"Aborrecen el vicio de la pntualidad.
Son
imprevisibles, como los amores
y las grandes
catástrofes".
JORGE RIECHMANN
Ha salido a la
calle. Un poco sonámbula, atravesando con ligereza el vestúblo,
tras hojear apenas el catálogo y recoger su bolso en el mostrador.
Con un sosiego que extraña, sin prisas, sin esos gestos nerviosos,
decididos y cortantes con los que parece desafir al mundo. El tiempo
se detuvo, olvidó mirar el reloj mientras paseaba casi solitaria por
las salas de la exposición, feliz por haber escapado del trabajo en
esta hora de la mañana en la que sólo algunos estudiantes aún sin
clases se han cruzado con su mirada prendida de las paredes. Nueva
York le brilla en los ojos. Ha dejado la ironía de William Klein
aparcada como un viejo Chrysler, atrapada más por la belleza que por
la denunica de las imágenes, y piensaa: "La vida es buena y es
buena para ti en Nueva York", y le gana la nostalgia de un
tiempo que no conoció y de una ciudad que amó y en la que fue
feliz. Y que regresa siempre como un mito intacto y absurdo de la
felicidad.
Y ahora en la calle
se siente feliz. Se detiene en la puerta de la sala de exposiciones y
respira la dicha de esas mañanas con las que se estrena el otoño en
Madrid. El sol cálido y discreto que se busca por aceras y terrazas
(como lo hacen en invierno los gatos y los viejos), y el azul
luminoso del cielo, el aire fresco, la ingrávida luz que todo lo
envuelve, la ausencia de prisas como si todos supieran que aún es
posible caminar antes que las lluvias, y el frío y el tráfico
infernal anule para siempre los días lentos de verano. Entonces, en
esas breves fechas de incierto calendario, incluso Madrid parece una
ciudad habitable. Y Clara, feliz, acariciada por el sol de otoño y
las imágenes de Nueva York, cruza la calle sin saber muy bien si
baja por la 5ª Avenida o está en Serrano, si "peatones pasan"o
"walk" (por fortuna el verde lo distingue y es universal),
si este tiempo es del pasado, si esta ciudad es la suya o lo fue, si
este sol y esta luz son de ahora o de la memoria. Ha parado un taxi
(¿blanco?, ¿amarillo?), ha dado la dirección (ella diría que en
castellano) a un taxista de aspeco hindú o paquistaní y cierra los
ojos mientras el cocha avanza y a ella le parece tan poco importante
este pequeño misterio del tiempo y el espacio porque al menos tiene
la certeza de la estación: el otoño le pertenece y ahora es lo
único que importa.
Siente el calor
traspasando los cristales, los ojos cerrados, el tiempo confundido (y
es como una caricia más del otoño), arañada en la carne por un
amor y un tiempo que quiso olvidar y ahora regresa, arrebujada en el
asiento, penetrada po run sol tenue que despierta la memoria y la
enciende.
Clara llegó a Nueva
York sin saber muy bien si era un sueño, un regalo del destino o un
cuento de hadas de la infancia. Ella que nunca creyó en las hadas y
apenas en los cuentos). Pero era una beca, escuálida, raquítica,
miserable, diseñada para ascetas recién licenciados, pero una beca,
al fin y al cabo, que le permitía malvivir (y malcomer y poco más:
pasear, sentarse en los bancos de Central Park, mirar los escaparates
o a la gente entrando en los teatros, cruzar el puente de Brooklyn,
hablar o estar callada y cosas por el estilo) y, sobre todo, dos
semestres matriculada en la Universidad de Columbia. Y Nueva York y
Columbia eran mucho más (más bien daba para menos, y cómo se hacía
sentir según avanzaban los días), pagaba sus sueños. Clara llegaba
de las sombras, del país del silencio y del miedo, de una
universidad gris (de grises profesores en aulas semivacías y de
grises uniformes vigilando el silencio, acallando las voces), de la
humillación y los golpes, una breve estancia en Yeserías, apenas
dos meses, un expediente incoado y sobreseído (su padres, siempre al
quite, recordando viejos favores al decano de la facultad) y unos
cuantos fracasos sentimentales que eran otro tipo de golpes y
escocían por dentro. Llegaba cansada pero no vencida; niña terca,
nunca quiso dar su brazo a torcer. Y agradecida al viejo profesor,
que no lo era tanto pero lo aparentaba con indisimulada coquetería,
que dictaba lecciones de libertad y tolerancia y paseaba su trajeado
perfil (con una elegancia británica, con austero aire
institucionista) y su palabra siempre incisiva y apasionada, en aquel
universo de fantasmas mediocres. El viejo profesor que la distinguió
con un sobresaliente y la alentó a iniciar el doctorado y le ofreció
la beca y movió todo tipo de influencias para que no le pusieran
problemas y aún cuando lo piensa, Clara no se explica cómo es que
la dejaron entrar, cómo no repararon en su pasado político, qué
haría el viejo profesor para que ella fuera a Columbia.
