Julián se nos iba todas las noches, a eso de las doce, hasta el cerro. Así nevase o hiciese un viento de mil demonios, Julián se nos iba al cerro. Decía me voy al cerro o a veces no decía nada y allá se iba.
Desde casa le oíamos gritar:
—¡Juliáaan! ¡Juliáaan! —llamándose a sí mismo con aquel tono de perro malherido que nos dejaba a todos encogidas las entrañas. Debía de sentirse muy lejos de sí mismo Julián para llamarse gritando de aquel modo, Julián, Julián, alargando las aes como si fuesen ayes, que nos dejaban el alma sin encontrar postura ni sosiego.
Un día, durante la cena, Julián, con los ojos perdidos, como después de haber pensado mucho, dijo:
—Si venís conmigo al cerro a llamarme a lo mejor me oigo.
Yo miré a Paco para ver qué decía. Al fin y al cabo Julián era su hermano, que se entendiera la sangre con la sangre. Los chicos alborotaban, vamos al cerro de noche, vamos al cerro.
El Paco dijo:
—Vamos.
El cerro estaba muy negro. Más quieto que nunca estaba el cerro. Los chicos decían preparados, listo, y el grito salía igual que el de Julián —tan ensayado lo tenía los chicos de burlarse del tonto—, sólo que mucho más fuerte, siendo como éramos siete. A mí se me quebraba un poco la garganta, tan quieto y tan oscuro estaba todo.
Llevábamos un rato muy largo, Juliáaan, Juliáaan, los chicos empezaban a cansarse y yo aferrada a Paco, cuando de pronto algo se movió en lo oscuro y Julián, desenfrenado, se puso a correr señalando hacia ello:
—¡Allí, por allí vengo, Julián, por allí vengo!
—¡Vuelve aquí Julián, vuelve! —gritaba asustado el Paco.
Buscándole estuvieron hasta la madrugada: Julián se había perdido para siempre en lo negro.
—Por fin se fue Julián consigo mismo —decían en el pueblo al día siguiente.
Pero yo aún lo oigo, Juliáaan, Juliáaan, a lo largo de las aes como si fuesen ayes, en las noches de viento.
Desde casa le oíamos gritar:
—¡Juliáaan! ¡Juliáaan! —llamándose a sí mismo con aquel tono de perro malherido que nos dejaba a todos encogidas las entrañas. Debía de sentirse muy lejos de sí mismo Julián para llamarse gritando de aquel modo, Julián, Julián, alargando las aes como si fuesen ayes, que nos dejaban el alma sin encontrar postura ni sosiego.
Un día, durante la cena, Julián, con los ojos perdidos, como después de haber pensado mucho, dijo:
—Si venís conmigo al cerro a llamarme a lo mejor me oigo.
Yo miré a Paco para ver qué decía. Al fin y al cabo Julián era su hermano, que se entendiera la sangre con la sangre. Los chicos alborotaban, vamos al cerro de noche, vamos al cerro.
El Paco dijo:
—Vamos.
El cerro estaba muy negro. Más quieto que nunca estaba el cerro. Los chicos decían preparados, listo, y el grito salía igual que el de Julián —tan ensayado lo tenía los chicos de burlarse del tonto—, sólo que mucho más fuerte, siendo como éramos siete. A mí se me quebraba un poco la garganta, tan quieto y tan oscuro estaba todo.
Llevábamos un rato muy largo, Juliáaan, Juliáaan, los chicos empezaban a cansarse y yo aferrada a Paco, cuando de pronto algo se movió en lo oscuro y Julián, desenfrenado, se puso a correr señalando hacia ello:
—¡Allí, por allí vengo, Julián, por allí vengo!
—¡Vuelve aquí Julián, vuelve! —gritaba asustado el Paco.
Buscándole estuvieron hasta la madrugada: Julián se había perdido para siempre en lo negro.
—Por fin se fue Julián consigo mismo —decían en el pueblo al día siguiente.
Pero yo aún lo oigo, Juliáaan, Juliáaan, a lo largo de las aes como si fuesen ayes, en las noches de viento.
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