No me gusta la persona que soy
cuando vuelvo a esta casa. Aquí mandan mis padres, y me tratan como
a un niño grande que ha olvidado las normas.
Se come a medianoche, y no antes
ni después. Se sale a cazar en grupo. Nunca solo: odian la
iniciativa individual.
–Pero yo ya no hago esas cosas
–protesto.
–Qué cosas –me miran con
lástima, como si hubieran criado un hijo tonto.
–Cazar. Humanos, me refiero.
No me gusta esta casa, no me
gusta su impronta, ni el color de las bombillas o la sangre seca
sobre las alfombras. Mis padres nunca han destacado por su pulcritud.
Me descubren haciendo las
maletas.
–Has cambiado, cariño –dice
mamá.
–¿De dónde sale esa
culpabilidad? –murmura mi padre–. Es tu naturaleza, hijo.
–He dejado embarazada a una
chica –suelto yo–. No se cómo, pero lo he hecho. Vais a ser
abuelos. Deberíais limpiar un poco la casa.
Y mis padres, que jamás se han
asustado por nada, se sientan ahora en el borde del sofá, con las
manos frías –muertas– sobre las rodillas, se miran el uno al
otro, con horror, y por primera vez aparentan la edad que realmente
tienen.
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