domingo, 18 de agosto de 2024

Las olas. Ken Liu.

Largo tiempo atrás, justo después de que Cielo y Tierra se separaran, Nü Wa paseaba por la orilla del río Amarillo, disfrutando de la agradable sensación del fértil cieno bajo la planta de los pies.
Las flores se abrían por doquier, de todos los colores del arco iris, tan bellas como el filo oriental del cielo, donde Nü Wa había tenido que parchear con pasta hecha de gemas fundidas el desgarrón causado por la guerra de unos dioses mezquinos. Ciervos y búfalos corrían por las llanuras, y carpas doradas y cocodrilos plateados retozaban en el agua.
Pero ella estaba totalmente sola. No tenía a nadie con quien conversar, a nadie con quien compartir toda esa belleza.
Se sentó a la orilla del agua, cogió un puñado de barro y comenzó a modelar. Al poco había creado una versión en miniatura de ella misma: cabeza redonda; torso largo; brazos y piernas, y manos y dedos diminutos que talló con cuidado con una afilada varilla de bambú.
Tomó la minúscula figura de barro entre las manos, se la llevó a la boca y sopló para insuflarle el hálito vital. La figura jadeó, se retorció en sus manos y comenzó a balbucir.
Nü Wa rio. Ya no volvería a estar sola. Colocó la figurita en la orilla del río Amarillo, cogió otro puñado de barro y de nuevo comenzó a modelar.
El Hombre fue por lo tanto creado a partir de la tierra, y a la tierra retornará, siempre.
¿Y qué pasó luego? —preguntó una voz somnolienta.
Te lo contaré mañana por la noche —respondió Maggie Chao—. Ahora es hora de dormir.
Maggie arropó a Bobby, de cinco años, y a Lydia, de seis, apagó la luz del dormitorio y cerró la puerta al salir.
Se quedó inmóvil un instante, escuchando, como si pudiera oír la corriente de fotones que atravesaba el liso casco giratorio de la nave.
La enorme vela solar se tensó en silencio en el vacío del espacio mientras la Espuma de Mar seguía alejándose del Sol siguiendo una trayectoria helicoidal, que, tras años de aceleración, había desplazado el espectro de la estrella hasta un rojo apagado, un crepúsculo perpetuo cada vez más amortiguado.
Hay algo que deberías ver, susurró en su cabeza João, oficial primero y marido suyo. Podían hablar gracias a un minúsculo chip de interfaz óptico-neural que ambos tenían implantado en el cerebro. Los chips estimulaban mediante impulsos lumínicos neuronas modificadas genéticamente en las regiones de procesamiento del lenguaje de la corteza cerebral, activándolas del mismo modo que lo habría hecho una verdadera conversación.
En ocasiones, Maggie pensaba en el implante como en una especie de vela solar en miniatura, que generaba pensamientos gracias al empuje de los fotones.
João pensaba en la tecnología en términos mucho menos románticos. Incluso una década después de la operación, seguía sin gustarle que pudieran entremeterse de esa manera en cabezas ajenas. Comprendía las ventajas del sistema de comunicación, que les permitía mantener un contacto permanente, pero le parecía burdo y alienante, como si poco a poco se estuvieran convirtiendo en cíborgs, en máquinas. Nunca lo utilizaba a menos que se tratara de una emergencia.
Voy para allá, dijo Maggie, y se encaminó de inmediato hacia la cubierta de investigación, más próxima al centro de la nave. En esa zona, la gravedad simulada por el casco giratorio era menor, y los colonos aseguraban en broma que la ubicación de los laboratorios contribuía a que los científicos pensasen mejor al ser allí mayor el flujo de sangre oxigenada que llegaba al cerebro.
Maggie Chao había sido escogida para la misión no solo porque era experta en ecosistemas autocontenidos, sino también porque era joven y fértil. Con la nave viajando a una pequeña fracción de la velocidad de la luz, llegar a 61 Virginis les llevaría casi cuatrocientos años (según el marco temporal de referencia de la nave), incluso teniendo en cuenta los modestos efectos de la dilatación temporal. Este hecho requería la planificación de hijos y nietos de manera que, un día, los descendientes de los colonos pudiesen llevar el recuerdo de los trescientos exploradores originales hasta la superficie de un mundo extraterrestre.
Se reunió con João en el laboratorio. Su marido le alargó una tableta visualizadora sin decir palabra. Siempre le dejaba que se tomara su tiempo para alcanzar sus propias conclusiones sobre algo nuevo antes de aportar las suyas propias. Era una de las cosas que le habían gustado de él cuando empezaron a salir juntos años atrás.
Increíble —comentó Maggie mientras leía el resumen por encima—. La primera vez en una década que la Tierra trata de establecer contacto con nosotros.
En la Tierra muchos habían pensado que la Espuma de Mar era una locura, una jugada propagandística de un gobierno incapaz de resolver los auténticos problemas. ¿Cómo podía estar justificado enviar a las estrellas una misión que se prolongaría durante siglos cuando en la Tierra todavía había gente que moría de hambre y enfermedades? Tras el despegue, la comunicación con la Tierra había sido mínima, hasta que al cabo se había interrumpido de manera definitiva. El nuevo gobierno no quería continuar gastando dinero en las caras antenas terrestres. Y tal vez había optado por olvidarse de la nave de los locos.
Sin embargo, ahora estaban franqueando el vacío del espacio para comunicarles algo.
Mientras leía el resto del mensaje, la expresión de Maggie fue pasando de manera gradual del entusiasmo a la incredulidad.
Consideran que el don de la inmortalidad debería ser compartido por toda la humanidad —dijo João—. Incluso por los más lejanos aventureros.
La transmisión describía un nuevo tratamiento médico. Un pequeño virus modificado —un nanoordenador molecular, para aquellos a quienes les gusta pensar en tales términos— se replicaba a sí mismo en las células somáticas y deambulaba arriba y abajo por las dobles hélices de las cadenas de ADN reparando daños, suprimiendo determinados segmentos y estimulando la expresión de otros, con lo que se conseguía detener el deterioro celular y el proceso de envejecimiento.
Los humanos ya no tendrían que morir.
¿Podemos reproducir el procedimiento aquí? —preguntó Maggie a João mirándolo a los ojos. Viviremos para pisar otro mundo, para respirar aire sin reciclar.
Sí. Llevará un tiempo, pero estoy seguro de que podemos. —Y tras un titubeo añadió—: Pero los niños…
Bobby y Lydia no eran el resultado del azar, sino de la combinación de un conjunto de meticulosos algoritmos entre cuyos datos de entrada se contaban factores como la planificación de la población, la selección embrionaria, la salud genética, la esperanza de vida y los índices de renovación y consumo de recursos.
Hasta el último gramo de materia a bordo de la Espuma de Mar era tomado en consideración. Tenían lo necesario para mantener una población estable, pero poco margen para el error. Los nacimientos de niños tenían que planificarse de forma que los hijos contasen con tiempo suficiente para aprender lo necesario de sus padres y así poder ocupar el lugar de sus mayores cuando estos murieran apaciblemente, atendidos por robots.
—… serían los últimos niños que nacerían hasta que aterrizáramos —terminó Maggie la frase de João.
La Espuma de Mar había sido diseñada para una combinación concreta de adultos y niños. Las provisiones, la energía y otros miles de parámetros estaban condicionados por la misma. Había un cierto margen de seguridad, pero la nave no podría mantener una población compuesta en su integridad por vigorosos adultos inmortales en el pico de sus necesidades calóricas.