Ahora Clara ha
abierto los ojos y el sol es tan tenue que apenas se siente
deslumbrada. El taxi avanza ya por Recoletos. Y es tan hermoso mirar
desde el cálido refugio del asiento, envuelta en el aire de la
mañana, protegida tras el cristal, contemplando el mundo que se
desliza como en una pantalla: los árboles, aún con algunas hojas,
recortadas en el azul del cielo, los edificios, la gente que pasea.
Todo pasa, con una suavidad extrema, ante sus ojos. Avanza el taxi a
la velocidad exacta de la mirada. Sin bruscas paradas, sin forzar la
marcha. Las cosas se despliegan, se le ofrecen y ella sólo tiene que
mirar y dejarse llevar, avanzar entre los árboles y las casas.
Espectadora de una película en la que todo es hermoso y las cosas
pasan ante la cámara que está fija y avanza, dejando atrás
palacetes y torres de cristal, ramas y trozos de azul, avanza, con
suavidad, en un dilatado plano secuencia que nada interrumpe. Clara
se ve mirando. La ciudad discurre, confundiendo el tiempo en la
belleza del instante. Traspasando el espacio, la mirada es ya un
trozo de memoria. El taxi avanza y Clara retrocede.
Retrocede hasta
Ernesto y sus ojos grandes y azules. Tan olvidados sus ojos. Apenas
verlo supo que se enamoraría de Ernesto y él, siempre más torpe de
reflejos pero no ciego, no tardó mucho en adivinarlo. Impartía un
modesto seminario (modesto porque apenas era un joven y desconocido
profesor de aquella universidad de prestigio) que se anunciaba con
título enigmático: "Emergencia del sujeto histórico y
conciencia de la diversidad en la narrativa latinoamericana actual".
Nadie le preguntó nunca qué significaba aquello, Clara pensó
hacerlo pero al principio se sientió cohibida y luego lo olvidó, en
todo caso es probable que ni él ni nadie del departamento lo
supiera. Poco importaba, era una manera como cualquier otra de hablar
y discutir y leer a Cortázar y Onetti, a Carpentier y García
Márquez. Y eso es lo que buscaba Clara aunque, claro, como a veces
sucede, encontró más de lo que buscaba. Se encontraron. Él,
argentino, impuntual, imprevisible, manirroto, perdido en palabras
infinitas que desgranaba con esa dulzura del castellano de allá,
suave cadencia que se diría sirve igual a un tango que para
descrifrar a Lacan (un tango puede ser incluso más oscuro que
Lacan). Ella, siempre puntual, cortando el aire con el castellano
seco de acá, ahorradora del aire (la beca no daba para más), que
ignoraba tangos y renegaba de Lacan, imprevisible y española tan a
su pesar. Tan claro como el agua que se tenían que encontrar.
