sábado, 27 de abril de 2024

Primer amor. Víctor Balcells Matas.

Ahora todo se mezcla en mi cabeza: cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda.
Samuel Beckett


Recuerdo que, si bien tus padres vivían en un piso, disponían de otro piso vacío en el que tú y tu hermana jugabais. Aquella tarde mis padres me dejaron en tu pisito vacío y se fueron a hablar de cosas de mayores. Tuve que llamar al timbre.
Primero me abrió una tal Laura (o así se hacía llamar), que dijo ser tu secretaria. Pasa, pasa, mi amiga te está esperando en el salón, me dijo.
Yo entré con mis diez años de edad, con miedo, con un pasado de juegos de Playmobil y Super Mario Bros. Ésa era toda mi conversación. Que no es poca.
Y allí estabas tú, en el salón, tendida de lado como Cleopatra, tocándote los ojos y fumando un lápiz.
Tu secretaria, Laura, nos presentó. ¿Pero qué iba a hacer yo si tú tenías la eternidad en tus grandes pestañas o si te parecías a las chicas de la televisión y llevabas lazos rosas en la cabeza? Qué iba a hacer yo, un proletario, un jugador de los jardines y las cabañas. Porque tú en cambio eras otra clase de mujer, sofisticada, con sus juegos de cocinas y de médicos, con su desfiladero de Barbies en la estantería.
Ni siquiera me saludaste. Giraste la cara y te pusiste a mirar por la ventana. Laura, tu secretaria, me dijo: Dile algo, venga. Así que yo di un paso al frente y te enseñé mi tirachinas.
Ya sé que desde el primer momento no aceptaste mis pretensiones de Robin Hood pero reconoce que te fascinó ese salvajismo que había en mi pelo y la colonia Nenuco con la que me perfumé. Reconócelo.
Te enseñé mi tirachinas y lo despreciaste. Tu secretaria Laura nos miraba desde la puerta. Márchate, le ordenaste a Laura, y ella se fue por los pasillos.
Lo primero que hiciste fue enseñarme la casa. Aunque no había mucha casa. Sólo un sofá y una cama. Entramos en el dormitorio y dijiste: Mira mi cama de matrimonio.
Ya veo, dije.
Es de matrimonio, repetiste. Me puse nervioso. Muy bien, dije. Pronto me casaré, aseguraste tocándome el brazo. Pronto, pensé yo, que aún no conocía las virtudes de tener granos en la cara o aparatos en los dientes, que mis estudios se reducían a sumas aritméticas y letras del alfabeto.
Volvimos al salón. Tu secretaria había desaparecido. Me llevaste junto a la ventana. Había un pino reseco en el jardín y un perro dormía boca arriba. No me hablabas, no decías nada. Tenías el control de la situación. Y así fue como te giraste y me miraste y vi que tus ojos eran verdes y suplicantes. Cogiste mi brazo y me dijiste: Cásate conmigo.
¿Qué?
Cásate conmigo, repetiste, quiero que te cases conmigo. Lo harás, ¿verdad? Lo harás porque yo estoy muy sola, muy sola.
Y yo dije: No sé. Porque entonces (ni ahora, creo), te quería. Tú me cogiste y dijiste sí, cásate conmigo, cásate. Vale, dije. Total, no había testigos de mi desgracia. ¡Promételo!, me gritaste y tu risa fue un temblor acuático.
Lo prometo, balbuceé. Entonces apareció de detrás del sofá tu secretaria, Laura, y dijo: ¡Lo he oído todo! Lo has prometido y ahora estás obligado a casarte con ella.
Temblé. Cómo era posible. Tan pronto se acababa mi infancia. Y así bajamos al patio y allí tu secretaria Laura hizo de cura, de representante de la sacra y romana y apostólica iglesia y ofició la boda con piñones secos y hojas de los arbustos. Yo os declaro marido y mujer, sentenció Laura.
Ahora todo se mezcla en mi cabeza: cementerios, bodas y los distintos tipos de mierda. Mis cosas eran poco numerosas, así que empecé a vivir con mi esposa esa misma tarde. No nos conocíamos, pero esa, supongo, era la gracia. No. Estaba hundido. Mis padres habían desaparecido y a los diez años no se tienen erecciones con facilidad.
Lo primero que supe de ti fue tu nombre. Me llamo Lulú, dijiste. Por lo menos así dijiste, y no veo qué interés podías tener en mentirme sobre aquello. Como no eras francesa, decías Loulou. También me dijiste tu apellido. Pero lo he olvidado.
Laura se convirtió en nuestra mayordoma y el sol se ponía tras el pino reseco y se acercaba la noche de bodas. Terrible presagio del sexo aún por conocer que llega salvajemente y nos enciende y rodea. Porque teníamos que hacer el amor esa noche, aunque no tuviéramos pelos en ninguna parte. Ésa es la costumbre.
Entramos en la habitación con cama de matrimonio. Laura, nuestra mayordoma, ya consagrada y culpable de mi desgracia, dijo que iba a cocinar la cena. Tú, Loulou, me mirabas con curiosidad. Seguramente no me amabas. O a lo mejor sí. No lo sé.
Tampoco me dio tiempo a saberlo porque enseguida regresó Laura con la cena, que consistía en unos espaguetis sin cocinar, duros, quiero decir, recién sacados de la bolsa, y nos dio unos cuantos y tú, tú me obligaste a comer esas espigas de trigo que, a fin de cuentas no sabían tan mal, ni tan bien. Come, me decías, tienes que hacer músculos. Oh, incluso tu sintaxis tenía un no sé qué de erótico.
Y cuando acabé de cenar las espigas de trigo la mayordoma se retiró, tú apagaste la luz y me lanzaste sobre la cama y me gritaste: Hazme un hijo, ¡hazme un hijo! Oh, Loulou, gemía yo, por qué me haces esto, y me quitaste la camiseta con tu amor puro y desinteresado. Y me besabas en todos los sitios menos en la boca, porque no sabíamos que las bocas servían para besar. Por Dios Loulou, todo fue tan rápido y repentino.
Pero mira tú por dónde, justo entonces llegaron mis padres y anunciaron la partida y me despojaron de ti, me arrebataron el insigne conocimiento de tu gracia, Loulou. Y me dijiste adiós, como se dice en las telenovelas y rompimos nuestro matrimonio con una mirada.
Mira, ¿sabes qué? Yo sí que te amé. Tuve miedo, es cierto, pero te amé. Durante años creí que ya no tendría más amores. Volví a los juguetes y a los toboganes, volví a las merendolas con Nocilla en casa de mis padres, a los hoteles con habitaciones de tres camas.
Durante años creí que ya no tendría más amores. Ahora ya no lo creo. En ese tiempo, quizá, me hubieran hecho falta más besos para olvidarte, supongo. Pero claro, el amor, esa palabra, no se puede hacer por encargo, mi pequeña Loulou, la única mujer que tuvo la eternidad en las pestañas. 