Podríamos morir y permitir crecer a nuestros hijos —dijo João— o vivir eternamente manteniéndolos siempre como niños.
Maggie se lo imaginó: el virus podría utilizarse para detener el proceso de crecimiento y maduración en los más jóvenes. Los niños seguirían siendo niños durante siglos, sin tener hijos propios.
Y entonces por fin cayó en la cuenta:
Por eso la Tierra ha recuperado de pronto el interés por nosotros. La Tierra no es más que una gran nave. Si nadie va a morir, terminarán por quedarse sin sitio para todos. Este se ha convertido ahora en su problema más acuciante. Tendrán que seguir nuestros pasos y lanzarse al espacio.
¿Te preguntas por qué hay tantas historias sobre la creación del hombre? Es porque de todas las historias verdaderas existen muchas versiones.
Deja que esta noche te cuente otra.
Hubo un tiempo en el que el mundo estaba gobernado por los titanes, que moraban en el monte Otris. El más poderoso y valiente de todos ellos era Cronos, que en una ocasión había encabezado su rebelión contra el tirano de su padre, Urano. Tras matarlo, Cronos se convirtió en el rey de los dioses.
Sin embargo, con el transcurrir del tiempo, el propio Cronos devino un tirano. Y tal vez por miedo a que le sucediese lo mismo que él le había hecho a su padre, Cronos devoraba a sus hijos en cuanto nacían.
Rea, la esposa de Cronos, dio a luz a un nuevo hijo, Zeus. Para salvarlo, envolvió una piedra en una manta como si fuera un bebé y engañó con ella a Cronos, que se la tragó. Al verdadero bebé lo envió a Creta, donde creció alimentándose de leche de cabra.
No pongas esa cara. Tengo entendido que la leche de cabra está bastante buena.
Cuando Zeus estuvo por fin preparado para enfrentarse a su padre, Rea dio a beber a Cronos un vino picado que lo hizo vomitar todos los bebés que se había tragado, los hermanos y hermanas de Zeus. Durante diez años, Zeus acaudilló a los olímpicos, que es como se terminaría conociendo a Zeus y sus hermanos, en una sangrienta guerra contra su padre y los titanes. Los nuevos dioses terminaron por imponerse a los antiguos, y Cronos y los titanes fueron arrojados al lóbrego Tártaro.
Y los olímpicos tuvieron sus propios hijos, puesto que así eran las cosas en el mundo. El propio Zeus engendró muchos retoños, algunos mortales y otros no. Atenea era uno de sus favoritos, la diosa nacida de su cabeza, de sus meros pensamientos. También hay muchas historias sobre ellos, que te contaré en otro momento.
No obstante, algunos de los titanes que no habían luchado al lado de Cronos fueron perdonados. Uno de estos, Prometeo, modeló con arcilla una raza de criaturas, y se dice que a continuación se inclinó y les susurró las palabras de sabiduría que les infundieron vida.
No sabemos qué es lo que reveló a esas nuevas criaturas, a nosotros; pero Prometeo era un dios que a lo largo de su vida había sido testigo de cómo los hijos se alzaban contra los padres, de cómo cada nueva generación reemplazaba a la anterior y rehacía el mundo desde cero. Tan solo podemos conjeturar qué es lo que pudo haberles dicho. Rebelaos. No hay nada permanente excepto el cambio.
La muerte es la elección más fácil —dijo Maggie.
Y la correcta —apostilló João.
Maggie quería debatir el asunto utilizando los implantes, pero João se negó. Quería hablar con los labios, la lengua, el aliento… a la antigua usanza.
En el diseño de la Espuma de Mar se había prescindido de hasta el último gramo de masa superflua. Los mamparos eran finos y las habitaciones se apiñaban bien juntas. Las voces de Maggie y João resonaron por cubiertas y pasillos.
Por toda la nave, otras familias interrumpieron las conversaciones similares que estaban manteniendo mediante sus implantes y escucharon.
Los viejos deben morir para que los jóvenes puedan ocupar su lugar —dijo João—. Cuando te enrolaste sabías que no viviríamos para ver aterrizar a la Espuma de Mar. Los hijos de nuestros hijos, varias generaciones en el futuro, son los que tienen que heredar el nuevo mundo.
Podemos ser nosotros quienes aterricemos en el nuevo mundo. No hace falta que dejemos todo el trabajo duro para nuestros descendientes nonatos.
A la nueva colonia tenemos que dejarle en herencia una cultura humana viable. No tenemos ni idea de cuáles van a ser las consecuencias a largo plazo de este tratamiento sobre nuestra salud mental…
Pues llevemos a cabo el trabajo para el que nos enrolamos: explorar. Averigüémoslo…
Si cedemos a esta tentación, aterrizaremos siendo un montón de vejestorios de cuatrocientos años con miedo a morir y con la cabeza llena de ideas que se habrán quedado totalmente anquilosadas desde los tiempos de la vieja Tierra. ¿Cómo podríamos enseñar a nuestros hijos el valor del sacrificio, la importancia del heroísmo, del empezar de cero? Casi no seremos ni humanos…
¡Dejamos de ser humanos en el momento en que aceptamos unirnos a esta misión! —Maggie hizo una pausa para dominar la voz—. Afróntalo, a los algoritmos de asignación de nacimientos no les importamos ni nosotros ni nuestros hijos. No somos más que recipientes que permiten que una combinación óptima y bien planificada de genes llegue a nuestro destino. ¿De verdad deseas que las siguientes generaciones crezcan y mueran en esta nave, sin conocer nada más que este angosto tubo metálico? La suya, la salud mental de ellos, esa es la que me preocupa.
La muerte es esencial para el desarrollo de nuestra especie. —La voz de João rebosaba fe, y en ella Maggie percibió su esperanza de que fuera suficiente para los dos.
Que tengamos que morir para conservar nuestra humanidad no es más que un mito —aseguró Maggie mirando a su marido con el corazón transido de dolor. Entre ambos se extendía un abismo, tan inexorable como la dilatación del tiempo.
Maggie le habló, ahora desde el interior de la cabeza. Y se imaginó sus propios pensamientos, convertidos en fotones, abriéndose paso por el cerebro de él, en un intento por franquear la brecha. Dejamos de ser humanos en el momento en que nos entregamos a la muerte.
João le devolvió la mirada. No dijo nada, ni en su cabeza ni en voz alta, lo que era su manera de decir todo lo que tenía que decir.
Y así se quedaron durante un buen rato.
En el principio, Dios creó a los humanos inmortales, parecidos a los ángeles.
Hasta el momento en que Adán y Eva decidieron comer del árbol del conocimiento del bien y el mal, ni envejecían ni nunca caían enfermos. Durante el día se dedicaban a cuidar el jardín del Edén y por la noche disfrutaban de su mutua compañía.
Sí, supongo que el jardín del Edén era un poco como la cubierta hidropónica.
A veces los ángeles les hacían una visita y —según Milton, que nació demasiado tarde para conformarse con la Biblia tradicional— charlaban y especulaban sobre los más variados asuntos: ¿giraba la Tierra alrededor del Sol o era al revés?, ¿había vida en otros planetas?, ¿mantenían relaciones sexuales los ángeles?
No, no estoy bromeando. Puedes mirarlo en el ordenador.
De manera que Adán y Eva eran eternamente jóvenes, y su curiosidad, inagotable. No necesitaban la muerte para que su vida tuviera un objetivo, para motivarse, para aprender, para trabajar, para amar, para darle sentido a su existencia.
Si esta historia es cierta, entonces nuestro destino nunca fue la muerte. Y con el conocimiento del bien y del mal en realidad lo que conocimos fue el remordimiento.


