domingo, 5 de noviembre de 2023

Casa tomada. Edmundo Paz Soldán.

A Julio Cortázar y Ryan Adams


Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Nos habituamos tanto que entramos a los cuarenta años y seguíamos viviendo en ella y nadie se daba cuenta. Venían algunos hombres a sacar los muebles de la casa, pasaban a nuestro lado y no nos decían nada. Irene se ponía muy triste, se acurrucaba en mis faldas y me pedía que les dijera que la casa no estaba en venta. Yo acariciaba su pelo y le pedía que se calmara.
La casa se fue vaciando de muebles. Los primeros días nos pareció penoso. Tratábamos de recordar cuándo había pasado la casa a posesión de nuestra familia. Yo bailaba solo por el piso de madera y ella hacía como que firmaba los papeles de la compra. A partir de ahora sería sólo nuestra.
Cuando Irene soñaba en voz alta yo me desvelaba enseguida. Ella me preguntaba qué había pasado en el auto aquella noche. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. ¿Qué pasó en el auto aquella noche? No lo sé, no recuerdo nada. Por favor, diles que la casa no está en venta. Yo la abrazaba y le pedía que se calmara. Cálmate, cálmate, cálmate.
Cuando volvían las parejas jóvenes y las familias y paseaban por el zaguán con mayólica y el comedor, la sala con gobelinos, la biblioteca y los tres dormitorios grandes que quedaban en la parte más retirada, la que miraba hacia Rodríguez Peña, y por el pasillo con su maciza puerta de roble, Irene me insistía que les dijera que la casa no estaba en venta. Yo la besaba y le decía, sonriendo, travieso, que podíamos disfrazarnos con unas sábanas y asustarlos. Después nos echábamos en el piso de nuestro dormitorio y ella, mi amor, se perdía entre mis brazos y besaba mi alma. Luego salíamos a la calle. Nos tentaba irnos, cerrar bien la puerta de entrada y tirar la llave a la alcantarilla. Pero no podíamos. Y volvíamos y les gritábamos a todos que se fueran, que no tomaran la casa, que no estaba en venta. No nos hacían caso, pobres diablos. Y ella lloraba y yo le pedía que se calmara.

Billie Ruth, 2012.

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