sábado, 12 de diciembre de 2015

Ser o estar. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.

El hombre finalmente pudo levantarse y lo primero que vio fue su auto incrustado en un árbol a unos pocos pasos de donde él se encontraba, no le llamó la atención el hecho de haber sufrido un accidente y no recordar ningún detalle del mismo, sino que por más esfuerzo que hacía con sus fosas nasales, ni una brizna de aire pasaba a través de ellas; después intentó espirar y obtuvo idéntico resultado, en una acción casi inconsciente colocó su mano a la altura del corazón sólo para comprobar lo que ya había imaginado: estaba muerto... 
El Estar muerto no asustó al hombre, acostumbrado a conducir su vida a través de patrones de lógica y razonamiento frío. Su primera preocupación real fue la de encontrar una manera para regresar a su casa, así que después de verificar si su cuerpo se desplazaba de manera correcta, sacó ciertas cosas del auto y empezó a caminar por la carretera en busca de la civilización.
Ya en casa convocó a su mujer y a sus dos hijos al comedor familiar, buscando la mejor manera de comunicar la mala noticia. La primera impresión que vio en sus rostros fue de estupor seguida al poco tiempo de risas medio estúpidas que le parecieron de muy mal gusto dada su nueva condición física. Por más esfuerzos que el hombre hizo su familia no le creyó, sin embargó si consideraron seriamente la posibilidad de que el accidente hubiese provocado un daño cerebral significativo.

Poco tiempo después el médico llegó a examinar al hombre. No podía estar menos que intrigado con las afirmaciones de éste y empezó de inmediato a auscultarle; como era de esperarse encontró que los signos vitales habían desaparecido y que la temperatura corporal descendía rápidamente. El médico optó por brindar un diagnóstico a aquel "estado". Después de hablar varias horas de los Yoguis hindúes y algunos monjes tibetanos, el médico describió ciertos estados catalépticos y hasta comparó al hombre con los osos durante su estado invernal; habló de lo fascinante del caso y mientras salía por la puerta, comentó sobre escribir un artículo referente a aquel "estado".
La familia aceptó aquel diagnóstico bizantino y continuó con sus actividades diarias, el hombre se limitó a decir que no llamaran más al médico. Sin embargo al poco tiempo apareció un psiquiatra, aparentemente a pedido de los suegros que habían hablado con la esposa del hombre mientras el médico estaba de visita. El psiquiatra condujo al hombre a uno de los cuartos e hizo que se acostara mientras él tomaba notas desde una silla mecedora. El sujeto preguntó por su niñez y sus fantasías sexuales con su madre, el hombre respondió de mala gana las preguntas y emitió uno que otro improperio cuando el psiquiatra intentaba convencerle de su homosexualidad latente y del enorme resentimiento que le guardaba al perro de su vecino.
Finalmente el psiquiatra se fue, no sin antes mencionar que el hombre sufría de una crisis de "muerte histérica", provocada por sus instintos sexuales reprimidos que le hacían sentirse culpable, creando un mecanismo de defensa que desembocaba en el cese de las funciones vitales como castigo a sus pecados imaginarios. La familia abrió mucho los ojos y sin entender muchos sus palabras le dieron las gracias y hasta un pago extra por todas las molestias.
El hombre cansado de tanta estulticia decidió seguir con sus labores y percatándose de que ya era la hora de ir a trabajar, salió sin despedirse y sin probar bocado. En el trabajo sus compañeros se burlaron por horas, ya sabían lo que había ocurrido y aquello les había parecido sumamente gracioso, aunque muchos dejaron de reír al notar el extraño olor a podredumbre que empezaba a emanar del hombre.
Tiempo después cuando la familia se sentaba a comer y los hijos hacían expresiones de horror y repulsión al ver caer sus pedazos de piel podrida, el hombre sólo se limitaba a voltear la página del periódico en busca de los deportes.



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