 
Yo mataré monstruos por ti, 2010.

jueves, 25 de abril de 2024

El gran terremoto. Ryūnosuke Akutagawa.

Olía como a albaricoques podridos. Caminando entre las ruinas del incendio, percibió ese tenue olor. También pensó que, extrañamente, el hedor de cadáveres putrefactos bajo el calor del sol no era tan desagradable. Ante el estanque donde habían ido apilando los cadáveres, comprendió que en el ámbito de las sensaciones, la expresión «atroz y truculento» no era exagerada. En especial, lo había impresionado el cadáver de un niño de doce o trece años. Mientras lo miraba, sintió algo parecido a la envidia. Las palabras «Los amados por los dioses, mueren prematuramente» surgieron en su mente. La casa de su hermana, quemada. La de su hermano adoptivo, también. Sin embargo, su cuñado, en libertad provisional por haber cometido perjurio…
«Ojalá se mueran todos».
Fue todo lo que se le ocurrió pensar mientras permanecía inmóvil y de pie ante las ruinas de los incendios que siguieron al terremoto.

miércoles, 24 de abril de 2024

Veinte siglos despues. Lilian Elphick.

Arriba de su Lamborghini descapotable blanco, Julio César Avendaño Avendaño recibe los vítores del pueblo. ¡Viva Julito!, gritan las mujeres; ¡gracias, compañero!, vocean los hombres. Una lluvia de papeles de colores se posa en las hombreras de su saco Armani.
Julio César Avendaño Avendaño infla su pecho de un orgullo desconocido; hace unos años era un pobre traficante y ahora es un gran, grandísimo mercader que vuelve a su pueblo, hundido en la miseria. Lanza monedas de oro a la multitud enfervorizada.
-Recuerda que eres mortal –le susurra una mujercilla, casi una sombra.
-¿Eres tú, mamá? –pregunta Julio César.
Antes de que la mujer conteste que sí, Julito, soy tu mamá, vayámonos a casa y yo te daré cerdo a las brasas; bueno, no te vas a dar ni cuenta de la diferencia, el fuego arregla todo, mal que mal el gato estaba lleno de pulgas y de un solo guadañazo lo destripé; antes de que diga pío la flaca pelá, una bala loca entra por el bolsillo superior izquierdo del Armani, descosiendo el borde pespunteado en seda y tiñendo de rojo el clavel tan varonil de Julio César Avendaño Avendaño.


lunes, 22 de abril de 2024

Cuerpo rebelde. José María Merino.

