lunes, 26 de agosto de 2024

La tata. Carmen Martín Gaite.

 —Anda, Cristina; si no cenas, se va la tata; se va a su pueblo.
—Yo ya acabé, tata. Cojo un plátano, ¿ves? Yo lo pelo. Yo solo.
—¿Ves guapita? ¿Ves tu hermano? Pues tú igual… ¡Am! Así, ¡qué rico! Pero no lo escupas, no se escupe, cochina. Mira, mira lo que hace Luis Alberto. ¡Huy, pela un plátano! Dale un cachito, tonto, dale a la nena. No quiere, ¿le pegamos…? Pero ¿qué haces tú, hombre? No hagas esas porquerías con la cáscara. Venga, Cristina, bonita, otra cucharada, ésta… Que si no llora la tata… Llora, pobre tata, ayyy, ayyy, ayyy, mira cómo llora.
Con una mano tenía cogida la cuchara y con la otra se tapó los ojos. Se la veía mirar por entre los dedos delgados, casi infantiles. La niña, que hacía fuerza para escurrirse de sus rodillas, se quedó unos segundos estupefacta, vuelta hacia ella y se puso a lloriquear también.
—No comé Titina, no comé. Pupa boca —dijo con voz de mimo.
—Un poquito. Esto sólo. Esto y ya.
—Tata —intervino el hermano—, le duelen las muelas. No quiere. Es pequeña, ¿verdad? Yo ya como solo porque soy mayor. ¿Verdad que soy mayor?
—Sí, hijo, muy mayor. Ay, pero, Cristina, no escupas así, te estoy diciendo. Vamos con la niña, cómo lo pone todo. ¡Sucia!, la leche no se escupe. Mira que ponéis unos artes de mesa… No sé a qué hora vamos a acabar hoy.
Afianzó de nuevo a la niña y corrió el codo, que se le estaba pringando en un poquito de sopa vertida. La siguiente cucharada fue rechazada en el aire de un manotazo, y cayó a regar una fila de cerillas que estaban como soldaditos muertos sobre el hule de cuadros, su caja al lado rota y magullada.
—Qué artes de mesa —volvió a suspirar la tata, y al decirlo ella y pasar los ojos por encima del hule mal colocado, todo lo que había encima, la caja, las cerillas, regueros de leche y de azúcar, cucharitas manchadas, un frasco de jarabe y su tapón, el osito patas arriba con un ojo fuera, una horquilla caída del pelo de la tata, parecían despojos de batalla.
Luis Alberto se echó a reír, sentado en el suelo de la cocina.
—Huy lo que hace, qué cochina. Espurrea la leche.
Tata, yo quiero ver esa caja que tenías ayer. Me dijiste que si cenaba bien me la enseñabas. Esa tan bonita, de la tapa de caracoles.
—No, no; mañana. Ahora a la cama. Ya debías de estar tú en la cama. Y estás igual. Son mucho más de las nueve. ¿Adónde vas? ¡Luis Alberto! Venga, se acabaron las contemplaciones. Los dos a la cama.
—Voy a buscar la caja. Yo sé dónde la tienes.
—Nada de caja. Venga, venga. A lavar la cara y a dormir.
—Titina no omir —protestó la niña—. Titina pusa.
La tata se levantó con ella en brazos, cogió una bayeta húmeda y la pasó por el hule.
—No has comido nada. Eres mala; viene el hombre del saco y te lleva.
La niña tiraba de ella hacia la ventana.
—No saco. No omir. Pusa petana.
—¿Qué dices, hija, qué quieres? No te entiendo.
Luis Alberto había arrimado una banqueta a la ventana abierta y se había subido.
—Quiere oír la música de la casa de abajo —aclaró—. Asomarse a la ventana, ¿ves?, como yo. Porque ve que yo lo hago.
—Niño, que no te vayas a caer.
—Anda, y más me aúpo. Hola, Paquito. Tata, mira Paquito.
—Que te bajes.
