lunes, 6 de diciembre de 2021

Capítulo 10. Sobre las cartas de sus lectores y la guerra de Irak. Kurt Vonnegut.

Una mujer ñoña de Ypsilanti, Michigan, me mandó una carta hace unos años. Sabía que yo también era un ñoño, o sea, un norteño demócrata de toda la vida, en la tradición de Franklin Delano Roosevelt, un amigo de los trabajadores. Ella iba a tener un niño (no era mío) y quería saber si era malo traer a una criatura tan dulce e inocente a un mundo tan malo como éste.

Escribía: «Me gustaría saber qué le diría a una mujer de cuarenta y tres años que al fin está dispuesta a tener hijos, pero que teme traer una nueva vida a un mundo tan espantoso».

¡No lo haga!, quise decirle, ¡podría ser otro George W. Bush u otra Lucrecia Borgia! La verdad es que la criatura tendría la buena suerte de nacer en una sociedad en la que hasta los pobres tienen sobrepeso, pero también tendría la mala suerte de nacer en una donde no hay un sistema de sanidad público ni una educación pública digna para la mayoría, donde la inyección letal y la guerra son formas de entretenimiento, y donde cuesta un riñón ir a la universidad. No pasaría lo mismo si el bebé fuese uno de esos canadienses, suecos, ingleses, franceses o alemanes. Así pues, tendrá usted que continuar practicando el sexo seguro o emigrar.

Sin embargo, contesté que, para mí, lo que hacía que vivir casi valiera la pena, además de la música, era todos los santos que había conocido y que podían estar en cualquier parte. (Por santos me refería a la gente que actúa con decencia en una sociedad asombrosamente indecente).


Un joven de Pittsburgh llamado Joe se me acercó con una petición: «Por favor, dígame que todo irá bien».

«Bienvenido a la Tierra, jovencito», le dije. «En verano hace calor y en invierno hace frío. Es redonda y está llena de agua y de gente. Como mucho, Joe, vas a estar aquí unos cien años. Que yo sepa, aquí sólo hay una norma: ¡Por Dios, Joe, tienes que ser amable!».


Un joven de Seattle me escribió hace poco:

El otro día me pidieron, como ya es habitual, que me descalzara en el control de seguridad del aeropuerto. Cuando puse los zapatos en la bandeja, me invadió una sensación de absurdidad total. Tengo que quitarme los zapatos para que los examine una máquina de rayos X porque un hombre intentó hacer explotar un avión con sus zapatillas de deporte. Entonces tuve la sensación de estar en un mundo que ni siquiera Kurt Vonnegut podría haberse imaginado. Así que ahora que tengo la oportunidad de preguntarle este tipo de cosas, dígame, ¿podría habérselo imaginado? (Lo vamos a pasar mal si alguien se las ingenia para fabricar pantalones explosivos).

Le contesté:


Lo de los zapatos en los aeropuertos y el Código Naranja y todo eso son bromas pesadas a escala mundial, desde luego. Pero mi favorita de siempre es una que gastó el bendito payaso antibelicista Abbie Hoffman (1936-1989) en la guerra de Vietnam. Se le ocurrió anunciar que la nueva forma de pillarse un colocón era consumir pieles de plátano por vía rectal. Así que los científicos del FBI se metieron pieles de plátano por el culo para averiguar si era cierto o no. O eso era al menos lo que nos gustaba imaginar.


Cuánto miedo tiene la gente. Cojan por ejemplo la carta de este hombre, sin dirección, que me escribió:

Si usted tuviera la certeza de que un hombre representa un peligro para usted (quizá alguien con una pistola en el bolsillo de quien sospechara que no dudaría un instante en disparar), ¿qué haría? Sabemos que Iraq representa un peligro para nosotros y para el resto del mundo. ¿Por qué nos quedamos cruzados de brazos fingiendo que estamos protegidos? Eso es exactamente lo que ocurrió con Al Qaeda y el 11-S. Con Iraq el peligro es todavía de una escala mucho mayor. ¿Debemos quedarnos parados, como niños asustados que se quedan esperando a ver qué pasa?

Le contesté:


Por el bien de todos, haga el favor de comprar una escopeta (si puede ser una de calibre 12 y doble cañón), y allí mismo, en su propio barrio, reviéntele la tapa de los sesos a toda la gente que pueda ir armada (exceptuando a la policía, claro).


Un hombre de Little Deer Isle, Maine, me escribió para preguntarme:


¿Cuáles son las auténticas motivaciones de Al Qaeda para matar e inmolarse? Según el presidente, «odian nuestras libertades»: nuestra libertad de culto, nuestra libertad de expresión, nuestra libertad de voto, de reunión y de discrepancia. Pero eso no es desde luego lo que ha trascendido de los presos retenidos en Guantanamo, ni seguro que tampoco lo que se comenta en las sesiones informativas del gobierno. ¿Por qué los medios de comunicación y nuestros políticos electos permiten que Bush salga indemne de tanto disparate? ¿Y cómo puede haber paz, y confianza siquiera en nuestros dirigentes, si no se le dice la verdad al pueblo estadounidense?

Ojalá aquellos que se han apoderado de nuestro gobierno federal, y por lo tanto del mundo, mediante un golpe de Estado propio de Mickey Mouse, aquellos que han desconectado todas las alarmas previstas por la Constitución (es decir, la Cámara y el Senado y el Tribunal Supremo y nosotros, el Pueblo), ojalá fueran verdaderos cristianos… Pero, como nos dijo ya hace mucho tiempo William Shakespeare, «el diablo puede citar las Escrituras en su beneficio».

O, como me dijo un hombre de San Francisco en una carta:


¿Cómo puede ser tan estúpido el pueblo estadounidense? La gente sigue creyendo que Bush fue elegido, que vela por nosotros y que tiene alguna idea de lo que está haciendo. ¿Cómo vamos a «salvar» a gente matándola y destruyendo su país? ¿Cómo se nos ocurre atacar nosotros primero sólo porque supongamos que pronto nos van a atacar ellos? Este hombre es impermeable al buen juicio, al razonamiento, a los argumentos morales. No es más que un pelele que nos lleva a todos al precipicio. ¿Cómo es posible que la gente no se dé cuenta de que el dictador militar de la Casa Blanca va desnudo?

Le contesté que, si todavía dudaba que fuéramos demonios en el infierno, debía leer El forastero misterioso, que Mark Twain escribió en 1898, mucho antes de la primera guerra mundial (1914-1918). En este relato demuestra, para su triste satisfacción, y también la mía, que fue Satanás y no Dios quien creó el planeta Tierra y «la condenada raza humana». Si ustedes también lo dudan, lean el periódico. No importa cuál. No importa de qué fecha.

Un hombre sin patria, 2005.
 

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