel salió entonces aprisa del salón y no menos veloz subió las escaleras en dirección a su cuarto en la torreta, olvidándose en esta ocasión del árbol. Me aterrorizó pensar en lo que a su vez estaría pensando el Conde Vardalek de mi hermano. Y no pude por menos que sorprenderme cuando lo vi bajar poco después vestido de domingo, calzado y con sus medias. No obstante, lo peiné como hacía los domingos. Gabriel parecía sentirse muy bien.
Cuando bajó el extraño para cenar, luego de haber dejado sus cosas en la habitación que le asignó mi padre, su aspecto era distinto, me pareció mucho más joven. Había en su piel una cierta cualidad elástica que antes no le había percibido, cualidad que acentuaba la delicadeza de su figura, algo muy raro en un hombre, pensé… Antes, por el contrario, su presencia me había sugerido enfermedad, acaso debido a esa especie de veladura de su rostro que me hizo sospechar que era muy pálido.
Bien, digamos que durante la cena nos encantó a todos, y muy especialmente a mi padre. Pareció compartir con mi buen padre intereses y hobbies. En una de sus conversaciones, cuando mi padre relataba algunas de sus experiencias militares de otro tiempo, dijo algo acerca de un joven tamborilero herido en combate. Los ojos de nuestro huésped, al oír aquello, se abrieron desmesuradamente y observé que sus pupilas estaban aún más dilatadas que antes. Su mirada, entonces, me pareció desagradable, aunque puede que fuese por la expresión, ciertamente extraña, de su rostro, algo a medias entre el embotamiento y la muerte, y a la vez animado por una excitación horrible, a duras penas controlable. Pero sólo fue un momento.
Lo que más tiempo ocupó su conversación con mi padre fue lo referente a ciertos libros místicos que había descubierto poco tiempo atrás y de los cuales apenas acertaba a colegir algo, pero Vardalek parecía saberlo todo al respecto. Ya en los postres, mi padre le sugirió que, si eso no le suponía mayor inconveniente, podría retrasar unos días su viaje y seguir siendo nuestro huésped por un tiempo. Mi padre le dijo que, como en nuestro castillo había pocas distracciones, bien podría gozar de su biblioteca, que ponía a su entera disposición.
No me resulta inconveniente quedarme unos días —dijo Vardalek—; no tengo mayor necesidad ni interés concreto en seguir mi viaje mañana, y si puedo serle útil ayudándole a descifrar esos libros de los que ha hablado, estaré encantado de hacerlo —y añadió con una sonrisa amarga, muy amarga—: Soy un hombre cosmopolita, un viajero que pisa sin descanso la superficie terrestre.
Después de cenar, mi padre le preguntó si tocaba el piano.
Un poco —dijo el Conde mientras tomaba asiento ante el piano.
E interpretó maravillosamente varias csardas y rapsodias húngaras.
Una música que hace enloquecer a los hombres. El mismo parecía arrebatado mientras la interpretaba.
Gabriel estaba muy cerca del piano, mirándole con los ojos fijos, ahora con las pupilas dilatadas, absolutamente inmóvil. Cuando finalizó su interpretación nuestro invitado, mi hermano, acaso fascinado por la maravilla de las csardas, dijo humildemente, con voz muy baja y dulce:
Creo que puedo tocar eso.
Y fue raudo a buscar su violín, y un xilofón que él mismo se había hecho, y alternando uno y otro instrumento tocó muy bien aquello que acababa de interpretar el Conde Vardalek al piano.
Vardalek lo miraba con embeleso. Cuando acabó Gabriel de deleitarnos con su breve concierto, el Conde le dijo con voz muy triste:
¡Pobre niño! Tu alma es la de la música…
No pude entender entonces por qué, en vez de felicitar a Gabriel por su talento, lamentaba que lo tuviese.
Gabriel se volvió reservado, tímido. Incluso se olvidó de los animalitos que tanto amaba. Ocurrió súbitamente. Es cierto que nunca habíamos albergado en nuestra casa a un extraño, pero me parecía que eso no era motivo suficiente como para que Gabriel no saliera de su torreta, de modo que yo misma tuve que subirle la comida al día siguiente, pues se negaba a salir de allí. ¡Cuál no sería mi sorpresa, sin embargo, cuando un día después, a hora temprana, lo vi paseando de la mano de Vardalek por nuestro jardín! Hablaban animadamente. Gabriel le iba mostrando todos los animalitos que había recogido en el bosque y que habían hecho de nuestro jardín algo parecido a un pequeño zoológico. Me asusté, porque parecía absolutamente dominado por el Conde. Pero lo que más nos sorprendió a todos (y debo decir que el extraño mostraba a diario una corrección exquisita por lo que estábamos encantados con su presencia y con su actitud deferente hacia mi hermano), aunque quizá no tanto a mí, que le observaba continuamente, fue que gradualmente, aunque bastante aprisa, Gabriel perdiera su vitalidad, su salud… No es que perdiese de golpe su buen color y se tornara pálido; era que había en sus movimientos una languidez extraña, una extenuación imposible de imaginar hacía tan poco en un niño así de vivaz y activo como siempre lo fuera.
Mi padre, por su parte, se volvía más devoto del Conde Vardalek a medida que pasaban los días. Nuestro huésped, bien es cierto, le ayudaba mucho en sus estudios. Tan devoto del Conde se había vuelto mi padre, que un día, lleno de júbilo, le pidió que lo acompañase a Trieste, donde solía ir de vez en cuando. Volvería, dijo mi padre, lleno de regalos para nosotros: siempre nos traía de allí joyas orientales espléndidas y ropas de exquisita textura.