—¡Paquito!
En la ventana de enfrente, un piso más abajo, un niño retiró el visillo de lunares y pegó las narices al cristal; empezó a chuparlo y a ponerse bizco. Una mano lo agarró violentamente.
—Ésa es su tata —dijo Luis Alberto—. ¿No la conoces tú?
—No.
—Claro, porque eres nueva. Se llama Leo; ya se han ido. Leo tiene mal genio, a Paquito le pega ¿sabes?
Cristina se reía muy contenta. Levantó los brazos y se puso a agitarlos en el aire como si bailara.
—No omir —dijo—. A la calle.
Luego se metió un puño en un ojo y se puso a llorar abrazada contra el hombro de la tata. De todo el patio subía mezclado y espeso un ruido de tenedores batiendo, de llantos de niños y de música de radios, atravesado, de vez en cuando, por el traqueteo del ascensor, que reptaba pegado a la pared, como un encapuchado, y hacía un poco de impresión cuando iba llegando cerca, como ahora, que, sacando la mano, casi se le podía tocar.
—Viene a este piso —dijo Luis Alberto—. ¿Ves? Se para. Yo me bajo y voy a abrir.
—Pero quieto, niño; si no han llamado.
A la tata le sobrecogía ver llegar el ascensor a aquel piso cuando estaban solos, y siempre rezaba un avemaría para que no llamaran allí. Se puso a rezarlo mirando para arriba, a un cuadrito de cielo con algunas estrellas, como un techo sobre las otras luces bruscas de las ventanas, y llegaba por lo de «entre todas las mujeres»  cuando sonó el timbrazo. El niño había salido corriendo por el pasillo, y ella le fue detrás, sin soltar a la niña, que ya tenía la cabeza pesada de sueño. La iba besando contra su pecho y la apretaba fuerte, con el deseo de ser su madre. «Nadie me iba a hacer daño —pensó por el pasillo— llevando a la niña así. Ningún hombre, por mala entraña que tuviera.» Luis Alberto se empinó para llegar al cerrojo.
—Pero abre, tata —dijo saltando.
—¿Quién es?
Era la portera, que venía con su niña de primera comunión para que la viera la señorita.
—No está la señorita. Cenan fuera, ya no vienen. Qué guapa estás. ¿Es la mayorcita de usted?
—La segunda. Primero es el chico. Ése ya la ha tomado, la comunión, pero a las niñas parece que hace más ilusión vestirlas de blanco.
—Ya lo creo. Y tan guapa como está. Pero pasen, aunque no esté la señorita, y se sientan un poco. Quieto, niño, no la toques el traje. Pase.
La portera dio unos pasos con la niña.
—No, si nos vamos. Oye, ¿tenéis cerrado con cerrojo?
—Es que a la tata le da miedo —dijo Luis Alberto. Ella desvió los ojos hacia la niña, medio adormilada en sus brazos.
—Como a estas horas ya no suele venir nadie —se disculpó—. Pero, siéntese un rato, que le saque unas pastas a la niña. Ésta se me duerme. Mira, mira esa nena, qué guapa. Dile «nena, qué guapa estás», anda, díselo tú. Ya está cansada, llevan una tarde. El día que no está su mamá…
—¿Han salido hace mucho?
—Hará como una hora, cuando vino el señorito de la oficina. Ella ya estaba arreglada y se fueron.
—Claro —dijo la portera—, yo no estaba abajo, por eso no los he visto salir. He ido con ésta a casa de unos tíos, a Cuatro Caminos, y antes a hacerla las fotos. No sé qué tal quedará, es tonta, se ha reído.
La niña de la portera miraba a las paredes con un gesto de cansancio. Se apoyó en el perchero.
—Loli, no te arrimes ahí. Ya está más sobada. No se puede ir con ellos a ninguna parte. Ponte bien.
—Loli, pareces una mosquita en leche —dijo Luis Alberto.