Qué cuentos tan raros sabes, abuelita —dijo Sara, de seis años.
Son cuentos de antaño —respondió Maggie—. De pequeña, mi abuela me contaba muchos, y yo también leía un montón.
¿Quieres que viva siempre como tú, y que no me haga vieja ni me muera un día como mi madre?
Yo no puedo decirte lo que debes hacer, cielito. Tendrás que decidirlo tú misma cuando seas mayor.
¿Igual que lo del conocimiento del bien y del mal?
Algo así.
Maggie se inclinó y besó a la hija de la hija de la hija… —hacía mucho que había perdido la cuenta— de su hija tan dulcemente como pudo. Como todos los niños nacidos en el entorno de baja gravedad de la Espuma de Mar, Sara tenía los huesos finos y delicados, como un pajarillo. Maggie apagó la luz de noche y se marchó.
Aunque dentro de un mes dejaría atrás su cumpleaños número cuatrocientos, no aparentaba ni un día más de treinta y cinco años. La fórmula para la fuente de la eterna juventud, el último regalo de la Tierra a los colonos antes de perder toda comunicación, funcionaba a las mil maravillas.
Se detuvo y dio un respingo. Un chiquillo, de unos diez años de edad, la estaba esperando delante de la puerta de su habitación.
Bobby, dijo. A excepción de los niños muy pequeños, que todavía no tenían implantes, ahora todos los colonos hablaban entre sí mediante pensamientos en lugar de pronunciando palabras. Era más rápido y privado.
El niño la miró, sin dirigirle ni palabra ni pensamiento alguno. A Maggie le llamó la atención el gran parecido que guardaba con su padre. Tenía sus mismas expresiones, sus mismos gestos, incluso su misma manera de hablar al callar.
Maggie suspiró, abrió la puerta y entró en pos de él.
Un mes más, dijo Bobby, sentándose al borde del sofá para que no le colgaran los pies.
Todos los pasajeros de la nave llevaban la cuenta atrás de los días. Un mes más y estarían en órbita alrededor del cuarto planeta de 61 Virginis, su destino, una nueva Tierra.
Una vez aterricemos, ¿cambiarás de opinión sobre… —tras un instante de indecisión, Maggie acabó la frase—: tu apariencia?
Bobby movió negativamente la cabeza y un atisbo de malhumor infantil le cruzó el rostro. Mamá, ya tomé mi decisión hace mucho tiempo. Déjalo. Me gusta ser como soy.
A la postre, los hombres y mujeres de la Espuma de Mar habían resuelto dejar que cada cual tomara su propia decisión sobre la eterna juventud.
Las frías matemáticas del ecosistema cerrado de la nave obligaban a que, cuando alguien elegía la inmortalidad, un niño tuviera que continuar siendo niño hasta que otro pasajero decidiese envejecer y morir, dejando vacante una nueva plaza de adulto.
João eligió envejecer y morir. Maggie eligió seguir siendo joven. Los cuatro se sentaron para mantener una reunión familiar, sintiéndose un poco como si estuvieran a las puertas de un divorcio.
Uno de los dos podrá crecer —dijo João.
¿Cuál? —preguntó Lydia.
Creemos que deberíais decidirlo vosotros —respondió João mirando de soslayo a Maggie, que asintió con la cabeza de mala gana.
Ella pensaba que era injusto y cruel que su marido planteara una elección así a sus hijos. ¿Cómo podían decidir unos niños si querían crecer si no tenían ni idea de lo que eso implicaba?
No es más injusto que el que tú y yo tengamos que decidir si queremos ser inmortales —había replicado João—. Tampoco tenemos ni idea de lo que eso implica. Es terrible plantearles una elección así, pero decidir en su lugar sería incluso más cruel.
Maggie tenía que reconocer que en eso tenía razón.
Era como si estuvieran pidiendo a los niños que tomasen partido, pero tal vez era de eso de lo que se trataba.
Lydia y Bobby intercambiaron una mirada y parecieron llegar a un acuerdo tácito. Lydia se puso de pie, se acercó a João y lo abrazó, mientras que Bobby hacía lo propio con Maggie.
Papá —dijo Lydia—, cuando llegue el momento, yo elegiré como tú.
João la estrechó entre sus brazos con más fuerza y asintió con la cabeza.
Entonces Lydia y Bobby intercambiaron sus lugares y volvieron a abrazar a sus padres, fingiendo que no pasaba nada.
Para quienes rechazaron el tratamiento, la vida continuó tal como estaba planeada. Lydia fue creciendo a medida que João envejecía: primero se convirtió en una adolescente poco agraciada y luego en una hermosa mujer. Encaminó sus pasos hacia la ingeniería, tal como habían pronosticado sus tests de aptitudes, y decidió que efectivamente le gustaba Catherine, la tímida y joven doctora que los ordenadores habían sugerido que sería una buena compañera para ella.
¿Envejecerás y morirás a mi lado? —le preguntó Lydia un día a una ruborizada Catherine.
Se casaron y tuvieron dos hijas, que las reemplazarían llegado el momento.
¿Alguna vez te has arrepentido de haber elegido este camino? —le preguntó João en cierta ocasión.
A la sazón, João era un anciano y estaba muy enfermo, y dos semanas más tarde los ordenadores le iban a administrar las drogas que le permitirían dormirse y no volver a despertar.
No —respondió Lydia, cogiéndole la mano entre las suyas—. No tengo miedo de quitarme de en medio cuando algo nuevo viene a ocupar mi lugar.
¿Y cómo sabemos que ese «algo nuevo» no somos nosotros?, pensó Maggie.
En cierta manera, el debate estaba siendo ganado por su bando. Con el transcurso de los años, cada vez más y más colonos habían decidido unirse a las filas de los inmortales. Sin embargo, los descendientes de Lydia siempre se habían negado tercamente. Sara era la última niña en la nave que no había recibido el tratamiento. Maggie sabía que Sara añoraría sus sesiones de cuentos nocturnos cuando creciera.
Bobby se había quedado congelado a la edad física de diez años. A él y a los otros niños perpetuos no les resultaba sencillo integrarse en la vida de los colonos. Contaban con décadas —siglos, en algunos casos— de experiencia, pero conservaban su cerebro y cuerpo infantil. Poseían el conocimiento propio de un adulto, pero mantenían la gama de emociones y la flexibilidad mental de un niño. Podían ser adultos y jóvenes a un mismo tiempo.
Las tensiones y conflictos en relación con el papel que debían desempeñar en la nave eran continuos y, de tanto en tanto, progenitores que en su momento habían creído querer vivir eternamente renunciaban a su lugar a petición de sus hijos.
Pero Bobby nunca pidió crecer.
Mi cerebro tiene la plasticidad del de un niño de diez años. ¿Por qué voy a querer renunciar a ello?, dijo Bobby.
Maggie tenía que reconocer que siempre se había sentido más cómoda con Lydia y sus descendientes. Aunque todos ellos habían elegido morir, al igual que João, lo que podía interpretarse como una especie de recriminación hacia la decisión tomada por ella, Maggie había descubierto que estaba en mejores condiciones de entender su vida y ser parte de ella.
Con Bobby, por el contrario, era incapaz de imaginar qué le pasaba por la cabeza. A veces le parecía ligeramente repulsivo, algo que sabía que era un tanto hipócrita habida cuenta de que su hijo tan solo había tomado su misma decisión.
Pero nunca experimentarás qué es ser adulto, ni lo que se siente al amar como un hombre en lugar de como un niño, dijo ella.
Bobby se encogió de hombros, incapaz de echar en falta lo que nunca había tenido. Puedo aprender idiomas al vuelo. No me cuesta asimilar una visión del mundo distinta. Nunca dejarán de gustarme las novedades.
Si allí abajo nos encontramos formas de vida y civilizaciones nuevas —continuó Bobby, hablando ahora normalmente, y su voz infantil se alzó henchida de entusiasmo y anhelos—, necesitaremos gente como yo, como los niños eternos, para entenderlas y aprender sobre ellas sin miedo alguno.
Maggie llevaba mucho tiempo sin escuchar con atención a su hijo, y ahora se sintió conmovida. Asintió con un cabeceo, aceptando su elección.
En el rostro de Bobby se dibujó una hermosa sonrisa, la sonrisa de un niño de diez años que había visto más que la inmensa mayoría de los humanos que habían existido.
«Mamá, voy a tener esa oportunidad. He venido a decirte que hemos recibido las primeras imágenes con primeros planos de 61 Virginis e. Está habitado».
Debajo de la Espuma de Mar, el planeta rotaba lentamente. Su superficie estaba cubierta por una red de parcelas hexagonales y pentagonales, cada una de unos mil kilómetros de ancho. Alrededor de la mitad eran negras como la obsidiana, mientras que el resto eran de un granuloso tono ocre. A Maggie, 61 Virginis e le recordó una pelota de fútbol.


