Érase una vez un saltamontes solitario que a la hora de la siesta rascaba sus patitas y saltaba de un lado a otro de la blanca habitación. Una habitación toda blanca, sí, menos por una cascada de cabellos rojos, menos por unos párpados que se abren y descubren una mirada de enredaderas. Entonces el saltamontes y aquella mirada intiman como nunca hubieran imaginado.
—¿La beso? —duda el saltamontes.
—¿Me habré vuelto loca? —se pregunta la mujer.
Las escamas del dragón. Carolina Aikin Araluce. 2005.
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