He conocido a mucha gente a la que le gusta ir a Trieste, orientales incluidos… Pero siempre he pensado que esas cosas deslumbrantes con las que regresan no pueden ser de allí, de Trieste, un lugar que evoco especialmente por sus tiendas de corbatas.
Cuando Vardalek abandonó el castillo junto a mi padre, Gabriel se pasaba los días preguntando por él y hablando de él. Y al tiempo pareció recuperar su vitalidad, su salud. Vardalek, a su regreso, pareció un anciano, un hombre abatido. Gabriel corrió a darle la bienvenida y lo besó en la boca. Después le ofreció una rebanada de pan: poco después volvía a tener el aspecto saludable de antes.
Las cosas siguieron así por un tiempo. Mi padre no quería ni oír hablar de que Vardalek se marchara, siguiendo su camino. Era ya, para él, como uno más de la casa. Tanto Mademoiselle Vonnaert como yo nos dábamos cuenta del estado de Gabriel, pero mi padre parecía totalmente ciego.
Una noche subí las escaleras en busca de algo que me había dejado en el salón principal. Una vez arriba pasé ante la habitación que ocupaba Vardalek. Tocaba al piano —mi padre había hecho que se lo subieran allí— uno de los nocturnos de Chopin, muy hermoso. Me detuve para escuchar aquello.
De repente, algo blanco comenzó a bajar por la escalera, desde la planta superior… Todos creemos en los fantasmas, de una u otra manera. Quedé petrificada de terror, sin poder moverme, agarrada al balaustre. Pero lo que más me aterrorizó fue ver a Gabriel caminando lentamente hacia la habitación del Conde, con los ojos abiertos y en trance… Eso me asustó mucho más que ver a un fantasma.
Seguía sin poder moverme. Gabriel, vestido con su blanco camisón, abrió la puerta. Vi entonces a Vardalek tocando el piano, pero ahora hablaba mientras lo hacía.
Nie Umien wyrazic jak ciechi kocham (mi querido niño, no quiero acabar contigo) —decía ahora en polaco—, pero tu vida es mi vida, y debo vivir, yo que preferiría estar muerto para siempre. ¿Es que Dios no se apiadará nunca de mí? ¡Ah, la vida! ¡La terrible tortura de vivir! —aquí calló mientras atacaba el piano con una violencia agónica; después, cuando la música volvía a ser dulce, prosiguió—: ¡Oh, Gabriel, amado mío! Pido tu vida. Sólo tú, con tu abundancia de vida, puedes dármela a mí, que en realidad estoy muerto… Pero… ¡No! ¡Espera!—gritó.
Gabriel seguía en el umbral de la puerta. Vi que tenía la misma mirada inexpresiva de antes. Estaba profundamente dormido, desde luego. Vardalek volvió a tocar el piano. Entonces dijo con un tono de voz triste, agónico y a la vez gentil:
Vuelve, Gabriel… Ya es suficiente.
Y Gabriel volvió lentamente hacia la escalera que conducía a la planta de arriba y a su torreta mientras Vardalek seguía tocando el piano con tal violencia que supuse que se romperían las cuerdas de un momento a otro. Será imposible que alguien oiga una música tan extraña como la que oí en ese momento, una música que era el pálpito de un corazón atribulado.
A la mañana siguiente encontré a Mademoiselle Vonnaert muerta al pie de la escalera, en la planta baja. ¿Lo que vi fue un sueño, después de todo? Creo que no, aunque muchas veces haya preferido pensar que sí lo fue. Es la primera vez que hablo de todo esto, jamás he dicho una palabra a nadie. Además, ¿qué podría decir?
Bien, abreviemos… No es preciso alargar en exceso esta historia lamentable… Gabriel, que nunca había requerido los cuidados de un médico, amaneció al día siguiente muy enfermo. Tuvimos que avisar a un médico de Gratz, que tras reconocer a mi hermano fue incapaz de decirnos qué tenía… Sólo nos aseguró que Gabriel estaba muy mal, que su salud era una ruina, pero no acertaba a decir a causa de qué, pues no había visto en él ninguna alteración orgánica. ¿Qué podía significar aquello?
Mi padre se dio cuenta al fin de que Gabriel estaba muy enfermo. Su ansiedad era infinita. Los últimos cabellos grises que le quedaban se volvieron blancos. Llegaron doctores desde Viena. Todo fue en vano.
Gabriel pasaba mucho tiempo inconsciente y cuando volvía en sí sólo parecía reconocer a Vardalek, que permanecía siempre a su lado, cuidándole con mucha ternura.
Un día, cuando entré en la habitación de mi hermano, Vardalek gritó enloquecido:
¡Ve a buscar un sacerdote antes de que sea tarde!
Gabriel agitaba sus brazos espasmódicamente, luego se abrazó a Vardalek. Era la primera vez que lo vi moverse desde hacía mucho tiempo. Y sería la última. Vardalek lo besó en los labios y Gabriel pareció calmarse. Salí corriendo, en busca del sacerdote. Cuando volví, Vardalek ya no estaba. El sacerdote administró la extrema unción a mi hermano. Todos sabíamos que Gabriel ya estaba muerto, pero no queríamos admitirlo.
Vardalek había desaparecido. Cuando salimos a buscarlo por los alrededores fue en vano. No he vuelto a verlo, ni a oír hablar de él, desde aquel día.
Mi padre murió poco después. Envejeció de golpe aún mucho más; se fue envuelto en una tristeza insoportable. Y así heredé todos los bienes de los Wronski. Y aquí estoy, vieja y sola, siendo el hazmerreír de todo el mundo por haber levantado un refugio para animales callejeros. Y la gente, como suele ser norma, sigue sin creer en los vampiros.

Estudios de muerte, 1984.

No hay comentarios:

Publicar un comentario