La niña se puso a darle vueltas al rosario, sin soltar el libro de misa nacarado. Cuando la tata se metió y trajo un plato con pastas, las miró con ojos inertes.
—Coge ésa, Loli —le dijo el niño—. Esa de la guinda. Son las más buenas.
—Mamá ¿me quito los guantes?
—Sí, ven, yo te los quito. Pero no comas más que una. ¿Cómo se dice?
—Muchas gracias —musitó Loli.
—Qué mona —se entusiasmó la tata—. Está monísima. A mí me encantan las niñas de primera comunión. La señorita lo va a sentir no verla.
—Sí, mujer, se lo dices que he venido.
—Claro que se lo diré.
—Cuando la comunión del otro mayor me dio cincuenta pesetas. No es que lo haga por eso, pero por lo menos si entre lo de unos y otros saco para el traje…
—Claro, mujer; ya ve, cincuenta pesetas.
Cristina se había despabilado y se quiso bajar de los brazos. Se fue, frotándose los ojos, adonde estaban los otros niños.
—Sí, son muy buenos estos señores —siguió la portera—. A ti, ¿qué tal te va?
—Bien. Esta mañana me ha reñido ella. Saca mucho genio algunas veces, sobre todo hoy se ha puesto como loca.
—Eso decía Antonia, la que se fue. Se fue por contestarla. A esta señorita lo que no se la puede es contestar.
—No, yo no la he contestado, desde luego, pero me he dado un sofocón a llorar. Ya ve, porque tardé en venir de la compra. Cómo no iba a tardar si fui yo la primera que vi a ese hombrito que se ha muerto ahí, sentado en un banco del paseo… Esta mañana… ¿No lo sabe?
—¿Uno del asilo? Lo he oído decir en el bar. ¿Y dónde estaba? ¿Lo viste tú?
—Claro, ¿no se lo estoy diciendo?, al salir de la carnicería. Iba yo con el niño, que eso es lo que le ha molestado más a ella, que me acercara yendo con el niño; dice que un niño de esta edad no tiene que ver un muerto, ni siquiera saber nada de eso, que pierden la inocencia; pero yo, ¿qué iba a hacer?, si fue el mismo niño el que me llamó la atención. Se pone, «tata, mira ese hombre, se le cae el cigarro, ¿se lo cojo?». Miro, y en ese momento estaba el hombrito sentado en un banco de esos de piedra del paseo, de gris él, con gorra, y veo que se le cae la cabeza y había soltado el cigarro de los dedos. Se quedó con la barbilla hincada en el pecho, sin vérsele la cara, y, claro, yo me acerqué y le dije que qué le pasaba, a lo primero pensando que se mareaba o algo… Mire usted, la carne se me pone de gallina cuando lo vuelvo a contar.
La tata se levantó un poco la manga de la rebeca y mostró a la portera el vello erizado, sobre los puntitos abultados de la piel.
—¿Y estaba muerto?
—Claro, pero hasta que me di cuenta, fíjese; llamándolo, tocándolo, yo sola allí con él. Se acababa de morir en aquel mismo momento que le digo, cuando lo vio el niño. Luego ya vino otro señor, y más gente que paseaba, y menos mal, pero yo me quedé hasta que vinieron los del Juzgado a tomar declaración, porque era la primera que lo había visto. Dice la señorita que por qué no la llamé por teléfono. Ya ve usted, no me acordaba de la señorita ni de nada, con la impresión. El pobre. Luego, cuando le levantaron la cabeza, me daba pena verlo, más bueno parecía. Todo amoratadito.
La niña de la portera se había sentado en una silla.
Durante la narración, Luis Alberto había traído del comedor una caja de bombones, eximiéndose de la obligación de pedir permiso, en vista de lo abismadas en el relato que estaban las dos mujeres. La niña de la portera cogió uno gordo, que era de licor, y se le cayó un reguero por toda la pechera del vestido.
—Mamá —llamó con voz de angustia, levantándose.