Maggie escrutó a los tres extraterrestres de pie frente a ella en el muelle del transbordador, los tres de alrededor de un metro ochenta. Los cuerpos metálicos, segmentados y con forma de barril, descansaban sobre cuatro piernas multiarticuladas y finas como ramitas.
Durante la aproximación de los vehículos a la Espuma de Mar, los colonos habían creído que eran diminutas naves de reconocimiento, hasta que los escáneres confirmaron la ausencia de todo tipo de materia orgánica. Entonces pensaron que eran sondas autónomas, hasta que las supuestas sondas se plantaron frente a la cámara de la nave, sacaron las manos y dieron unos golpecitos en la lente.
Sí, las manos. A media altura de cada uno de los cuerpos metálicos emergían dos brazos largos y sinuosos terminados en una mano flexible y blanda hecha de una fina malla de aleación. Maggie bajó la mirada hacia sus propias manos. Las de los extraterrestres se parecían muchísimo: cuatro dedos esbeltos, un pulgar oponible y articulaciones flexibles.
De cuerpo entero, los extraterrestres le recordaban a centauros robóticos. Cada uno de los cuerpos alienígenas tenía en el extremo superior una protuberancia esférica tachonada de varias agrupaciones de lentes de cristal, a modo de ojos compuestos. Además de por los ojos, esta cabeza también estaba cubierta por una densa matriz de finísimas varillas sujetas a actuadores, que se movían en sincronía, igual que los tentáculos de una anémona de mar.
Las varillas rielaron como si una onda estuviese atravesando la matriz. Poco a poco fueron adoptando la apariencia de unas cejas, labios y párpados pixelados: un rostro, un rostro humano.
El extraterrestre comenzó a hablar. Sonaba parecido al inglés, pero Maggie no conseguía entenderlo. Los fonemas, igual que los diseños cambiantes de las varillas, parecían elusivos, ligeramente faltos de coherencia.
Sí que es inglés, le dijo Bobby a Maggie, pero tras siglos de deriva de la pronunciación. Está diciendo: «Bienvenidos de vuelta a la humanidad».
Las finas varillas del rostro del alienígena se movieron para revelar una sonrisa. Bobby continuó traduciendo. Dejamos la Tierra mucho después de vuestra partida, pero éramos más rápidos y hace siglos que os adelantamos en vuestro tránsito. Os hemos estado esperando.
Maggie sintió que el mundo daba vueltas a su alrededor. Miró en torno suyo; muchos de los colonos de más edad, los inmortales, parecían anonadados.
Por el contrario, Bobby, el niño eterno, dio un paso al frente.
Gracias —dijo en voz alta, y le devolvió la sonrisa.


