El hombre cometió un crimen
atroz. Mis gendarmes lo aprehendieron caminando plácidamente por la
plaza principal, cubierto de sangre de pies a cabeza. No huía:
sencillamente caminaba. Cuando lo interrogaron, contó sin emoción
lo acaecido. Una viuda le había dado posada y cuando le servía el
almuerzo derramó por equivocación un tazón de sopa caliente en sus
ropas. En venganza por haberle arruinado el sayo, el hombre empuñó
un cuchillo y la despanzurró como a un puerco. Luego, al ver que los
cinco hijos de la mujer lo miraban con horror, procedió a hacer lo
mismo con ellos, todos menores de diez años.
Cuando
lo trajeron ante mi presencia y expusieron el caso, el hombre admitió
haber sido el autor de los hechos, pero no se excusó ni expresó
remordimiento. Para intimidarlo, le planteé las formas de ejecución:
desangramiento por corte abdominal, decapitación con hacha de
piedra, crucifixión inversa, empalamiento… pero él sólo asentía,
sin entender la dimensión del castigo.
Yo,
el emperador, domador de dragones, comandante en jefe del ejército
que expulsó a esa raza nefasta de los grifos, juez supremo que
ajustició a los temibles nigromantes, autor del libro en que hablo
de la batalla que por cinco años libramos contra las execrables
sierpes que devastaban nuestras tierras, yo, el hijo del Sol y de la
Luna, no lograba entender a este maldito hombre.
Así
que ordené que le suspendieran la pena. Le obsequié a la más bella
de mis concubinas, con la que tuvo dos hijos. Al cabo de los años,
cuando supe a través de mis espías que era feliz, que soñaba con
ver crecer a sus descendientes, que le temía a la muerte, lo hice
comparecer ante mí y le recordé el juicio que tenía pendiente.
Cayó de rodillas y expresó horror por su nefasto pasado y, por fin,
asumió su culpa y pidió clemencia.
Entonces
dicté su sentencia: sería decapitado, no sin antes ser testigo de
la ejecución de sus hijos y su esposa.
sábado, 27 de mayo de 2023
Decreto Imperial. Isar Hasim Otazo.
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