El abuelo murió el mes pasado. Lo encontraron en su mecedora delante de la ventana, con la manta en el regazo y una carta en las manos. Pero esta vez su mirada estaba más perdida que de costumbre. A mí no me dejaron entrar, pero mi hermano José me dijo que parecía un muñeco de cera. También me contó que en la carta ponía que le habían congelado su pensión. Recuerdo que en aquel momento pensé que todo aquello era muy extraño; una pensión congelada en pleno agosto. Cosas de mayores.
Mamá se pasó una semana encerrada en su cuarto llorando, y eso que casi ni se hablaba con el abuelo. De vez en cuando salía de la habitación hasta la cocina para coger algo de la nevera, pero ni nos miraba a la cara. Como si fuéramos fantasmas. La tía Lola venía de vez en cuando a visitarla y fue ella quien la convenció para ir a ver a la bruja.
Todavía no entiendo por qué me llevó con ella. Yo quería bajar a jugar a casa del vecino, que era un poco tonto pero tenía una consola de videojuegos, y me puse a llorar para ver si así le daba pena. Mamá me miró con la misma cara que ponía cuando tocaba comer acelgas. Entonces supe que estaba perdido.
Llegamos a casa de la bruja en autobús. Vivía en un tercero sin ascensor. Esperamos un rato en una salita hasta que nos llamó. Al verla me llevé un chasco. Aquella vieja no era ni bruja ni nada; no tenía verrugas, ni una gran nariz, ni un gato negro, ni escoba. Se parecía más al profe de Matemáticas pero en chica. Mamá sacó un billete y lo dejó en la mesa. La bruja puso los ojos en blanco y empezó a dibujar en un papel. Su voz cambiaba a cada rato; primero parecía una mujer, luego un niño pequeño y algunas veces parecía que ladraba. De repente empezó a hablar con voz grave: “¡Esto es indignante! Toda una vida trabajando para que ahora nos congelen la pensión”. Sin duda era el abuelo. Siempre decía lo mismo, como un disco rayado. “¡Vergüenza debía darles! Treinta y cinco años cotizando para que nos dejen morir como si fuéramos ratas”. Mamá le preguntó qué tal estaba, si había visto a la abuela, si nos echaba de menos…, pero el abuelo seguía quejándose de su pensión. Noté que mamá se iba enfadando por momentos porque no le hacía caso, igual que hacía cuando yo no recogía los juguetes. Primero se le hinchó la vena de la frente, luego cerró fuerte los puños, empezó a respirar fuerte… yo cerré los ojos, pero pude oír perfectamente cómo le pegaba un guantazo a la bruja en toda la cara. Nunca en mi vida la había visto así. Me cogió del brazo y me sacó a rastras de la habitación. Antes de irme me volví para ver a la bruja. Tirada en el suelo, con la nariz sangrando, parecía que todavía respiraba. Me miró fijamente y me guiñó un ojo mientras sonreía, igual que hacía siempre el abuelo.
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