Déjame contarte un cuento, Sara. Nosotros, los humanos, siempre nos hemos valido de los cuentos para controlar el miedo a lo desconocido.
Ya te he contado cómo los dioses mayas crearon a nuestro pueblo a partir del maíz, pero ¿sabías que ese intento de creación fue precedido por otros varios?
Primero crearon los animales: el soberbio jaguar y el bello guacamayo, el plano lenguado y la larga serpiente, la gran ballena y el tardo perezoso, la iridiscente iguana y el ágil murciélago (luego podemos mirar fotografías de todos en el ordenador). Pero los animales solo graznaban y gruñían, y no podían pronunciar el nombre de sus creadores.
Así que los dioses modelaron una raza hecha de arcilla. Pero los hombres de arcilla no eran capaces de mantener su forma. El rostro se les iba descolgando, ablandado por el agua, ansiando reunirse con la tierra de la que habían sido arrancados. No sabían hablar, tan solo gorjeaban de manera incoherente. Crecían torcidos y eran incapaces de procrear, de perpetuar su propia existencia.
El siguiente intento de los dioses es el que más nos interesa. Crearon una raza de hombrecillos de madera, parecidos a muñecos. Las juntas articuladas les permitían mover las extremidades libremente; los rostros tallados, parlotear y abrir los ojos. Estas marionetas sin hilos habitaban en casas y pueblos, y pasaban su vida trajinando de aquí para allá.
No obstante, los dioses se dieron cuenta de que los hombres de madera carecían de alma y mente, por lo que no podían alabar a sus creadores como era debido. Enviaron una gran inundación para acabar con ellos y pidieron a los animales de la selva que los atacaran. Para cuando la ira de los dioses se hubo aplacado, los hombres de madera se habían convertido en monos.
Y solo entonces los dioses recurrieron al maíz.
Son muchos los que se han preguntado si los hombres de madera se quedaron conformes tras ser desbancados por los hijos del maíz. Tal vez todavía estén al acecho en las sombras a la espera de una oportunidad para regresar, a la espera de que la creación revierta su curso.


Las parcelas negras hexagonales eran paneles solares, explicó Atax, el jefe de los tres enviados de 61 Virginis e. El conjunto de paneles proporcionaba la energía necesaria para mantener el asentamiento humano en el planeta. Las ocres eran ciudades, gigantescos conglomerados de ordenadores en los que los humanos vivían en forma de modelos computacionales virtuales.
Cuando Atax y el resto de colonos habían llegado, 61 Virginis e no era un planeta demasiado acogedor para las especies terrestres. Era excesivamente cálido; su atmósfera, malsana; y las formas de vida extraterrestre presentes, en su mayoría primitivos microbios, de lo más mortíferas.
No obstante, ni Atax ni ninguno de los demás que habían hollado la superficie eran humanos, no en el sentido en que Maggie entendía el término. En su composición había más metal que agua, y ya no estaban confinados por los límites de la química orgánica. Los colonos enseguida construyeron forjas y fundiciones, y sus descendientes no tardaron en diseminarse por todo el planeta.
La mayor parte del tiempo elegían pasarla integrados en la Singularidad, la mente planetaria global que era a un mismo tiempo artificial y orgánica, en la que los eones transcurrían en un segundo al ser procesado el pensamiento a la velocidad de los ordenadores cuánticos. En el mundo de los bits y los qubits ellos vivían como dioses.
Aunque en ocasiones, cuando sentían la añoranza ancestral de la corporeidad, optaban por convertirse en seres individuales y encarnarse en máquinas, como era el caso de Atax y sus compañeros. Entonces vivían en el tiempo pausado, el tiempo de los átomos y las estrellas.
Ya no había fronteras entre el espíritu y la máquina.
Este es el aspecto actual de la humanidad —dijo Atax, girando lentamente para que los colonos de la Espuma de Mar pudieran observar su cuerpo de metal—. Nuestros cuerpos están hechos de acero y titanio; y nuestros cerebros, de grafeno y silicio. Somos prácticamente indestructibles. Y ya veis, hasta podemos movernos por el espacio sin necesidad de naves, trajes ni otras protecciones. La carne corruptible es cosa del pasado.
Atax y sus compañeros escrutaron a los atávicos humanos que tenían en derredor. Maggie sostuvo su mirada tratando de penetrar en esas lentes oscuras, tratando de comprender qué sentían las máquinas. ¿Curiosidad?, ¿nostalgia?, ¿lástima?
Los tornadizos rostros metálicos, una burda imitación de los semblantes humanos, la hicieron estremecer. Desvió la mirada hacia Bobby, que parecía extasiado.
Podéis uniros a nosotros si así lo deseáis, o continuar siendo como sois. Cuando no se ha experimentado nuestra manera de existir, la decisión es difícil, por supuesto. Pero a pesar de ello debéis elegir. No podemos elegir por vosotros.
Algo nuevo, pensó Maggie.
Ni siquiera la juventud eterna y la vida eterna parecían tan maravillosas cuando se las comparaba con la libertad de ser una máquina, una máquina pensante dotada de la belleza austera de las matrices cristalinas en lugar de las chapuceras imperfecciones de las células vivas.
Por fin la humanidad había ido más allá de la evolución y se había adentrado en el reino del diseño inteligente.


