No
había Nochebuena que el matrimonio Hunting no celebrase con una gran
fiesta. Les encantaba invitar a amigos y preparar un cóctel. Pero la
Navidad de 1929 fue especial.
El
pequeño Ben, de seis años, estaba en la cama, con su pijama de
triángulos y estrellas, soñando con los regalos que le traería
Papá Noel. Su madre intentaba que se durmiese antes de la llegada de
los invitados. El niño no paraba de preguntar: «¿A qué hora llega
Papá Noel? ¿Se acordará de lo mío?».
Pregunta
tras pregunta se quedó dormido. Sus padres cerraron la puerta y se
fueron al salón. Diez minutos después, Ben se despertó y le
surgieron más dudas: ¿Habría llegado ya Papá Noel? Pensó que, si
tenía que repartir tantos regalos, quizá pasase antes por otras
casas.
Sigilosamente,
fue a cada una de las habitaciones para ver si ya había llegado. La
última que revisó fue la de sus padres, pero no encontró nada. Se
tumbó en su cama y se quedó dormido.
Su
cuerpo se movía al ritmo de la canción
Jingle
Bells,
que resonaba desde la cocina donde sus padres estaban preparando el
banquete.
Ben
dormía mientras los primeros invitados llegaron. La madre cogió el
primer abrigo, que era de visón, y lo llevó a su habitación. Ni
tan siquiera encendió la luz, sólo lo lanzó sobre la cama. Ben
emitió un sonido de felicidad, le encantaba que su madre le cubriera
con una manta.
Fueron
llegando más visitas y, con ellas, más abrigos, chaquetas y
gabardinas que fueron cubriendo la cama y dejando a Ben enterrado en
un mar de pieles artificiales.
Al
rato, Ben se despertó, notaba mucho calor. Abrió los ojos: estaba
oscuro. Tuvo la misma sensación que cuando fue de acampada y notó
aquella lona tan cerca de su cabeza. Aunque ahora el techo estaba
justo encima de su barbilla y olía a perfume caro. Ben estiró los
brazos, pero la montaña de abrigos era enorme. Se sentía
aprisionado. Del salón llegaban los acordes atenuados de
Silent
Night.
Ben
se puso a chillar; gritaba «mamá», «papá» y hasta le salió un
«abuela», aunque ésta había muerto hacía seis meses.
Sus
gritos eran potentes, pero las capas de ante, cuero y plástico
impermeable los amortiguaban y los convertían en pequeños susurros.
Cuando dejó de gritar, se puso a llorar; eran lágrimas de pánico,
peores todavía que las de aquel día que se perdió en aquellos
grandes almacenes. Su respiración comenzó a entrecortarse y de
golpe se quedó quieto. Instintivamente se dio cuenta de que
necesitaría todo el aire que quedaba entre aquellos abrigos.
Los
minutos pasaron, los villancicos se mezclaban con las carcajadas. La
fiesta era un éxito.
Silent
Night
sonaba
de fondo. Ben
movía los labios al ritmo del villancico, era el único gasto de
energía que se permitía.
De
golpe, la puerta se abrió. Y oyó entrar a dos invitados. Gritó,
pero no le oyeron. Las dos personas se sentaron en la cama. Les oía
susurrar: «Hagámoslo aquí»; «No, puede venir mi marido». Ben
reconoció la voz de su padre y de la señora Whitman. Ella siempre
le acariciaba la cabeza de una forma extraña cuando le veía. Ben
intentó sacar su mano, pero era como cavar un túnel imposible bajo
aquel maremágnum de ropa. Con mucho esfuerzo lo consiguió. Notó el
exterior y sus dedos tocaron lo que pensó que era un brazo. De golpe
oyó una bofetada y un comentario: «No me toques, prometiste que te
separarías antes de Navidad».
Se
oyó un portazo. Oyó la respiración de su padre. Y un segundo
portazo.
Ben
notó entonces cómo
un sueño denso y desconocido se apoderaba de él. No era ni
cansancio ni agotamiento, era algo diferente. Sus párpados se
cerraron a la vez que su manita volvía al calor bajo la mole de
ropa. Sonaba
Adeste
Fideles
cuando
cerró totalmente los ojos.
La
fiesta fue decayendo, los invitados empezaron a marcharse y a recoger
sus abrigos. Como un leve goteo, se despidieron y alabaron al hijo
tan tranquilo y educado que no había aparecido por la fiesta en toda
la noche.
Los
últimos en irse fueron los Chambers; ellos mismos decidieron ir a
por sus abrigos, no encendieron las luces, los cogieron y se
marcharon. Ben quedó al descubierto, pero no se movía.
Cuando
se quedaron solos, el matrimonio Hunting decidió que ya recogerían
al día siguiente. Al entrar en su habitación encontraron a Ben en
su cama. Sonrieron, sabían cuánto le gustaba al niño dormir allí.
Su madre lo cogió en brazos y lo llevó a su cuarto; intentó hacer
poco ruido, aunque Ben parecía completamente dormido.
Pasó
la noche y, hacia las doce del mediodía, el matrimonio Hunting se
despertó extrañado. Otros años, Ben aparecía a las siete gritando
y solicitando ver sus regalos.
Fueron
a su cuarto, lo tocaron, pero el niño no despertaba. Los dos se
asustaron, habían oído tantas historias de niños que mueren
mientras duermen… El mediano de los Hamilton falleció así.
El
padre subió la persiana, estaba nevando. La madre cogió al niño en
brazos y gritó su nombre: «¡Ben, Ben, Ben!».
Al
tercer «Ben», el niño abrió los ojos. Miró a sus padres, pero no
dijo palabra.
El
padre y la madre sonrieron, sólo había sido un susto. Le dieron su
primer regalo. Él lo abrió lentamente, sus manos temblaban.
Vio
que era una cazadora para el invierno. Una cazadora de pana que olía
a nueva y que le protegería del frío. Y entonces Ben, ante aquella
prenda, lloró como nunca antes lo había hecho, pero jamás contó
nada de lo que ocurrió aquella Navidad en la que tanto creció.
Al
día siguiente, la madre devolvió la cazadora y la cambió por un
bate de béisbol.
Finales que merecen una historia, 2018.
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