—¿Qué pasa, hija?, ya nos vamos. Pues, mujer, no sabía yo eso, vaya un susto que te habrás llevado.
—Fíjese, y luego la riña…
—Mamá…
—Hay que tener mucha paciencia, desde luego… ¿Qué quieres, hija?, no seas pelma.
—Mamá, mira, es que me he manchado el vestido un poquito.
Y Loli se lo miraba, sin atreverse a sacudírselo, con las manos pringadas de bombón. Quiso secárselas en los tirabuzones.
—Pero ¿qué haces? ¿Con qué te has manchado? ¡Ay, Dios mío, dice que un poquito, te voy a dar así, idiota!
Loli se echó a llorar.
—Mujer, no la pegue usted.
—No la voy a pegar, no la voy a pegar. Dice que un poquito. ¿Tú has visto cómo se ha puesto? Estropeado el traje, para tirarlo. Si no mirara el día que es, la hinchaba la cara. Venga, para casa.
—Yo no sabía que era de jarabe.
—No sabías, y lo dice tan fresca. Vamos, es que no te quiero ni mirar; te mataba. ¡Qué asco de críos, chica! Yo no sé cómo tenéis humor de meteros a servir, también vosotras.
—Pobrecita, no la haga llorar más, que ha sido sin querer.
—Es una mema, es lo que es. Una bocazas. Venga, no llores más ahora, que te doy. Hala. Bueno, chica, nos bajamos.
—Adiós, y no se ponga así, señora Dolores, que eso se quita. Adiós, guapita, dame un beso tú. Que ahora ya tienes que ser muy buena. Pobrecita, cómo llora. ¿Verdad que vas a ser muy buena?
—Sí, buena —gruñó la portera—, ni con cloroformo.
—Que sí, mujer. Ahora ya lo que hace falta es que la vea usted bien casada.
—Eso es lo que hace falta. Bueno, adiós, hija.
Luis Alberto y Cristina se querían bajar por la escalera.
—Yo no quiero que se vaya la Loli —dijo el niño—. Yo me bajo con ella.
—Anda, anda, ven acá. Tú te estás aquí. Venir acá los dos. Adiós, señora Dolores.
—Yo me bajo con la Loli.
Ya con la puerta cerrada, armaron una perra terrible, y Luis Alberto se puso a pegarle a la tata patadas y mordiscos y a llamarla asquerosa. Eran más de las diez cuando los pudo meter en la cama. Cristina ya se había dormido, y el niño seguía queriendo que se quedara la tata allí con él porque se empezó a acordar del hombre de por la mañana y le daba miedo. A la tata también le daba un poco.
—¿Por qué dice mamá que no lo tenía que haber visto yo? ¿Porque estaba muerto?
—Venga; no hables de ese hombre. Si no estaba muerto.
—Huy que no… ¿Y por qué tenía la cara como si fuera de goma?
—Anda, duérmete.
—Pues cuéntame un cuento.
—Si yo no sé cuentos.
—Sí sabes, como aquel de ayer, de ese chico Roque.
—Eso no son cuentos, son cosas de mi pueblo.
—Pues eso, cosas de tu pueblo. Lo de los lobos que decías ayer.
—Nada, que en invierno bajan lobos.
—¿De dónde bajan?
—No hables tan alto. Tu hermana ya se ha dormido.
—Bueno, di, ¿de dónde bajan?
—No sé, de la montaña. Un día que nevó vi yo uno de lejos, viniendo con mi hermano, y él se echó a llorar, ¡cuánto corrimos!
—¿Es muy mayor tu hermano?
—No, es más pequeño que yo.
—Pero ¿cómo de pequeño?
—Ahora tiene catorce años.
—Anda, cuánto, es mucho. ¿Y por qué lloraba si es mayor?
—Pues no sé, entonces era chico. Que te duermas.
—Anda, di lo del lobo. ¿Y cómo era el lobo?
Llamaron al teléfono.
—Espera, calla, ahora vengo —saltó la tata sobrecogida.
—No, no te vayas, que luego no vuelves.