No tengo miedo —aseguró Sara.
Sara había pedido quedarse unos últimos momentos a solas con Maggie una vez todos los demás se hubieran marchado. Maggie le dio un largo abrazo, y a su vez la chiquilla la estrechó a ella con fuerza.
¿Crees que el abuelito João se hubiera sentido decepcionado conmigo? —preguntó Sara—. No estoy eligiendo lo que él hubiera elegido.
Sé que él hubiese querido que tú decidieras por ti misma —dijo Maggie—. Las personas cambian, como especie y como individuos. No sabemos por lo que él hubiera optado de haber podido elegir entre las opciones que te han sido ofrecidas a ti. Pero, pase lo que pase, nunca dejes que el pasado decida sobre tu vida por ti.
Maggie besó a Sara en la mejilla antes de separarse de ella. Una máquina llegó para acompañarla a ser transformada, la cogió de la mano y se la llevó.
Ella es la última de los niños sin tratar, pensó Maggie. Y ahora va a ser la primera en convertirse en máquina.
Aunque Maggie se negó a ser testigo de la transformación de los demás, a petición de Bobby presenció cómo su hijo era reemplazado pieza por pieza.
Nunca tendrás hijos —dijo Maggie.
Al contrario —replicó él, mientras flexionaba sus nuevas manos metálicas, mucho más grandes y fuertes que las anteriores, que eran las manos de un niño—. Tendré innumerables hijos, nacidos de mi mente. —Su voz era un agradable zumbido electrónico, como la de un paciente programa didáctico—. Tan cierto como que yo he heredado tus genes es que ellos heredarán mis pensamientos. Y algún día, si así lo desean, les fabricaré cuerpos, tan hermosos y funcionales como los que yo tengo a mi disposición.
Bobby alargó la mano para acariciarle el brazo, y las frías yemas de los dedos metálicos recorrieron suavemente su piel, deslizándose sobre nanoestructuras tan flexibles como el tejido vivo. Maggie dio un respingo.
Bobby sonrió mientras su rostro, una densa malla de miles de finísimas varillas, ondeaba de regocijo.
Maggie se apartó de él involuntariamente.
La seriedad se apoderó de la faz ondulante de Bobby, que se paralizó y dejó de mostrar expresión alguna.
Maggie comprendió la acusación tácita. ¿Qué derecho tenía a sentir repugnancia? Ella también trataba su cuerpo como si fuera una máquina, simplemente una máquina de lípidos y proteínas, de células y músculos. Y su cerebro también estaba encerrado en el interior de un armazón, un armazón de carne que había superado hacía mucho los años de vida para los que fue diseñado. Ella era tan «contra natura» como él.
Lo que no quitó para que llorara mientras veía a su hijo desaparecer en el interior de un armazón de metal animado.
Él ya no puede llorar, no dejó de repetirse, como si eso fuese lo único que los separaba.
Bobby tenía razón: a aquellos cuyo desarrollo se había congelado en la infancia fue a quienes menos costó tomar la decisión de ser transferidos. Sus mentes eran flexibles y, para ellos, el paso de carne a metal no era más que una actualización de hardware.
Por el contrario, los inmortales de más edad se tomaron su tiempo, reacios a dejar atrás su pasado, sus últimos vestigios de humanidad. Sin embargo, también sucumbieron uno a uno.
Maggie fue durante años el único ser humano orgánico de 61 Virginis e y, tal vez, de todo el universo. Las máquinas edificaron una casa especial para ella, aislada del calor, la ponzoña y el ruido ininterrumpido del planeta, y Maggie ocupó su tiempo curioseando los archivos de la Espuma de Mar, los registros del dilatado pasado muerto de la humanidad. Las máquinas prácticamente ni hacían acto de presencia.


Un día, una máquina pequeña, de poco más de medio metro, entró en su casa y se le acercó vacilante. A Maggie le recordó un cachorrito.
¿Quién eres? —preguntó Maggie.
Tú eres mi abuela —respondió la pequeña máquina.
Así que por fin Bobby ha decidido tener un hijo. Ya le ha costado.
Yo hago el número 5.032.322 de los hijos de mi progenitor.
El vértigo se apoderó de Maggie. Al poco de su transformación en máquina, Bobby había decidido llegar hasta el final y unirse a la Singularidad. Hacía mucho que no hablaban.
¿Cómo te llamas?
No tengo un nombre en el sentido en que tú lo concibes. Pero ¿por qué no me llamas Atenea?
¿Y eso por qué?
Es un nombre de un cuento que mi progenitor solía contarme en mi infancia.
Maggie miró a la pequeña máquina y su expresión se suavizó.
¿Cuántos años tienes?
Esa es una pregunta difícil de responder. Nacemos en el mundo virtual, y cada segundo de nuestra existencia como parte de la Singularidad está compuesto por billones de ciclos computacionales. En ese estado, mis pensamientos por segundo superan los que tú has tenido en toda tu vida.
Maggie contempló a su nieta, un centauro mecánico en miniatura, flamante y reluciente, y al mismo tiempo una criatura que podía considerarse mucho más vieja y sabia que ella.
Entonces ¿por qué te has puesto ese disfraz que me hace pensar en ti como en una niña?
Porque quiero oír tus cuentos, los cuentos de antaño.
Sigue habiendo niños, pensó Maggie. Sigue habiendo algo nuevo. ¿Por qué lo viejo no puede volver a ser nuevo?
Y entonces Maggie decidió transferirse también, reunirse con su familia.


En el principio, el mundo era un gran vacío atravesado por ríos gélidos rebosantes de veneno. Las gotas de veneno se solidificaron y formaron el cuerpo de Ymir, el primer gigante, y el de Auðumbla, una gran vaca de hielo.
Ymir se alimentó de la leche de Auðumbla y fue creciendo y robusteciéndose.
Claro que nunca has visto una vaca. Pues bien, es una criatura que da leche, como la que tú hubieses tomado de haber seguido siendo…
Supongo que es parecido a como absorbes la electricidad, al principio un hilillo, cuando todavía eras muy joven, y con los años en mayor cantidad, para tener energía.
Ymir creció y creció hasta que, al cabo, tres dioses, los hermanos Vili, Vé y Odín, lo asesinaron. A partir de sus restos, los dioses crearon el mundo: su sangre se convirtió en el mar cálido y salado; su piel, en la tierra rica y fértil; sus huesos, en las colinas duras que destrozan los arados, y, su cabello, en los sombríos bosques de árboles mecidos por el viento. A partir de sus espesas cejas los dioses tallaron Midgard, el reino en el que vivían los humanos.
Tras la muerte de Ymir, los tres dioses hermanos caminaban por una playa. En el extremo de la misma se toparon con dos árboles que se apoyaban el uno contra el otro. Con su madera, dieron forma a dos figuras humanas. Uno de los hermanos insufló el hálito vital a las figuras de madera, otro las dotó de inteligencia y, el tercero, les confirió los sentidos y el habla. Y así fue como Ask y Embla, el primer hombre y la primera mujer, fueron creados.
¿Acaso dudas de que hubo un tiempo en que hombres y mujeres estaban hechos de madera? Pero si tú lo estás de metal. Quién sabe si la madera no podría valer exactamente igual…
Y ahora deja que te cuente la historia que hay detrás de esos nombres. «Ask» viene de «fresno», un árbol cuya dura madera puede utilizarse para hacer taladros con los que encender fuego. «Embla» viene de «vid», cuya madera es más blanda y prende con facilidad. Al pueblo que narraba esta historia le pareció que era posible establecer una analogía entre el movimiento giratorio del taladro hasta que la yesca se inflama y el sexo, que tal vez fuera la historia que en realidad querían contar.
Nuestros antepasados se hubiesen escandalizado de que te hablara sin tapujos de sexo. La palabra todavía es un misterio para ti, pero carece de la fascinación que en su momento tuvo. Cuando todavía no habíamos descubierto cómo vivir eternamente, el sexo y los hijos eran lo más parecido que teníamos a la inmortalidad.