Compartían los
libros, las canciones, antiguas esperanzas, la cama grande (primero),
los largos paseos y los cines, la lengua y el silencio, los
conciertos (gratuitos) al aire libre, el aula y las escalinatas de
Columbia, la comida en las delis, mirar los escaparates y
perder las horas en la librerías. Se arrebataban la palabra en
interminables discusiones (y qué difícil es callar a un profesor
argentino) sobre arte, literatura, política... sexo (entonces
dejaban de hablar y tan sólo se arrebataban). Buscaban por la ciudad
las huellas de una mitología compartida: la casa en que vivió Walt
Whitman, la de Poe en el Upper West Side (y no había placa, y
volvían sobre sus pasos y discutían aferrado cada uno al número
elegido), el Hotel Chelsea, el Algonquin, en la isla de Ellis el
encuadre exacto elegido por Elia Kazan (y aquí de nuevo, tras horas
de polémica, era imposible el acuerdo), llegarse al número 35 de la
calle Ocho, Este, y sentir tras el muro las pinceladas de Rothko y
entonces enmudecer ante la casa y verla como quien contempla un
cuadro.
Había algo irreal
en tanta felicidad. Era como interpretar un papel. Eso piensa Clara
mientras el coche avanza y deja atrás la Biblioteca Nacional y las
cascadas y la plaza de Colón, deslizándose en el tiempo,
regresando, viéndose tras la ventanilla. Y está ahí. Sentada en
las escalinatas de la universidad, a los pies de la estatua, dando la
espalda a las columnas y la gran cúpula, recién salida de la
biblioteca, apurando el sol de la mañana. Ernesto la sorprende. Deja
la cartera, se sienta a su lado. Luego, con gestos calculados de
misterio, con lentitud melodramática, va abirendo el sobre y le
enseña la carta y el cheque. Y es un torrente de palabras, aún más
caudaloso que de costumr, y la abraza mientras no para de hablar.
"Por fin. Es increíble. Me han aceptado el cuento. Lo van a
publicar. Y en Marcha, vos sabés, donde publica Cortázar y
Bendetti, es todo un sueño. Decime que no sueño, gallega, que no
estoy soñando". Y Clara que odia algunas cosas, y entre ellas
que la llamen gallega o españolita o pavadas por el estilo, le
pellizca con fuerza. Cogen el autobús dispuestos a celebrarlo. Por
eso, y porque hace sol y es primavera y Central Park les llama tras
los cristales, se bajan entes de lo previsto, inevitable, como
esperándoles, la tienda. Se han mirado, con la exacta complicidad de
los amantes, y basta un instante para que sepan que van a ahcerlo,
que la ciudad es un decorado perfecto y nada es más real que fingir
las imágenes y las palabras, confundirse con los mitos, interpretar.
Atraviesan la puerta giratoria, pisan la alfombra mientras componen
el gesto, la madera y el cristal de los mostradores brilla, avanzan
entre ellos. Clara se detiene y le mira con la misma ingenuidad
calculada con que lo haría Audrey Hepburn (y le cuesta poco porque
es tan flacucha como ella) y le dice: "Aquí dentro nada malo
puede ocurrirte". El dependiente se acerca y pregunta si puede
ayudarles, comienzan a hablar y todo encaja como si el mundo entero
fuera aquella mañana cómplice de su felicidad. Y cuando Ernesto, o
Fred o George Peppard o quien quiera que hablase, dice aquello de:
-Con toda franqueza
creo que debo explicarte que tenemos un problema de tipo secundario,
digamos económico, no podemos gastar más de cierta cantidad.
Oye que le
responden:
-¿Me permite
preguntar cuánto?
Entonces todo, Nueva
York, la 5ª Avenida, Tiffany's, Clara y Ernesto, el dependiente, las
palabras y las imágenes, las historias fingidas y las verdaderas,
todo se superpone sin confundirse. Porque todo tiene la nitidez de
una perfecta comedia. Y después de decir aquello de: "Yo quería
algo más romántico, más sentimental", Ernesto, que no tiene
ningún anillo de caja de sorpresas, improvisa, deja la película y
vuelve al original. Homenaje explícito al admirado Truman Capote,
genial pirueta intertextual, digna de un profesor de Columbia. Y así
dice, para sorpresa y admiración de Clara:
-Por casualidad ¿no
tendrá una medalla de San Cristóbal?
Y tras buscar debajo
del mostrador, el dependiente, sin abandonar nunca su servicial
sonrisa, le responde:
-Me temo que no. Sin
embargo, aquí tengo una perqueña estrella de David que creo que
podría ajustarse a sus necesidades, siempre, claro está, que la
señorita no tenga impedimentos... digamos de tipo confesional. Son
sólo siete dólares y sesenta y nueve centavos, impuestos incluidos.
