jueves, 15 de agosto de 2024

Los tres anillos. [Decamerón]. Giovanni Boccaccio.

Narración tercera.

 
El judío Melquíades, con un cuento sobre tres anillos, elude un peligro que Saladino le aprestaba.

 
ALABADA por todos la narración de Neifile, cuando ésta calló, Filomena, con licencia de la reina, comenzó a hablar de esta guisa:
El relato de Neifile me trae a la memoria otro espinoso caso antaño acaecido a un judío. Ya se ha dicho bastante acerca de Dios y de la verdad de nuestra fe, y por ello no desdecirá el descender a los lances y actos de los hombres con una narración que acaso, después de oída, os haga más cautos en las respuestas a las preguntas que os formularen. Debéis saber, amadas compañeras, que así como la necedad nunca aporta dicha, y aun pone en grandísima miseria, así el buen sentido saca de grandísimos peligros al sabio y le reporta grande y seguro reposo. Y como el hecho de que la necedad conduce a muchos de buen estado a la miseria, es cosa que por hartos ejemplos se ve, no hace el caso que los relatemos, puesto que en mil ejemplos aparece ello manifiesto. Pero que el buen juicio puede dar consuelo como es de razón, en un cuentecillo, como os prometí, mostraré concisamente.
Saladino, cuyo valor fue tal que le elevó de hombre pequeño a sultán de Babilonia, haciéndole obtener muchas victorias sobre sarracenos y cristianos, había, en diversas guerras y muchísimas magnificencias, consumido su tesoro; y haciéndole falta una buena cantidad de dinero y no viendo de dónde sacarla tan prestamente como la necesitaba, acudióle a la memoria un judío llamado Melquíades, que prestaba con usura en Alejandría. Pero era tan avaro, que por voluntad propia nunca habría prestado a Saladino, y éste no quería forzarle. Mas, apretándole la necesidad, aplicóse por entero a hallar el modo de que el judío le sirviese, y resolvióse a hacerle fuerza, aunque coloreándola de alguna apariencia de razón. Y, habiéndole hecho llamar y recibiéndole familiarmente, mandóle sentarse y le dijo:
Hombre de pro, por muchas personas he sabido que eres muy sabio y muy entendedor en las cosas de Dios; y por ello me placería saber de ti cuál de las tres religiones reputas mejor: la sarracena, la judía o la cristiana.
El judío, que era, en efecto, sabio, comprendió bien que Saladino quería atraparle en lo que dijese para buscarle alguna dificultad, y también pensó que, si loaba alguna de las tres religiones más que las otras, Saladino advertiría su intención. Y como necesitaba respuesta en que no pudieran cogerle, aguzó el ingenio y a poco, ocurriéndosele lo que decir debía, manifestó:
Señor, buena es la pregunta que me habéis hecho, y para deciros lo que siento, me convendrá contaros y haceros oír un cuentecillo. Si no yerro, recuerdo muchas veces haber oído hablar de que un hombre poderoso y rico tenía entre las más preciadas joyas de su tesoro un anillo valioso y bellísimo. Y queriendo honrarlo por su valor y belleza y dejarlo perpetuamente a sus descendientes, ordenó que aquel de sus hijos a quien después de muerto él se le encontrara el anillo, fuese tenido por su heredero y por todos, como mayor, fuera reverenciado y honrado. Aquél a quien el anillo se legó tomó igual medida con sus descendientes, obrando como lo hiciera su predecesor. Y, en resolución, el anillo pasó de mano en mano a muchos sucesores, y últimamente a las de uno que tenía tres hijos virtuosos y buenos y muy obedientes a su padre, por lo que éste amaba a los tres por igual. Y los mancebos, conocedores de la historia del anillo y deseando cada uno ser más honrado entre los suyos, rogaban a su padre, que era viejo ya, que cuando muriese, aquella joya le dejase. El buen hombre, que a todos amaba lo mismo, no sabía a quién elegir para legársela y, habiéndola prometido a todos, quiso satisfacer a los tres. Así, secretamente encargó a un buen artífice que hiciera dos anillos tan semejantes al primero que él mismo, que los encargara, apenas sabía distinguir el verdadero. Y, a punto de muerte, y en secreto, dio uno a cada uno de sus hijos. Éstos, tras la muerte del padre, quisieron todos adquirir la herencia y el honor, y, negándoselos uno al otro, los tres, en testimonio de su derecho, sacaron sus respectivos anillos. Y halláronlos tan parecidos entre sí, que no se podía conocer cuál fuese el verdadero, por lo que la cuestión de cuál debía ser el verdadero heredero del padre, quedó en suspenso, y aún en suspenso está. Y por eso os digo, señor, que respecto a esta cuestión que me propusisteis sobre las tres leyes dadas a los tres pueblos por Dios, su padre, he de contestaros que cada uno tiene su herencia y su verdadera ley, cuyos mandamientos se cree obligado a cumplir; pero como en los anillos, aún sigue en suspenso la cuestión.
Saladino comprendió cuan perfectamente había escapado aquel hombre de la trampa que a los pies le había tendido, y resolvió exponerle abiertamente su necesidad y ver si quería servirle. Y así lo hizo, explicándole lo que en su ánimo se había propuesto hacer si discretamente no le hubiera su colocutor respondido. El judío ofreció libremente servir a Saladino en lo que éste hubiera menester, y Saladino, más adelante, pagóle íntegramente, además de lo cual le colmó de grandísimos dones y siempre por amigo le tuvo.

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