Al igual que una próspera colmena, la Singularidad comenzó a enviar un continuo flujo de colonos de 61 Virginis e hacia otros planetas.
Un día, Atenea acudió a Maggie y le dijo que estaba dispuesta a ser transferida a un cuerpo y ponerse al frente de su propia colonia.
Solo de pensar en que no volvería a verla, Maggie sintió un vacío. Así que es posible amar de nuevo, incluso siendo una máquina.
¿Por qué no te acompaño?, le preguntó. Sería bueno que tus hijos mantuvieran cierta conexión con el pasado.
Y la alegría de Atenea ante su propuesta fue eléctrica y contagiosa.
Sara fue a despedirse de ella, pero Bobby no apareció. Nunca le había perdonado su rechazo cuando se convirtió en máquina.
Incluso los inmortales tienen cosas de las que se arrepienten, pensó Maggie.
De modo que un millón de mentes conscientes se encarnaron en caparazones metálicos con forma de centauro robótico y, como un enjambre de abejas que parte para fundar una nueva colmena, se alzaron desde el suelo, juntaron las extremidades para adoptar la forma de gráciles lágrimas y despegaron hacia lo alto.
Fueron subiendo más y más, atravesando el aire acre, el cielo carmesí, hasta salir del pozo de gravedad del ponderoso planeta y, aprovechando el tornadizo flujo del viento solar y la vertiginosa rotación de la galaxia, partieron a través del mar de estrellas.
Año luz tras año luz, siguieron cruzando el vacío interestelar. Dejaron atrás los planetas en los que ya se habían establecido colonias, ahora convertidos en mundos prósperos con sus propios conglomerados hexagonales de paneles solares y sus propias y trepidantes Singularidades.
Y siguieron adelante, volando, en busca del planeta perfecto, del nuevo mundo que se convertiría en su nuevo hogar.
Durante el vuelo se mantenían bien juntos para protegerse del frío vacío que era el espacio. Inteligencia, complejidad, vida, procesos computacionales… todo parecía minúsculo e insignificante frente al inmenso y eterno vacío. Sintieron añoranza de los distantes agujeros negros y contemplaron el brillo majestuoso de explosiones de novas. Y se apiñaron todavía más, buscando consuelo en su humanidad común.
Mientras volaban en un estado entre la vigilia y el sueño, Maggie fue narrando historias a los viajeros, entretejiendo sus ondas de radio por la constelación de colonos como si fueran las hebras de seda de una araña.


Existen muchas historias sobre la Edad del Sueño, en su mayoría secretas y sagradas. Sin embargo, un puñado de ellas sí ha sido narrado a los forasteros, y esta es una.
En el origen fue el cielo y la tierra, y la tierra era tan plana y uniforme como la reluciente superficie de aleación de titanio de nuestro cuerpo.
Bajo la tierra, empero, los espíritus moraban y soñaban.
Y el tiempo comenzó a fluir, y los espíritus despertaron de su letargo.
Emergieron a la superficie, donde adoptaron formas animales: Emú, Koala, Ornitorrinco, Dingo, Canguro, Tiburón… Algunos, incluso formas humanas. Su apariencia no era inalterable, sino que podían modificarla a voluntad.
Vagaron por la tierra y la modelaron, hollando el terreno para abrir valles y empujándolo para levantar colinas, raspando la superficie para formar desiertos y excavándola para crear ríos.
Y parieron hijos, hijos que no podían mudar de forma: animales, plantas y humanos. Estos hijos nacieron gracias a la Edad de Sueño, pero no de ella.
Cuando los espíritus se sintieron cansados, volvieron a hundirse en la tierra de donde provenían. Y dejaron a sus hijos en la superficie con tan solo vagos recuerdos de la Edad del Sueño, el tiempo que precede a la existencia del tiempo.
¿Quién sabe si no regresarán a ese estado, a un tiempo en el que podían cambiar de forma a voluntad, un tiempo en el que el tiempo carecía de sentido?


Y despertaron de las palabras de Maggie en otro sueño.
En un instante pasaron de estar suspendidos en el vacío del espacio, todavía a años luz de su destino, a estar rodeados por una luz brillante.
Luz no, no exactamente. Aunque las lentes engastadas en su chasis podían ver mucho más allá del espectro visible para el primitivo ojo humano, el campo de energía que los rodeaba vibraba en frecuencias muy por encima y por debajo de sus límites.
El campo energético redujo su velocidad para adaptarse al vuelo sublumínico de Maggie y el resto de colonos.
Ya no queda mucho.
El pensamiento se abrió paso por las mentes de los colonos como una ola, como si todas sus puertas lógicas estuvieran activándose por simpatía, y les resultó a un mismo tiempo familiar y extraño.
Maggie miró a Atenea, que volaba a su lado.
¿Lo has oído?, dijeron ambas al unísono. Sus hebras de pensamiento se palparon entre sí: una caricia con ondas de radio.
Maggie alargó una de esas hebras de pensamiento hacia el espacio: ¿Eres humano?
Una pausa que se prolongó durante una milmillonésima de segundo, que pareció una eternidad a la velocidad a la que se estaban moviendo.
Hace muchísimo que no hemos pensado en nosotros de esa manera.
Y Maggie se sintió inundada por una ola de pensamientos, imágenes y sentimientos procedentes de todas las direcciones. Una sensación abrumadora.
En un nanosegundo experimentó la dicha de flotar sobre la superficie de un gigante gaseoso como parte integrante de una tormenta que habría podido tragarse a la Tierra. Descubrió lo que era nadar a través de la cromosfera de una estrella, dejándose llevar por las llamaradas y los penachos candentes que se alzaban cientos de miles de kilómetros. Sintió la soledad de tener como patio de recreo el universo entero, y sin embargo carecer de un hogar.
Partimos después de vosotros, pero os adelantamos.
Sed bienvenidos, antepasados. Ya no queda mucho.