Cuando salen a la 5ª
Avenida, Clara con su estrella colgada del cuello, se abrazan.
Felices como niños jugando a las mentiras que son verdad, a los
cuentos que se cumplen, a los Reyes Magos que son el cine, la
litertura y la vida. Han entrado en la pantalla, han paseado por las
páginas y ahora mismo no saben si están fuera o siguen atrapados,
si han salido o permanecen aún con Blake Edwards y Truman Capote.
-Esta ciudad es
maravillosa, ¿no te parece imposible no amarla? Sólo ha faltado la
música de Henry Mancini, pero, claro, eso era pedir demasiado. ¿En
qué otro lugar del mundo hubiera sido posible?
Y bajan a la calle
mientras discuten las probabilidades de intercambiar en Londres un
diálogo de Shakespeare con un vendedor de Harrods ("No, no, muy
improbable, ni siquiera en Stratford o en Oxford") o tan
siquiera de Oscar Wilde, o en Alcalá de Henares algo de Cervantes
("No creo, El Quijote desde luego no y dudo mucho que una
novela ejemplar") o en Madrid de Arniches ("Puede ser, pero
claro Arniches no es Truman Capote"). Caminan por la 5ª
Avenida, ya no se les oye, la imagen se mantiene unos segundos, luego
se pierden entre la gente. Fundido en negro.
Negro. Clara ha
cerrado los ojos. Algo se enciende en su interior, no es el recuerdo
de aquella mañana de primavera en Nueva York, no son imágenes, es
sólo sonido. Una canción le llega y sabe que le gusta, que la ha
escuchado muchas veces, que pertenece a su pasado. Aún no la
reconoce. Se concentra, mientras abre lentamente los ojos,
descifrando la letra a pesar de la voz gangosa, con un lejano acento
caribeño, que la canta. "¿Por qué todo me trae al pasado en
esta mañana de otoño, en la que un taxi me lleva por Madrid y yo me
he perdido mirando la luz en la Castellana y ya no sé a qué ciudad
o a qué tiempo pertenezco?", piensa Clara mientras se pregunta
si desde que entró estaba la radio puesta o es que ahora el taxista
ha subido el sonido para que ella, precisamente ella, pueda escuchar
esta canción. "Aquí se queda la clara, la entrañable
trasparencia de tu querida presencia comandante Che Guevara". Y
es todo tan improbable. Insólito que en un taxi, en mitad de la
Castellana, suene esta canción. Casi olvidada, como un nuevo
fragmento del pasado que le llega y aún no hiere porque Clara se
deja llevar por el vaivén de la melodía y tararea muy suave la
canción: "Aquí se queda la clara la entrañable trasparencia".
El curso en Columbia
terminó. Algo prolongaron la felicidad de aquel año a lo largo de
un asfixiante verano, pero pesaba ya sobre ellos la inevitable
despedida. Había una contenida desesperación cuando se amaban, una
tristeza tenue cuando paseaban por las calles al atardecer y se
sentían más unidos porque se sabían condenados a la separación.
Ernesto regresaba a Buenos Aires y Clara a Madrid pero volverían a
verse, hacían planes (ella tenía tantas ganas de pasear por
Corrientes, la plaza de Mayo o llegarse a Montevideo), discutían
fechas, exploraban calendarios. Y la despedida fue triste, como deben
serlo todas, pero sin patetismo, con una tristeza muy suave que se
escondía en el brillo de los ojos y una media sonrisa sin sospecha
de duda. El reencuentro les pertenecía. Nada ni nadie podría
evitarlo.
Llegaron a Madrid
las primeras cartas, largas, apasionadas, preocupadas por la
situación política, llenas de bobas expresiones de cariño y
pensamientos profundos que nacían de una soledad que era más
profunda que ningún pensamiento. Cartas de amor, ingenuas y absuras
como casi todas. Extensas y prolijas como muchas. Tiernas
divagaciones en apretada prosa rioplatense. Luego el golpe, la Junta
Militar, las noticias confusas, lo que se advina sin esfuerzo. Y el
silencio. Las semanas en blanco. La ausencia sin que nadie responda
al teléfono o voces extrañas y temerosas den confusas excusas y
cuelguen. Más tarde llegó aún alguna breve carta, alguna mínima
postal con las palabras que nada dicen y que siempre se ponen en las
postales: "Por aquí todo muy bien, un abrazo lleno de cariño".
