A Diego, Gabriela y Susana
Llegamos
al hotel. De inmediato, el conserje nos advirtió que no había agua.
Habíamos estado cinco horas y media dentro de un avión; era
natural nuestra pretensión de darnos un baño. Además, yo tenía
los pies hinchados y D. necesitaba afeitarse. G. y S. querían
hacerse el pelo. Pero llegará dentro de un rato, tengan paciencia,
por favor, agregó el hombrecillo de gafas y anticuada levita.
Subimos
a nuestras habitaciones. La colcha de mi cama estaba quemada de
cigarrillos; del armario colgaban cuatro ganchos negros. Yo fui la
primera en oír la llegada del agua: las tuberías roncaron y muy
pronto un hilo barroso salía del grifo. Miré la ducha sin regadera;
sólo un trozo de manguera revenida afloraba de la pared mohosa. No
había tanta presión para que se llenara el estanque del W.C.
Mientras investigaba cómo llamar a mis colegas (anexo 210 para la
habitación 406; anexo 315 para la habitación 201), escuché el
llanto del bebé a través del ducto de la ventilación. Lo hacía
con una monotonía fastidiosa y ni me acordé del cuento de Cortázar,
lo juro. Quizás sólo era un bebé con hambre o cólicos. Salí al
pasillo, bajé dos pisos y di con la 312. La puerta tenía candado y
el lactante lloraba detrás de ella. Las cañerías de todo el hotel
ahora mascullaban, como fantasmas del infierno.
Fuimos
a comer. Había muy pocos lugares abiertos. Encontramos un restorán
de comida rápida. Todos pedimos lo mismo: pechuga de pollo frita y
cerveza.
D.
fue el primero en contarnos lo del bebé en la habitación 708. No,
le dije, está en la 312. G. y S. habían llegado a la 503. Y ahí,
recién, nos reímos, recordando a Petrone. Pero nosotros teníamos
no una, sino varias puertas condenadas.
Luego
de engullir la pechuga, caminamos para conocer un poco. No hay nada
peor que un domingo en la noche y, sobre todo, con el recuerdo de
aquella criatura ubicua que berreaba en tres habitaciones diferentes.
Como
era obvio, el conserje nos aseguró que no había ningún pasajero
con bebé en todo el hotel. Incluso, se permitió hacer un par de
bromas de pésimo gusto, como imitar el berrinche del infante y los
arrullos de la madre. Quedamos desconcertados.
Decidimos
dormir los cuatro en la 406, de G. y S., pero no pudimos conciliar el
sueño. Toda la noche soportamos el lloriqueo, los portazos y el
borboteo insidioso de las tuberías. A la mañana siguiente,
descubrimos una puerta en la pared del fondo de la ducha de la 201,
de D. Era diminuta y no tenía candado. Teníamos los ojos muy
irritados y la garganta rasposa. Un nauseabundo olor a leche agria
invadía el dormitorio.
Nos
miramos: habíamos empequeñecido lo suficiente como para entrar.
Abre tú, le carraspeé a S. Ella giró el picaporte y uno a uno
fuimos cruzando el umbral de nuestra condena.
Del blog de la autora: Ojo travieso.
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