Hubo una época en la que conocíamos numerosas historias sobre la creación del mundo. Los continentes eran grandes y existían innumerables pueblos, y cada uno de ellos narraba la suya propia.
Muchos de esos pueblos fueron desapareciendo, y sus historias se olvidaron.
Esta es una de las que se conservaron. Tergiversada, deformada, reescrita para que encajara con lo que los extranjeros querían oír, todavía contiene, empero, algo de verdad.
En el principio, el mundo estaba vacío y no existía la luz, y los espíritus moraban en la oscuridad.
El Sol fue el primero en despertar, hizo que los vapores de agua se elevaran hacia el cielo y secó y endureció la tierra. El resto de los espíritus —Hombre, Leopardo, Grulla, León, Cebra, Ñu e incluso Hipopótamo— despertaron a continuación. Vagaron por las llanuras, hablando entre ellos llenos de excitación.
Pero entonces el Sol se puso, y los animales y Hombre se sentaron en la oscuridad, demasiado asustados para moverse. Y hasta que no amaneció de nuevo no se atrevieron a continuar deambulando.
Pero a Hombre no le gustaba tener que pasar las noches esperando la llegada del día. Una noche Hombre inventó el fuego para disponer de su propio sol, de calor y luz sometidos a su voluntad, y eso lo distanció de los animales esa noche y para siempre.
De modo que Hombre siempre anhelaba la luz, la luz que le da vida y la luz a la que regresará.
Y por las noches, alrededor del fuego, se contaban historias verdaderas repitiéndolas una y otra vez.
Maggie eligió convertirse en parte de la luz.
Se despojó del chasis que había sido su hogar y su cuerpo durante tanto tiempo. ¿Habían sido siglos?, ¿milenios?, ¿eones? Tales medidas del tiempo ya no tenían ningún sentido.
Transformados ahora en patrones de energía, Maggie y los demás aprendieron a fusionarse, estirarse, titilar e irradiar. Maggie aprendió a colgarse de las estrellas, su conciencia anudada en un lazo que se extendía tanto por el tiempo como por el espacio.
Y atravesó rauda la galaxia de punta a punta.
En una ocasión pasó junto al ente que era ahora Atenea. Maggie sintió a la niña como un ligero cosquilleo, como una risa.
¿A que es genial, abuelita? ¡Ven a visitarnos a Sara y a mí algún día!
Pero ya era demasiado tarde para responder. Atenea estaba demasiado lejos.


Echo de menos mi chasis.
Ese era Bobby, al que encontró flotando en las inmediaciones de un agujero negro.
Durante unos milenios lo observaron juntos desde más allá del horizonte de sucesos.
Esto es una auténtica maravilla, dijo él, pero a veces creo que prefiero mi viejo caparazón.
Te estás haciendo viejo, le espetó ella. Igual que yo.
Se apretaron el uno contra el otro, y esa región del universo se iluminó fugazmente con la risa de una tormenta de iones.
Tras de lo cual se dijeron adiós.


Bonito planeta, pensó Maggie.
Era un planeta pequeño, bastante rocoso, cubierto de agua en su mayor parte.
Maggie aterrizó en una isla de gran tamaño cerca de la desembocadura de un río.
En lo alto, el sol calentaba hasta tal punto que Maggie vislumbró vapor alzándose desde las riberas cubiertas de lodo. Con suavidad, se fue deslizando sobre las llanuras aluviales.
El cieno era demasiado tentador. Se detuvo y condensó hasta que los patrones energéticos fueron lo suficientemente sólidos. Revolvió el agua y fue cogiendo puñados del rico y fértil cieno que amontonó en la orilla. Luego modeló el montículo hasta que se asemejó a un hombre: brazos en jarras; piernas abiertas; una cabeza redonda con ligeras hendiduras y protuberancias para ojos, nariz y boca.
Contempló la escultura de João un rato, luego la acarició y dejó secar al sol.
Al mirar en derredor, vio briznas de hierba cubiertas de brillantes gotas de silicio y flores negras que trataban de absorber hasta la última gota de luz solar. Vio figuras argénteas que surcaban las aguas marrones y sombras doradas planeando por el cielo añil. Vio enormes cuerpos escamosos moviéndose pesadamente en la distancia entre bramidos; y, más cerca, un gran géiser brotó en las inmediaciones del río, y en la tórrida neblina se dibujaron arcoíris.
Estaba totalmente sola. No tenía a nadie con quien conversar, a nadie con quien compartir toda esa belleza.
Oyó un susurro nervioso y buscó a su alrededor el origen del sonido. A cierta distancia del río, unas criaturas diminutas con la cabeza tachonada de ojos como diamantes escudriñaban desde una espesura de árboles de troncos triangulares y hojas pentagonales.
Maggie se les fue acercando poco a poco. Se introdujo sin esfuerzo en su interior y agarró las largas cadenas de una molécula concreta: sus instrucciones para la siguiente generación. Realizó un pequeño ajuste y luego las soltó.
Las criaturas lanzaron un gañido y salieron corriendo al notar esa extraña sensación producto del retoque en su interior.
Maggie no había hecho nada radical, tan solo un ligero ajuste, un empujoncito en la dirección adecuada. El cambio produciría una mutación, y las mutaciones se seguirían acumulando mucho después de su partida. En unos cuantos cientos de generaciones, los cambios serían suficientes para hacer saltar una chispa, una chispa que se alimentaría a sí misma hasta que las criaturas comenzasen a pensar en mantener viva una porción de sol por la noche, en dar nombre a las cosas, en contarse historias sobre el origen de todo. Y fuesen capaces de elegir.
Algo nuevo en el universo. Alguien nuevo en la familia.
Pero ahora ya era el momento de regresar a las estrellas.
Maggie comenzó a elevarse sobre la isla. Debajo de ella, las olas empujadas por el mar se estrellaban una tras otra contra la orilla, cada una atrapando y sobrepasando a la anterior, llegando un poco más lejos en la playa. Gotas de espuma de mar flotaban por el aire y eran arrastradas por el viento hacia destinos ignotos.

El zoo de papel, 2011.

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