A Julio Cortázar y Ryan
Adams
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las
casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus
materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos
habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una
locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse.
Nos habituamos tanto que entramos a los cuarenta años y seguíamos
viviendo en ella y nadie se daba cuenta. Venían algunos hombres a
sacar los muebles de la casa, pasaban a nuestro lado y no nos decían
nada. Irene se ponía muy triste, se acurrucaba en mis faldas y me
pedía que les dijera que la casa no estaba en venta. Yo acariciaba
su pelo y le pedía que se calmara.
La
casa se fue vaciando de muebles. Los primeros días nos pareció
penoso. Tratábamos de recordar cuándo había pasado la casa a
posesión de nuestra familia. Yo bailaba solo por el piso de madera y
ella hacía como que firmaba los papeles de la compra. A partir de
ahora sería sólo nuestra.
Cuando
Irene soñaba en voz alta yo me desvelaba enseguida. Ella me
preguntaba qué había pasado en el auto aquella noche. Nunca pude
habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los
sueños y no de la garganta. ¿Qué pasó en el auto aquella noche?
No lo sé, no recuerdo nada. Por favor, diles que la casa no está en
venta. Yo la abrazaba y le pedía que se calmara. Cálmate, cálmate,
cálmate.
Cuando
volvían las parejas jóvenes y las familias y paseaban por el zaguán
con mayólica y el comedor, la sala con gobelinos, la biblioteca y
los tres dormitorios grandes que quedaban en la parte más retirada,
la que miraba hacia Rodríguez Peña, y por el pasillo con su maciza
puerta de roble, Irene me insistía que les dijera que la casa no
estaba en venta. Yo la besaba y le decía, sonriendo, travieso, que
podíamos disfrazarnos con unas sábanas y asustarlos. Después nos
echábamos en el piso de nuestro dormitorio y ella, mi amor, se
perdía entre mis brazos y besaba mi alma. Luego salíamos a la
calle. Nos tentaba irnos, cerrar bien la puerta de entrada y tirar la
llave a la alcantarilla. Pero no podíamos. Y volvíamos y les
gritábamos a todos que se fueran, que no tomaran la casa, que no
estaba en venta. No nos hacían caso, pobres diablos. Y ella lloraba
y yo le pedía que se calmara.
Billie Ruth, 2012.
No hay comentarios:
Publicar un comentario