A partir de la operación, el cuerpo me ha desobedecido en muchas ocasiones. Se niega a levantarse, a sentarse. Se niega a entrar o salir. Me fuerza muchas tardes a permanecer en casa, inmóvil como un mueble más. Los trámites de la testamentaría -las últimas enfermedades suelen empezar al tiemp que las primeras herencias- me han obligado a hacer este viaje y me sorpendió comprobar la facilidad con que mi cuerpo se dispuso a ello. Anoche, tras llegar a la vieja casa impregnada de recuerdos de niñez y adolescencia que incrementaban mi desazón, advertí el primer signo rebelde: en un momento de la madrugada me sentí en una posición incómoda que no me dejaba respirar bien e intenté moverme, pero el cuerpo no me resondía. Como estaba dormido, comprendí que era preciso despertar para cambiar de postura, pero mi cuerpo no quería despertarse, y solo después de un largo forcejeo en el umbral que comunica sueño y vigilia conseguí vencer su resistencia. Otro signo de rebelión se produjo esta misma tarde, después de comer, cuando me disponía a pasear por el bosque. Mi cuerpo no me obedeció y tuve que cambiar de rumbo y encaminarme a los acantilados. Ahora estoy sentado en el borde del prado húmedo, sobre el mar que ruge. En el oscuro roquedal, treinta metros más abajo, se desparrama violenta la espuma de las olas. Hace mucho frío y he intentado regresar a casa, pero mi cuerpo se rebela una vez más, se acerca al borde del precipicio, levanta los brazos. Asumo lo que va a suceder con horrible resignación. 

 Antología del microrrelato español. (1906 – 2011). 2012.

domingo, 21 de abril de 2024

El cofrecito era justo de su medida. Svetlana Alexiévich.

Dunia Gólubeva, once años
Actualmente es ordeñadora


La guerra… Pero había que seguir arando…
Mi madre, mi hermana y mi hermano se fueron al campo. A sembrar lino. Se fueron, y menos de una hora después unas mujeres vinieron corriendo.
Dunia, a los tuyos los han acribillado a balazos. Allí están, en el campo…
Mi madre estaba tirada encima del saco, del saco iban cayendo semillas. Las balas habían dejado un montón de agujeros…
Me quedé sola con mi sobrino recién nacido. Mi hermana había dado a luz hacía poco, su marido se había unido a los partisanos. Y yo con ese pequeño…
Yo no sabía cómo se ordeñaba la vaca. La pobre mugía en el establo, sentía que su dueña no estaba. El perro aullaba toda la noche. Y la vaca…
El bebé pedía… Pedía pecho… Leche… Me acordé de cómo lo amamantaba mi hermana… Le puse mi pezón en la boca, él chasqueaba los labios y se quedaba dormido. Yo no tenía leche, pero el pobrecito, de esforzarse tanto, se cansaba y caía dormido. ¿Dónde se había resfriado? ¿Cómo había enfermado? Yo era pequeña, ¿cómo iba a saber qué hacer? Tosía y tosía. No había comida. Los policías se habían llevado la vaca.
Y el niñito murió. Gemía, gemía y murió. Lo oí: se hizo el silencio. Levanté los trapos y ahí estaba él, todo negro; solo tenía la carita blanca, limpia. La cara era blanca y lo demás negro.
Era de noche. Por las ventanas se veía todo oscuro. ¿Adónde podía ir? Decidí esperar a la mañana, por la mañana avisaría a alguien. Me quedé allí sentada, llorando, porque no había nadie más en la casa, ni siquiera aquel bebecito pequeño. Empezó a salir el sol; lo metí en un cofrecito… Nos quedaba el cofrecito del abuelo, allí guardaba las herramientas; un cofrecito pequeño como un paquete de correos. Yo tenía miedo de que vinieran los gatos o las ratas y lo mordisquearan. Estaba allí, tan pequeño, más pequeño que cuando estaba vivo. Lo envolví en una toalla limpia. Una de lino. Y lo besé.
El cofrecito era justo de su medida…

Últimos testigos. Los niños de la II Guerra Mundial. 1985.

sábado, 20 de abril de 2024

“Fue una guerra total…”. Enrique Anderson Imbert.

Fue una guerra total, con las últimas armas. Todo quedó destruido. Solo un verso resultó indestructible, pero ya no hubo nadie que pudiera leerlo.

El gato de Cheshire, 1965.

lunes, 15 de abril de 2024

Oigan. Vladimir Maiakovski.

Oigan:
si encienden las estrellas
es porque alguien las necesita, ¿verdad?,
es que alguien desea que estén,
es que alguien llama perlas a esas escupitinas.
Resollando
entre tormentas de polvo del mediodía
penetra hasta Dios,
teme haber llegado tarde,
llora,
le besa la mano carniseca,
implora
que pongan sin falta una estrella,
jura
que no soportará ese tormento inestelar.
Y luego
anda preocupado,
aunque aparenta calma.
Dice a alguien:
Ahora no estás mal, ¿eh?
¿A que ya no tienes miedo?
Oigan, si encienden
las estrellas es porque alguien las necesita, ¿verdad?
Es indispensable
que todas las noches
sobre los tejados
arda aunque sea una sola estrella.