Y las fimaba Fred y Clara sonreía recordando Tiffany's y las leía
una y otra vez porque era tanto lo que le decían, saber que él
estaba y que todo era posible. Luego ya nada rompió el silencio,
pasaron los meses. Sin noticias, sin cartas, sin una palabra. En
blanco. Diluido Ernesto en una niebla espesa que nada podía
atravesar. Y Clara empezó a vivir con la ausencia, entre la niebla.
Avanza, abre los brazos, espera, tantea sin ver apenas, espera,
camina, tropieza, pero sigue caminando entre la niebla, espesa como
algodón, y le ahoga, abre los brazos, espera sus manos, pero sólo
hay niebla y ella sigue caminando, tropieza y abre las manos, con la
boca reseca. Y entonces se despierta. Bebe agua, ya no tiene sed
porque sabe muy bien, mientras enciende un cigarrillo, que aún sigue
entre la neibla. Hasta que una voz rompió el silencio. Un
desconocido llamó a su puerta, tenía acento argentio, recién
acababa de llegar a Madrid. Y le dijo que Ernesto había sido
detenido, que al parecer, aunque todo era confuso, lo llevaron a la
Escuela de Mecánica de la Armada, que nadie lo había vuelto a ver,
pero que mejor no tener esperanzas porque los que entraban allí
desaparecían, se perdían para siempre. "Como en una niebla",
pensó Clara, mientras tomaban café y escuchaba (las patrullas en la
noche, los cadáveres que aparecían en la mañana, los que nunca
aparecían, las torturas) y rescataba algo del pasado de Ernesto ("Yo
no lo conocía mucho, fuimos compañeros en la facultad, luego
coincidimos en el ERP") y se ofrecía para ayudarle. Luego
pasaron los años y Ernesto se quedó para siempre envuelto en la
niebla. Era una ausencia. Y Clara aprendió a vivir con ella, a veces
el recuerdo hería otras era un consuelo. Pero pasaron las
pesadillas. De vez en cuando, con un gesto mecánico, acariciaba la
estrella de David que llevaba colgada del cuello y volvía la memoria
intacta de aquel año en Nueva York. Y a ella se aferraba. Ninguna
niebla le iba a arrebatar aquella luminosa mañana de primavera.
Ahora en este taxi,
adormecida por el mínimo sol de otoño, escucha la radio:
"Aprendimos a quererte desde la histórica altura donde el sol
de tu bravura le puso cerco a la muerte". Imposible, no lo puede
creer, Clara, con sus 19 años todavía ingenuos y siempre tercos,
dice que no, que no es posible, que el Che no ha muerto, cuando su
padre le cuenta, recién llegada de la facultad, los libros aún en
la mano, el abrigo a medio quitar, lo que acaba de oír por la radio.
Y tuvo que ver la foto en los periódicos, el hombre tirado en la
mesa, agujereado, con el torso desnudo (y luego, cuando vio el Cristo
de Mantegna, pensó: "Parece el Che, pero éste está muerto,
tan lívido el cadáver, y el Che a pesar de todo se diría que
vive"). ¿Por qué pensó que el muerto no estaba del todo
muerto? Clara sabe la respuesta, mientras escucha la canción y el
taxi ya enfila la Castellana. Eran sus ojos. Esos ojos abiertos como
un cristal fijo. Como si siguieran mirando, como si pidieran algo:
una respuesta o un descanso. ¿Por qué se cierra los ojos a los
muertos? ¿Es acaso por piedad, para que ellos descansen? ¿O es el
miedo a convivir con uçsu mirada inmóvil ya para siempre fija en
nosotros?
