Le gustaba al niño ir
siguiendo paciente, día tras día, el brotar oscuro de las plantas y
de sus flores. La aparición de una hoja, plegada aún y apenas
visible su verde traslúcido junto al tallo donde ayer no estaba, le
llenaba de asombro, y con ojos atentos, durante largo rato, quería
sorprender su movimiento, su crecimiento invisible, tal otros quieren
sorprender, en el vuelo, cómo mueve las alas el pájaro.
Tomar
un renuevo tierno de la planta adulta y sembrarlo aparte, con mano
que él deseaba de aire blando y suave, los cuidados que entonces
requería, mantenerlo a la sombra los primeros días, regar su sed
inexperta a la mañana y al atardecer en tiempo caluroso, le
embebecían de esperanza desinteresada.
Qué
alegría cuando veía las hojas romper al fin, y su color tierno, que
a fuerza de transparencia casi parecía luminoso, acusando en relieve
las venas, oscurecerse poco a poco con la savia más fuerte. Sentía
como si él mismo hubiese obrado el milagro de dar vida, de despertar
sobre la tierra fundamental, tal un dios, la forma antes dormida en
el sueño de lo inexistente.
Ocnos, 1942.
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