—Sí vuelvo, guapo, de verdad. Dejo la puerta abierta y doy la luz del pasillo.
El teléfono estaba en el cuarto del fondo. Todavía no sabía muy bien las luces, y, cuando iba apurada, como ahora, se tropezaba con las esquinas de los muebles. Descolgó a oscuras el auricular, porque lo que la ponía más nerviosa es que siguiera sonando. El corazón le pegaba golpes.
—¿Quién es?
—Soy yo, la señorita. ¿Es Ascensión?
—Asunción.
—Es verdad, Asunción, siempre me confundo. ¿Cómo tardaba tanto en ponerse?
—Estaba con el niño, contándole cuentos.
—¿No se han dormido todavía? Pero ¿cómo les acuesta tan tarde, mujer, por Dios?
—Es que no se quieren ir a la cama, y yo no sé qué hacer con ellos cuando se ponen así, señorita. No les voy a pegar. La niña casi no ha querido cenar nada.
—¿Ha llamado alguien?
—No, nadie, usted ahora, y antes una equivocación.
—¿Qué dices, Pablo? No te entiendo. Espere. Venía por el teléfono un rumor de risas y de música.
—No, nada, que preguntaba el señorito que si había llamado su hermano, pero ya dice usted que no.
—No sé, un rato he estado con la puerta de la cocina cerrada, para que no se saliera el olor del aceite, pero creo que lo habría oído, siempre estoy escuchando…
—Bueno, pues nada más. No se olvide de recoger los toldos de la terraza, que está la noche como de tormenta.
—No, no; ahora los recojo.
—Y al niño, déjelo, que ya se dormirá solo.
—¿Y si llora?
—Pues nada, que llore. Lo deja usted. Bueno, hasta mañana. Que cierre bien el gas.
—Descuide, señorita. Adiós. ¡Ah!, antes ha venido la portera con la niña de primera comunión, dijo… señorita…
Nada, ya había colgado. Yéndose la voz tan bruscamente del otro lado del hilo y con la habitación a oscuras, volvía a tener miedo. Se levantó a buscar el interruptor y le dio la vuelta. Estaban los libros colocados en sus estantes, los pañitos estirados y aquel cuadro de ángeles delgaduchos. Todo en orden. Olía raro. Todavía daba más miedo con la luz.
Salió a la terraza y se estuvo un rato allí mirando a la calle. Hacía un aire muy bueno. No pasaba casi gente, porque era la hora de cenar, pero consolaba mucho mirar las otras terrazas de las casas, y bajo los anuncios verdes y rojos de una plaza cercana, los autobuses que pasaban encendidos, las puertas de los cafés. En un balcón, al otro lado de la calle, había un chico fumando, y detrás, dentro de la habitación, tenían una lámpara colorada. La tata apoyó la cara en las manos y le daba gusto y sueño mirar a aquel chico. Hasta que su brazo se le durmió y notó que tenía frío. Recogió los toldos, que descubrieron arriba algunas estrellas tapadas a rachas por nubes oscuras y ligeras, y el chirrido de las argollas, resbalando al tirar ella de la cuerda, era un ruido agradable, de faena marinera.
Se metió con ganas de cantar a la casa, silenciosa y ahogada, y pasó de puntillas por delante del cuarto de los niños. Ya no se les oía. Tuvo un bostezo largo y se paró para gozarlo bien.
El sueño le venía cayendo vertical y fulminante a la tata, como un alud, y ya desde ese momento sólo pensó en la cama; los pies y la espalda se la pedían. Era una llamada urgente. Cenó deprisa, recogió los últimos cacharros y sacó el cubo de la basura. Luego el gas, las luces, las puertas.
Cuando se metió en su cuarto y se empezó a desnudar, habían remitido los ruidos del patio y muchas ventanas ya no tenían luz. Unas sábanas tendidas de parte a parte se movían un poco en lo oscuro, como fantasmas.

Las ataduras, 1960.

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