Esos ojos que tanto
quiso, los ve ahora. En la oscuridad. Clara ha cerrado los ojos. Y lo
ve allí, un bulto semiadormecido, entre tantos bultos, en el fondo
del avión. Y lo arrastran, lo empujan. Ya está en el aire, cayendo,
descendiendo, siempre más rápido, más en el vacío. Entonces ve
sus ojos abiertos, grandes, dilatados por el espanto. Y luego el
bulto choca, se pierde en el agua, se sumerge, más al fondo,
envuelto en espuma y en algas. Un peso baja desde la garganta a la
boca del estómago, hundiendo a Clara en el asiento, sin respirar, en
la oscuridad, cada vez más al fondo, más adentro, desciende Clara
entre las sombras. Y sus ojos la miran siempre, irreales, entre el
fango y los peces, mientras ella desciende. Sus ojos abiertos, el
agua turbia, ella bajando.
El taxi ha dado un
brusco frenazo. Clara abre de pronto los ojos, recobra la
respiración. Ya no hay música. Escucha la voz del taxista que se
disculpa y le pregunta si está bien. Asiente con la cabeza. En la
radio alguien grita y otra voz responde también a gritos. Es un
absurdo anuncio (y cómo odia Clara los anuncios). En la calle hay un
ruido ensordecedor. Inmensas grúas. Una taladradora perforando el
suelo, gritos de los obreros. Bocinas. Los coches parados. Un
repartidor de pizzas sortea con su moto el atasco. Insultos de los
automovilistas. El taxi avanza unos metros. Frenazo. El taxista sube
el volumen de la radio. Clara se reconoce en Madrid, dice que mejor
se va a quedar aquí, el taxista murmura algo por fortuna inaudible,
ella paga y deja propina, el gesto de malhumor del conductor no se
altera.
Ha bajado del taxi.
Camina un poco, se aleja del estruendo del atasco. Sube por la colina
hacia el Museo de Ciencias Naturales, los antiguos galgos del
Hipódromo, y la Escuela de Industriales. De nuevo todo se ha
remansado. Piensa tomar un café en la Residencia de Estudiantes,
perderse en el silencio, donde el azul brilla y aún parece
velazqueño, donde se puede escuchar a los pájaros y sentir la
tibieza del otoño. Recobra la serenidad que la invadía y que hace
unos instantes había perdido. Acaso es esta luz, este mínimo sol
que todo lo enciende, esta belleza sin estridencias, esta estación
melancólica como una despedida. Acaso es todo esto. Y la música del
taxi y las imágenes de Nueva York. Entre tanta belleza ha vuelto el
recuerdo.
Clara siente que el
dolor también se ha aquietado, se ha hecho delgado, ha perdido
aristas en esta mañana en la que todo confluye. Madrid en otoño
unifica el tiempo, junta fragmentos del pasado, hace avanzar la
memoria por las calles del presente. Mira, entre los árboles
desnudos, casi sin hojas, el azul del cielo. Es un azul tan intenso
como el fracso de los hombres, tan permanente y repetido como una
derrota. Ha dejado atrás el pabellón central, la bella fábrica
neomudéjar de ladrillo, y se asoma al parque, tan reducido que casi
no lo parece, que envuelve la Residencia. Una isla, un paraíso
secreto y escondido, de espaldas a Madrid, encerrado en sí mismo,
donde la ciudad se pierde y se recoge en un espacio de silencio.
Todo, los árboles, los pájaros, la luz, es una presencia repetida
que niega el presente. Continuidad de los parques (y Clara piensa en
Cortázar y cómo la enseñó a mirar el mundo), continuidad de los
otoños (únicos, nítidos, superpuestos), continuidad de los sueños
y las pesadillas.
Clara nunca quiso ir
a Buenos Aires. Ahora sabe que irá. Algún día irá y mirará el
Río de la Plata, que llaman mar en la otra orilla, y rescatará los
ojos de Ernesto y los cerrará con un beso para que al fin descanse
su mirada. Aunque es posible que no sea necesario. Es posible que su
mirada esté en este azul que hiere y consuela con su belleza, en
esta mañana perfecta en la que él ha regresado intacto, sin
heridas. Esta luz de otoño rescata los ojos abiertos de Ernesto y
los del Che y los cierra; sin cerrarlos, sin olvido, como un descanso
necesario.
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